Esta es la ventana a la que me asomo cada día. Este es el alfeizar donde me apoyo para ver la ciudad, para disfrutarla, para sentirla, para amarla. Este es mi mirador desde el que pongo mi voz para destacar mis opiniones sobre los problemas de esta Sevilla nuestra

sábado, 31 de diciembre de 2011

CUALQUIER TIEMPO PASADO FUE MEJOR

            Pende ya sólo de un hilo esta última hoja del calendario, que comienza a tambalearse en el pretil de la memoria. Se está decolorando el almanaque y comienza a amarillear el fondo blanco que contenía la alegre numeración de los días. Es el presagio de paso del tiempo, de estos días que ha corrido veloz entre tanta fiesta y celebraciones continuas. Pronto, muy pronto, este nefasto año será sólo recuerdo, imágenes traspuestas que comenzarán a difuminarse hasta convertirse en rescoldo de alegrías y penas. Asumimos este tránsito ahítos de esperanza, con la ilusión dispuesta renovarse. Vamos a prendernos de nuevas vitalidades, a reconstituir el ánimo con el vigor y la fuerza del advenimiento de un nuevo año, esperemos que podamos dotar con los sueños que lleguen concretar esas pequeñas realidades que añaden a nuestras vidas un poco felicidad.
Es el último hálito de un tiempo que, aún sabiendo que va a perecer, a sucumbir, a despeñarse empujado por la fortaleza jovial del nuevo año, se aferrará a la barbacana del ventanal donde tiene el hospedaje el recuerdo, para enclaustrarse en sus lúgubres estancias y lanzar andanadas con imágenes y momentos que conmocionarán nuestros sentidos. Es curiosa esta condición humana de plasmar instantes que posiblemente nos hicieron sufrir, que hincaron sus feroces fauces hasta hacernos menos felices, a incomprender estas acciones o el por qué de los caprichosos designios del destino
Uno se ilusiona con los retos que nos depara la propia iniciativa, con la marcha de ideas emprendedoras, de proyectos que nos vendrán a resolver el futuro, tal vez a procurarnos el sustento y esa calidad de vida que nos vamos exigiendo conforme adquirimos nuevos conocimientos. Pero siempre nos queda la rémora de lo hemos perdido aunque en el balance final el fiel se venza por la parte positiva. Casi siempre, porque el dolor ahonda y procura amargura, ignoramos esta cuestión. Nadie recuerda los años en los fueron felices junto a otra persona, cuando dio el primer beso a la niña que le embelesaba, cuando la tomó de la mano o cuando era capaz iniciar una cruzada contra el mundo por advertir una mirada de rutilante deseo. Pero si trae la tristeza del año en que la niña se enamoró de otro y entonces el cielo de desplomó anegando de sombras sus días, hasta que el sol resplandeciente de otros ojos, de otras manos, volvieron a enarbolar sus sentidos y le llenó de felicidad. Nadie mantiene, más que para ocasiones especiales, aquellos años de ventura y provecho cuando conoció la abundancia del campo sangrando sus productos, de cosechas que eran incapaces de contenerse en las eras, de huertas preñadas de frutos que se recogían con alegría difuminando el esfuerzo en la recompensa adquirida. Pero sí nos entristece el año en el que las lluvias se llevaron por delante lo que debía ser rédito del trabajo, o la riada de aquel año que nos desahució y nos encarnó en diáspora durante meses, o aquella sequía que desoló campos y mutiló cuerpos de espigas cuando aún eran asomo de su ser. Nadie pone fechas, ni señala añadas, más cuando se pierden, de los abrazos del padre cuando ascendimos a la condición de la mayoría de edad o nos impusieron la beca universitaria que reconocía esfuerzos y privaciones, o las caricias de la madre cuando nos imponía el hábito penitencial, un mediodía de un domingo de ramos preñado de nostalgia. Pero todos recuerdan el año en el que el Padre decidió reconciliarse con la figura paterna o la madre dejó vacío de fechas los meses del siniestro año.
Esta medianoche, cuando la última campanada dejo expedito el camino a las ilusiones y a la confianza por enfrentarnos a un tiempo mejor, elevaremos la copa de la Esperanza -¿qué sería de nosotros si no nos dejáramos arrastrar por Ella, si no nos dejáramos arrastrar por el ancla que nos traslada hasta sus cielos?-y bridaremos por la felicidad que nos procuraron los años que fueron y por  advenimiento de los que serán.
Que el año nuevo, este de dos mil doce, lo recordemos por la felicidad que nos dejó, por la unión que nos procuró. Que cuando sea recuerdo lo mencionemos por la dicha que implantó en nuestras almas.

miércoles, 28 de diciembre de 2011

El centro abarrotado... y no es Semana Santa

            Cuando el nuevo equipo municipal tomó la afortunada decisión de suprimir el maléfico plan centro, ideado por la coalición de poder que formaron el partido socialista y los minoritarios y “vanguardistas” integrantes de Izquierda Unida, con la intención de convertir la zona monumental de la ciudad en un páramo, sabíamos que el efecto que se produciría acabaría repercutiendo en la economía de la ciudad.
            El retorno de los autobuses a la plaza del Duque, junto con la determinación explicada anteriormente, ha dinamizado las actividades en la zona, extendiéndose a las adyacentes. Era imprescindible dotar de accesibilidad, facilitar la llegada de los ciudadanos de las barriadas periféricas, hasta el centro neurálgico de la ciudad. Era un contrasentido abolir los medios que prestaban estos servicios, trasladando la parada más cercana a Santa Catalina e imposibilitando, por mucho autobús escoba que intentara suplir las carencias, el desplazamiento hasta las calles que concentran gran parte del pequeño y mediano comercio, que por cierto ya comenzaba a notar los asfixiantes efectos de estas medidas, abocando a muchos con el cierre y a otros tener que suprimir los puestos de trabajo, como paso previo a la catástrofe de la bajada definitiva de la persiana.
            La dinamización de la zona centro y monumental de la ciudad ha sido de tal calibre que es casi imposible transitar por sus principales y más comerciales vías, con comodidad. Cierto es que coincide con la época de mayor propensión a la compra, que la celebración de las Pascuas es proclive a utilizar el tiempo de asueto en pasear y efectuar la compra de los regalos, que luego los Reyes Magos dispondrán en los salones principales de las casas. Pero esta gran afluencia de público, que a veces mantiene cierta semejanzas con las bullas cofradieras, en los días de la Semana Santa, es el resultado de una serie de medidas que el actual gobierno municipal ha tomado con el propósito, de dinamizar las áreas de comercio.
            Dista mucho esta  situación a la de años anteriores, en las que las calles del centro se veían, a ciertas horas, desoladas, sin más afluencia que la de los operarios de Lipasam adecentando las vías, baldeando las plazas y desplazando al escaso público hasta compartimentarlas en lugares muy concretos. La tremenda actividad conjugada con la alegría que se vive en sus calles, repletas de alumbrado que nos recuerda las fiestas que gozamos –antes querían hacérnosla padecer suplantándolas con denominaciones tan estrambóticas como “solsticio de invierno” o escamoteando recursos para disponer de la iluminación propia de la fecha, demonizando siempre la actitud de los comerciantes- nos hace pensar del acierto de estas decisiones, aunque el tiempo para tomarlas ha sido escaso desde juraron sus cargos municipales.
            Esta ciudad, sus gentes y visitantes, no se merecían el desprecio ni la soberbia de la que presumían sin tapujos, ignorando las creencias y tradiciones de la mayoría de los ciudadanos, ni de su cultura de la calle que nos hace tan diferentes. No supieron dignificar la marca –como dicen los modernos difusores de la cultura y la publicidad- de Sevilla, intentando venderla para los foráneos, que se marchaban defraudados por lo que veían y disfrutaban, ignorando e intentándole negar una identidad labrada durante siglos, un marchamo de calidad que menospreciaba los vínculos entre ciudadanía y espacios.
Era tan fácil y lo hicieron tan difícil que así salieron. La Navidad es una celebración religiosa que lleva adjunta una serie de condicionantes comerciales. Pero van unidas y son intrínsecamente indisolubles. Si querían cargarse la Navidad, el trasfondo emocional que conlleva, arrastraban al desastre sus vínculos comerciales. Apagaron calles enteras, desviaron su atención a otros temas, siempre vinculados a sus intereses. Los actuales no han hecho más que normalizar la situación, mover las piezas del puzle y encajarlas correctamente, sin forzarlas. La artificiosidad ha vuelto a ser desbancada por la naturalidad. El centro vuelve a recuperar la vida cuando ya estaba a punto de sucumbir asfixiada por las garras de la estupidez y el despropósito.

martes, 27 de diciembre de 2011

¿QUÉ CAMBIO?

            La intransigencia con la que se manifiesta es del todo intolerable. En cualquier otro lugar del mundo hubiera sido repudiado por las diferentes castas políticas, hubiese sido apartado de cualquier deber público. Éso en cualquier otro lugar del mundo. En este país no pasa nada. Cuanto más se robe, se infame, se libele o se ataque la dignidad de las instituciones, mejor. Aquí nadie es nada, ni tiene carácter relevante, ni adquiere notoriedad social si no tiene abierto un expediente judicial o está imputado en una causa legislativa. Y cuanta más gorda mejor. Ahora, si usted no puede seguir pagando la hipoteca, porque el empleo que tenía se ha ido a hacer puñetas, con la empresa en la que ha trabajado toda su vida, engullida por los voraces tiburones económicos que marcan los índices del bienestar social –su bienestar social, claro- y deciden quiénes y cómo tienen pagarles sus lujos, usted es un delincuente al que hay que infringir el más terrible de los castigos y proferir la más terrible de las humillaciones.
            La situación por la que atraviesa la sociedad, esta sociedad globalizada, que cada vez cuenta con menos personalidad propia, en la que los individuos son incapaces de manifestar opiniones sin consensuar o asociadas a un movimiento genérico, tiene sus antecedentes en el gran engaño que sufrió hace ocho años, en el que unos políticos utilizaron la buena voluntad de los españoles para ningunear los idearios, para socavar aún más los escasos fundamentos de la dignidad, utilizando muertes y vidas para la obtención del beneficio propio.
            El mesiánico líder se ha quedado en payaso tristón de un circo provinciano. La política social, la gran bandera ondeada como paradigma de una revolución, la evolución económica, el fortalecimiento de un poder judicial justo y equitativo y la instauración de la prometida sociedad del bienestar se han quedado en aguas de borrajas, en proyectos disueltos en discursos cada vez más engorrosos, en arengas indefendibles, que se despeñaban por las laderas de la mentira, mientras observaban su caída riendo y tomándonos por tontos. Lo tenía todo para haber lanzado el país, para haberlo situado entre los diez primeros del planeta. Pero ni la situación económica de solvencia heredada, ni un sustrato social y cultural solidificado y rocoso les sirvió para relanzar lo español. El líder se ha cargado el país y no pasa nada, a nadie rendirá cuentas y seguirá batiendo hojaldres en el dorado retiro que le proporcionamos a quienes dejan de gobernarnos.
            Ahora viene el cambio, vocifera el sucesor. ¿Qué cambio? Porque el único cambio que yo aprecio es el que va a experimentar la sociedad, el receso en su bienestar que nos han dejado, que nos va a mortificar durante años,  eso si la aplicación de las medidas que se verán obligados a los gobernantes actuales, esos que ha sido votados por la gran mayoría de españoles hartos de estupideces y áreas de gobiernos absurdos que no hacían más que incrementar el déficit público, pueden remediar algo.
            Por eso resulta inaudito, intolerable y raya en lo delictivo, que si tenían las soluciones –cosa que dudo-, los programas para aclarar la situación de los ciudadanos y las medidas con las que acabar con la crisis, las pusieran en práctica durante el periodo en el que han desgobernado este país. Pero lo verdaderamente doloroso, si es que siguen queriendo servir a España, es que no se las hagan llegar a equipo de gobierno actual, muy contarios fondos idearios que mantengan. Es una cuestión de salvaguardia, de solidaridad con la gente que tan mal lo está pasando, con la ciudadanía que se ve desbordada por la ingrata actuación con la que han regido a la nación. Mucho me temo –no me alegro- de que no tengan más que mentiras guardadas. Y rencor por haber sido volteados en los comicios con peores resultados electorales desde la instauración de la democracia.
            Los políticos Sr. Pérez Rubalcaba, han de mostrar ejercicio de servicio público y buscar alternativas y soluciones a los problemas que surjan. Con panegíricos y soflamas insulsos y vacuos no han hecho más que perder el verdadero sentido de su ideario y convertirlo en un terrible y doloroso desengaño para muchos que creyeron una vez que el socialismo era una solución a las desigualdades de la vida.

sábado, 24 de diciembre de 2011

LA LEYENDA DEL DECURIÓN. Cuento de Navidad. Conclusión

Sí, lo había oído pero se negaba a dar pábulo a la fantasía, al estupor de creerse vencido por la locura, a obviar la razón. No podía, ni debía sucumbir a la entelequia de la fabulación. Las palabras no eran más la consecuencia del cansancio. ¿Vas a negar la evidencia?, le repitió el joven, conminándole a asumir el prodigio. Si lo has oído es porque te ha elegido para formar parte de la concreción de su gran obra.
Desubicado se abrió paso, con precipitación y cierta violencia, entre la concurrencia, que se apartó dejando expedito el camino al turbado hombre. Apenas unos metros atrás, concentrándose la expectación en torno al pesebre, seguía acercándose gente con el semblante radiante, ahítos por descubrir si lo que había llegado a sus oídos era cierto y acababa de nacer el rey anunciado por los profetas, el salvador que vendría retirar yugos y erigir la libertad y la verdad, a propiciar la igualdad entre los hombres.
El campamento estaba situado a media hora de camino de la aldea, sobre un pequeño montículo que dominaba la vaguada sobre la que se situaba Belén. Era un lugar estratégico pues permitía la perfecta vigilancia de cuanto acontecía a sus pies y en días claros se podía distinguir otras localidades próximas, lo que convertía a aquella guarnición en  una milicia de acción inmediata. Eran hombres curtidos en batallas, formados en las campañas de las Galias. Sabían cómo actuar en cada momento y ajustaban las medidas de sus fuerzas en las diferentes represalias y escaramuzas a las que eran sometidas por las guerrillas locales, especialmente por los zelotes que eran especialmente virulentos en sus acciones.
Tumbado sobre su catre, oscilando en sus estrechas dimensiones, le era imposible conciliar el sueño. Una y otra vez retornaban a su mente aquellas palabras, aquellos sonidos que ahora le mortificaban. Por el ventanuco de su aposento llegaba una lejana luz que inundaba la estancia de cierta claridad. Ante la imposibilidad de conciliar el sueño y despojar su cuerpo del cansancio, decidió girar visita al cuerpo de guardia en un intento por recuperar, con el rigor de las ordenanzas militares, el estado y el equilibrio mental que necesitaba, aislar aquella sensación de remordimientos.
Desde la torre de vigilancia se observaba, con una nitidez extraordinaria e inusual, el humilde espacio donde reposaba el Niño. Era como si la noche se hubiera hecho sólo en aquel sector, como si un prodigio nigromántico hubiese dotado de un resplandor único los alrededores del pesebre. Por los caminos, a pesar de que la madrugada comenzaba a clarear y se advertía los primeros síntomas luminotécnicos del amanecer, continuaba el tránsito incesante de personas. Obreros, campesinos, señores acompañados de sus lacayos dirigían sus pasos hacia la aldea. Y los que volvían no hacían más que lanzar alabanzas, proclamar odas que enaltecían la figura de aquel Niño. Todos parecían alterados, ungidos por una alegría que se mostraba en cada gesto, en cada movimiento, en cada expresión. Cada frase transmitía una alabanza que aumentaba el interés en quienes las oían. Y entonces aceleraban el paso. Desde la atalaya el decurión observa aquel inusual devenir, aquellos desplazamientos tan extraños y multitudinarios. Decidió volver al pesebre y aclarar sus ideas. Volvió a enfundarse la coraza, se ciñó la espada al cinto y se colocó el casco. Ordenó que le prepararan su caballo y se dispuso a recorrer de nuevo el camino. El alba comenzaba a despuntar y se adivinaban las siluetas de los caseríos en las laderas de las lomas pregonando a la vista el blancor de sus fachadas, ya aparecían las tonalidades verdes de las huertas que salpicaban el agreste paisaje y dotaban de un hermoso colorido al panorama que en frontispicio a sus ojos se le mostraba. Despuntaban las primeras luces de la mañana y la acuarela del horizonte comenzaba disgregarse para convertirse en ese añil que antecede a la eclosión de la luz del día.
Comenzó a llamarle la atención que su presencia no era motivo de temor, que los rostros no mostraban recelo con su guerrera apariencia sobre el caballo, que no había reflejos de odio en aquel resplandor que despedían los ojos cuando sus miradas se cruzaban, simplemente porque parecían ignorar su presencia, abstraídos en conversaciones que denotaban regocijo, un júbilo indescriptible. Caminaban en pequeños grupos guiados por una extraña fuerza. A punto estuvo de arrollar alguno que caminaba distraído, abstraído, inmiscuidos en un mundo que solo habitaban ellos y la gran y enigmática dicha que les poseía. Pensó en las repercusiones que podría suponer aquella perdida de respeto a su autoridad, el desequilibrio de fuerzas podría resentirse si los nativos no seguían con el miedo que producía la presencia de los represores soldados.
Una muchedumbre ansiosa se agolpaba en las inmediaciones del establo. Alguien había instalado un pequeño despacho de agua y dátiles que vendía a los extranjeros que llegaban. El hombre, cuando adivinó al final de la senda al soldado, se apresuró a desmontar el tenderete, temeroso de que viniera a reclamarle el pertinente diezmo. Fue único signo de temor que observó durante aquel trayecto.
Con dificultad se fue abriendo paso entre el gentío. Al contrario que la noche anterior, muchos protestaban por aquel atropello y abuso de autoridad. Todos querían tener su momento ante aquel Niño, contemplarlo aún cuando estuviera durmiendo y apenas unos segundos. El padre comenzaba a inquietarse por aquel despropósito. Algunos incluso portaban ofrendas como si en verdad fueran a postrarse, a rendir pleitesía, ante un rey. Exultaban admiración y muchos lo aclamaban como el monarca salvador. Por fin pudo llegar a la primera línea. El pobre hombre, que debía ser el padre, se esforzaba inútilmente por desalojar el recinto, clamando por un poco de tranquilidad, tal vez temeroso por la seguridad del pequeño. La madre sostenía al pequeño sobre el regazo y parecía entonar una nana, quizás intentando dormir al pequeño.
Ha regresado, reconoció enseguida la voz que se le dirigía. El joven noble seguía en el lugar, impertérrito. Quien se acerca de inmediato queda prendido. El soldado quedó perplejo. No pronunció palabra alguna e intentó desligarse de aquella conversación que intentaba iniciar su eventual acompañante. Centró su atención en la escena, intentando averiguar que se escondía tras aquel tumulto. Pero nada presagiar levantamiento alguno.
Un día me protegerás, serás guardián de mi amor y transmitirás mi mensaje. Así que pasen los siglos se intensificará la devoción que ahora comienzas a experimentar en tus entrañas. Vivirás ungido a mi mandato y verificarás bajo un sol tan radiante como éste que mi Padre está presente en la vida de todos. Glorificarás su nombre y en el mío santificarás mi presencia. Defenderás, con la espada de tu amor y el escudo de tus lágrimas, mi sagrada realeza y ante todo, por encima de tu honor y tu gloria, alabarás la figura de mi Madre, aliviarás un gran dolor que atravesará su pecho, la ensalzaras cuando la luna se convierta en la oblea que reflejará una sentencia. Allí dormirá tu corazón, en los ojos de mi Madre. Yo soy la Vida y ella la esperanza del mundo.
El decurión corrió hacía donde se encontraba la mujer con el hijo apenas advirtió el bruco movimiento del manso, que asustado se levantó de improviso, dando con su testuz en el brazo que sostenía la Niño. Poco antes de que acabara en el suelo, el soldado lo sostenía en sus brazos. Fue una transmisión inmediata, una fuerza que comenzó a recorrer sus venas y a depositar en su alma un limo de tranquilidad y sosiego. Y entonces llegaron aquellas palabras, aquellos sonidos de nuevo, que volvían esta vez para conmover su alma.
Traspuesto por la emoción desanduvo el camino hasta el destacamento, se deshizo de sus ropajes militares y se invistió con una túnica y sandalias. Quiso deshacerse de su pasado guerrero, abandonó aquella tierra y asentó su existir en unas huertas cerca del río Betis, en las lindes de Itálica e Híspalis.

Joaquín sintió como su esposa le zarandeaba con delicadeza. Por la ventana del salón dos densas columnas de luz alumbraban la estancia. Adormecido aún, sin tener todavía conciencia ni lucidez por el sueño vivido, desubicado tras aquel profundo sopor, oyó como Cristina le conminaba –ya es la hora- a revestirse con la indumentaria. Con la solemnidad que los siglos depositaran en el rito, sabedor de la gran tarea encomendada, se calzó las sandalias, se impuso la nagüeta, se colocó la coraza, se ajustó la espada al cinto, se ciñó el casco a las sienes y sonrió. Era jueves santo y se dispuso a cumplir el privilegiado mandato que les fuera conferido, por el Hijo del Hombre, durante la celebración de la primera Navidad.

viernes, 23 de diciembre de 2011

La leyenda del decurión. Cuento de Navidad. Primera Parte

            Nadie le conocía. Todos miraban sorprendidos aquel personaje de tan extraña apariencia que se había situado junto a la entrada del pesebre pero que parecía temer traspasar la linde, la frontera que le separaba de la mirada y la belleza celestial de la Niña Madre. La noticia se había propagado como un fuego de verano y quería conocer in situ aquel prodigio, que decían, estaba sucediendo en las afueras del pueblo, en un establo. La reluciente coraza se abría paso entre la muchedumbre que ya se agolpaba en los accesos de la artesa que servía de refugio y acogía, resguardando del relente y los fríos, a aquella familia henchida de felicidad. A unos pocos metros los pastores habían prendido unas retamas secas y se calentaban a lumbre resultante. Por una ventana cuarteada, deshecha por el abandono y olvido de sus cuidadores, sin vidrios que aislaran el interior del gélido ambiente que cernía y vestía los campos de una capa de albor, se asomaban unos chicos que apenas vislumbraban algo más que el pequeño alfeizar, saliente utilizado como palanca para coger el impulso con el colmar su curiosidad. A nadie parecía importar el rigor que la madrugada imponía. El silencio tan solo era quebrado por un pequeño murmullo que se apagó de improviso cuando el decurión hizo acto de presencia en la pequeña vaguada.
            Comentaban algunos –la incredulidad se dibujaba en las caras de los más escépticos al oír aquella declaración- que un ángel les había anunciado el gran acontecimiento, que les había dirigido hacia aquel lugar donde ya reposaba el Mesías, el Salvador que vendría a desterrar las injusticias de este mundo, a mostrar el verdadero sentido de la vida, a dotar de significación el término amor. Algo conmovía en aquella visión que se mostraba en aquel ambiente de humildad y sosiego. El decurión avanzó unos pasos, debía cerciorarse de cómo era aquél que presentaban como sublevador de masas, que se erigiría en el salvador del pueblo, en el libertador capaz de dotar al pueblo de un régimen distinto al que promovían e imponían desde el gran imperio. La escasa luz apenas permitía distinguir el cuerpecito. De nuevo la mirada de la Madre cautivando sus sentidos. Un hombre se desplazaba, en la parte trasera del pesebre, inquieto, preocupado y que apareció tirando de un buey que se resistía a las órdenes del eventual ganadero. Por más que se esforzaba en tirar, más resistencia oponía el pobre animal; por más empellones que perpetraba de la cuerda, más reticente se mostraba el manso. Tal vez se compadeciera de su torpeza. Bien se apreciaba que el hombre no se dedicaba a las tareas ganaderas. O simplemente obedeció, olvidando su recia formación militar, al instinto de solidaridad que flamea en el corazón de los hombres ante adversidades y desgracias de sus semejantes. Pero allí estaba, tensando la soga que servía de arreos y acercando al buey al cajón que resguardaba el pequeño y desvalido cuerpo del Niño. Ávido y sorprendido por aquella ayuda, el hombre pidió que le socorriera en el traslado de un mulo. Pronto el cuadrúpedo fue situado en el vértice opuesto al bovino, con la intención de guarecer del frío el menudo cuerpo. Tras la tarea, retrocedió sobre sus pasos y volvió a otear el paisaje que se mostraba. Sin lugar a dudas, allí no había ningún inductor a la rebelión. Qué podían hacer aquel sencillo hombre que era incapaz de dominar a una bestia, aquella mujer delicada y tremendamente hermosa que le observaba y fruncía el seño en muestra de agradecimiento y el Niño tan desvalido, tan desamparado, frente a los poderosos ejércitos que habían dominado todo territorio del mundo conocido, frente a las máquinas de guerra que atemorizaban a poblaciones enteras por su imponente y devastador poder de destrucción. Qué resistencia podrían oponer ante la misma decuria que él mandaba. Ellos solos se habían bastado para doblegar la escasa oposición mostrada por los pobladores de aquella aldea.
Tras su silenciosa reflexión, volvió sobre sus pies, se ciño el casco a las sienes, acomodó su espada en el cinto y se dispuso a abandonar el receptáculo. El asombro se asomó a su rostro, hecho que no pasó desapercibido entre quienes esperaban en el umbral y se abrían para dejarle expedito el paso. Era una voz le conminaba a detenerse. Era un sonido de una musicalidad celestial que le alertaba de la grandeza que se mostraba ante él y que no había sido capaz de descubrir. Giró la cabeza, buscando el origen de aquella pronunciación, de aquel mandamiento. Dirigió su visión hacia donde creyó que provenían las palabras. Y entonces se vió sorprendido por una extraña y turbulenta sensación, por una sacudida que hizo agitar sus sentimientos. No podía ser, se dijo, los recién nacidos no hablan. Y pensó en una mala jugada de su subconsciente, el poder del cansancio, el agotamiento de tantas horas de vigilia y lo intempestivo de aquel suceso. No, los reciñen nacidos no hablan, e intentó continuar su camino, retornar al cuartel y lanzarse en brazos de Morfeo. Un buen y prolongado sueño saciaría su maltrecho cuerpo. Pero de nuevo volvió a escuchar la voz, con mayor nitidez esta vez, ordenándole que parara, que se volviera, que descubriera el gran mensaje que traía, que no se turbara por ello, que debía propagar la buena nueva de la llegada del Mesías.
Tú también lo has oído, verdad, le susurró aquel joven noble.

jueves, 22 de diciembre de 2011

Cuando el dolor inhabilita la vida

Se asoma la ventana disimulando su presencia tras las celosías que cubren las hojas cuarteadas. Observa con desconfianza cuanto está aconteciendo frente él. Se siente seguro desde aquella posición donde otea, sin ser visto, guarecido del frío que se adivina en el exterior y que se advierte en el ropaje de la gente que pasea, de aquellos que ignoran que son observados y que se certifica sobre el cristal cuando se acerca demasiado a la frialdad del cristal y su vaho nubla la transparencia líquida. En otro tiempo hubiera dibujado, aprovechando aquel hecho producido por el efecto de la condensación del calor frente a un estado de gelidez en el exterior, la silueta de un corazón o la figura de un caballito. Pero hoy se siente atrapado por la nostalgia y la melancolía, por el lastre de aquellos años tan lejanos y que hoy vierten todo su contundente peso sobre su precario estado d ánimo.
Cuentan, quienes bien te conocen, que eras un tipo alegre, lisonjero, simpático y ameno, que no dudabas en buscar un momento, arañar unas horas a la laboriosidad propia de la jornada, para compartirlas con los amigos. Siempre tenías abiertas las ventanas del corazón para oír, para aconsejar y restar importancia a los problemas que te presentaban, que venían a ti porque irradiabas optimismo. Y mira que no te sobraba el tiempo, que la labor en el taller de relojería te mantenía ocupado casi todo el día y la familia era la hoguera donde se consumía alegremente tus horas de ocio.
Ahora huyes de cualquier contacto con el mundo. Tus amigos dejaron de visitarte cuando comenzaste a mostrar desaires, esas cajas destempladas con los que los recibías, cuando descubrieron aquella transformación que estaba deshumanizándote, que estaba pudriéndote el corazón con tantos menosprecios, con tantos desdenes, con tanta amargura retenida y nunca liberaste dejándola rodar por tus mejillas. Nadie te vio nunca soltar una lágrima. Ignoraste los buenos consejos que te ofrecían, con el mismo amor que tú los hacías antes de aquel fatídico día, quienes antes atendías con una sonrisa y el libro blanco de tus manos dispuestas para que escribieran sus penas; que apartaste descortés y bruscamente el brazo que pretendía cobijar y dar calor a esta soledad que tú mismo te has buscado y compartir ese dolor que lleva royéndote las entrañas demasiado tiempo.
Hay un sentimiento de añoranza en lo más profundo de tu ser que se está rebelando contra la dictadura del rencor que has implantado en ti y que proyectas a la gente de tu entorno.
Hacía tiempo que no sabía de ti, de tu vida. Has dejado de frecuentar los lugares donde coincidíamos, donde reposábamos y compartíamos nuestra amistad, y tu presencia provoca vacíos, por más que te obstines en querer sepultar tu existencia, en apartarnos de ella. Hoy te visto asomado al ventanal, el mismo desde el que las despediste una tarde de enero, de hace tres años, con las manos embolsadas en los bolsillos de ese batín que has convertido en el uniforme de la negra sombra de tu mala suerte. Advertí un deje de locura en la mirada perdida que se asomaba a tus ojos, un estar sin tener conciencia de ello. Respondiste a mi saludo con un leve movimiento de cabeza y te retiraste pausadamente al interior de tus sombras.
No tiene culpa el mundo de las desgracias que provocan las imprudencias de los humanos, ni puedes sentenciar la amistad y el cariño de los que te rodeamos, al ostracismo más absoluto. Este planeta sigue girando, provocando situaciones hermosas, descubriendo que la vida es un premio de Dios, un regalo con muchísimo valor. Nadie tiene culpa, ni tú puedas asumirla, de que un desgraciado se saltara aquel semáforo en rojo y te quitara a las personas que iluminaban tu existencia, y los regalos de los Reyes quedaran dispuestos en el sofá y nadie acudiera a recogerlos. No puedo, te lo dije en su  momento, imaginar tu dolor. El mero presentimiento de ello me provoca una gran congoja. Pero has de saber que tienes a tu familia con el sentimiento en vilo, con las carnes abiertas. Que no duermen penando porque tú penas, que son incapaces de conformar palabras de cariño porque has elevado un muro, de resentimiento y amargor, tras el que te has recluido y donde te has expatriado con la soledad y el dolor.
Tienes que comprender, querido y añorado amigo, que has de vivir con sus memorias y levantarte cada mañana con el alma ungida de aquellas sonrisas que te quitaron pero que permanecen prendidas en lo más sobresaliente del alma. Escapa amigo de tu prisión o deja que te rescaten quienes bien te quieren.
Aprovecha este tiempo del que tanto disfrutaban. No busques excusas en lo inevitable, extrae el dolor que está enterrándote en vida y adéntrate, con tu memoria y tus más bellos recuerdos, en el camino de la vida, que en su horizonte siempre hay un resplandor de Esperanza.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

CAMPANILLEROS

            Un rumor armónico va ascendiendo por la calle. El caudal musical viene precipitándose conforme la pequeña comitiva se va acercando. No traen en sus cantos corales una afinación operística, ni tienen más formación musical que la que han extraído de sus sentimientos, un códice inscrito en el pentagrama de la emoción, donde las notas musicales fluyen desde el alma.
            Vienen fundiendo la noche con los sencillos cánticos que nos avanzan la grandeza que está por llegar. Son el anticipo alegre de la alegría que supone el nacimiento de la Paz, de la implantación del amor y el cariño en el alma. Son el anuncio melódico, de sentires locales, de la gran obra redentora de Dios para con sus hijos, la salvación que nos ofrecer el Todopoderoso plasmada en la sencillez de un villancico, el tono popular que se transforma en heraldo melódico de la ilusión.
            Llegan sorprendiendo la cal de los edificios, despojando la memoria del manto donde se cobijan y calientan los recuerdos, las mismas letras que conllevan la nostalgia de siempre. Atraviesan la espesura del frío que vierte sus afilados cuchillos sobre las voces. Rompen los silencios que se guarecen en los zaguanes donde buscan refugio y calor, donde entonan estas salmodias populares que alaban al Señor, que bendicen con sus alegrías las grandezas de la Virgen con las metáforas más hermosas, con las alusiones costumbristas que desatan las emociones porque nos acercan el misterio de la Encarnación hasta los mismos límites de nuestros usos y costumbres. Nos trasladan el gran acontecimiento hasta los límites del barrio, haciendo próximo lo que sucedió en Palestina. Qué hermosura y qué grandeza saberse parte de la historia, ser sueño del Dios que duerme.
            ¿Oís la canción? ¿Oís el rasgueo de la guitarra confabulada con las voces cantando el advenimiento de la Esperanza? Asomaos a las ventanas y dejad que la hermosura consuma vuestros oídos, que los cánticos populares planeen por las estancias, que se confundan con los aromas de los dulces recién hechos, que flirteen con el aire para construir las cadenas que nos hagan reos de la nostalgia. Dejad que se aposenten en los lugares y nos traigan la presencia de quienes faltan. Sabed que nos traen en sus voces los te quiero, los abrazos y los besos que nos daban y que guardamos con celo en el fondo de la arcada, en la más profunda sima del ser.
            Un cántaro y una alpargata van marcando las pautas a los sones campanilleros, el almirez se erige en tenor, en susurro callejero que la despierta la atención mientras una botella de anís se torna sonora arpa y el tiemble de la pandereta en arpegios de dulzura que a la voz sirve de compaña. Todo el grupo se concentra en torno a dos guitarras. Se alza una voz que tuba la templanza y comienzan las alabanzas, que el Niño Dios ha nacido, que los pájaros cantan, que las campanas se ablanda de redoblar y redoblar, de pregonar tanta gracia de La que es pura entre las puras, la bendita sembradora de Esperanza.
            Llegan los campanilleros y nos vuelcan en sus tonadas toda la tradición de la Navidad. Sus canciones caminan por el alero de las emociones y hacen que nos asomemos a la ventana por donde mana la sabiduría popular. Melodías y romanzas que enervan la sinrazón para instaurar la melancolía o exaltar la alegría del nacimiento del Niño Dios.
            Vuelven los campanilleros con el sabor del anís, con el aroma de la alhucema, a inundar nuestras casas con letrillas engalanadas, con el primor de unos versos que vencen la nostalgia. Vienen los campanilleros para ocupar nuestras plazas, para asediar el corazón y llenarlo del anuncio de la llegada. Vienen los campanilleros proclamando la bonanza del nuevo tiempo. Vienen los campanilleros anunciando que retorna la Esperanza.

martes, 20 de diciembre de 2011

UN CABALLITO DE CARTÓN

            Martilleando la cretona de una radio llegaban los sonidos de los prolegómenos de la Navidad, aquellas resonancias que se mezclaban con el aroma del café recién hecho y el susurro de una fuente en el patio que pugnaba con el gélido ambiente de diciembre por no sucumbir a la física y tornar en solidez su cantinela líquida.
            Apenas amanecía y ya reclamaba su cuerpo la actividad al que estaba acostumbrado desde su infancia. No conocía más reposo ni descanso que la noche porque ni los festivos detenía su actividad laboral, pausada eso sí, sin prisas, que las ilusiones que sus manos manejaban necesitaban de un cuidado y una dedicación exquisita. Por eso, antes de iniciar la jornada, recorría el breve trayecto que le separaba de San Gil para saludar a la Doncella de esplendor que cautivaba sus sentidos. Al regreso siempre paraba en Mariano, quien nada más verle traspasar el umbral colocaba sobre la barra una achatada copa de licor y la rellenaba de anís, más allá de las lindes que marcaba la línea roja, esa estría dictatorial que nadie respetaba. Tras el rictus cotidiano, con el espíritu repleto de alegría y la garganta saciada, retornaba al patio donde el suelo de tejas se  transforma en improvisado taller, donde se instalaba la labor desbancando a la ociosa tranquilidad que presentaba cada mañana. Eran los rumores de los juegos de los niños, en el segundo patio, los que podían distraerle, pero con el paso de los años su sentido había aprendido a disolver los ruidos.
            El material era tan numeroso como básico, rudimentos que en sus manos acabarían convirtiéndose en deseo de los jóvenes, en ilusiones de niños, en sueños que aparecerían en los piés de sus camas en la mañana de la epifanía del Señor y serían tal vez la única alegría cumplida, de unos sueños que se fijaron en azul sobre el albeo reluciente de una cuartilla.
En un viejo barreño de cinc, que comenzaba a oxidarse por sus extremos porque la acción química de los elementos que solía contener lo atacaban desaforadamente, vertía el engrudo, que él mismo preparaba en la tarde anterior, a base de harina y agua. Mil veces removía con la pala aquella masa hasta que la pasta resultante mostraba la densidad apropiada, haciendo desaparecer los grumos que podrían desvirtuar el producto final. Sobre los moldes iba colocando los pliegues de papel que previamente había impregnado de agua y sobre los que aplicaba una densa capa de la cola artesanal, para que fueran adquiriendo la figura pretendida. Extendía suavemente cada estrato de la piel e iban apareciendo el torso, la cabeza y las patas del caballito y entonces tomaba conciencia de su poder. Elucubraba sobre los aspectos de la creación, de cómo sus manos iban configurando aquel símil de animal y hasta creía dotarlo de vigor y fuerza, de vida propia que provenía de la suya, de su carisma artístico. Y entonces, llegado al punto en el que la memoria se fijaba en su corazón y lo estrujaba hasta convertirlo en una masa nostálgico dolor, no podía disimular su tristeza por haber sido forzado a tomar aquel camino que le apartaba de su vocación, de su sentimiento artístico; pero había razones más que suficientes, siete razones que comían, vestían y debían vivir con la dignidad que él debía proporcionarles, para haber tenido que adoptar aquella decisión: dejar atrás todos sus conocimientos sobre las bella artes.
En aquellos días, que ahora se plasman en grises sobre el telón donde se proyecta esta película que procede de mi propia sangre, que aventó en mí aquella ilusión transmitida desde sus manos, aquellas mismas que creaban mundos de fantasías en los niños de la escasez y las penurias, aquellas mismas que me guiaban, años después, hasta la basílica donde reposa la Doncella que sostiene nuestras vidas, fue recreando la infancia que perdió en esos caballitos de cartón que sirvieron para sostener y mantener en alerta la magia que todo niño debe poseer.
Yo cabalgué sobre uno de ellos y supe que los sueños eran posibles sobre sus lomos.

domingo, 18 de diciembre de 2011

LA VIRGEN VOLVIÓ A APARECERSE CERCA DE LA RESOLANA

Se doró la Basílica con el aura resplandeciente de unos ojos, con el silencio atronador que sucede tras el paso de la gran tormenta de la emoción que se nos presenta en la víspera de la espera, de ansiado encuentro. Se doró la nave principal con el argénteo rodamiento de una lágrima que acudía, con prisas y devastadora insistencia, a sofocar el tumulto que auspiciaba la contemplación absorta. Se doró el templo con la purpúrea efervescencia de los corales rezos que aparecían entre la semipenumbra y que dotaba del debido recogimiento al gentío devocional que se presentaba como un solo ser, como una unitaria entelequia que alzaba sus alabanzas al Santísimo y que daba gracias a Dios por permitirle vivir aquel momento, por estar presente en este pleno de conversión y arrepentimiento.
            Era la luz emergente de su sonrisa sacudiendo toda la sensibilidad aglutinada en su entorno. Era la luz del misterio de la Encarnación resolviendo cualquier duda sobre la divinidad presentada, sobre cualquier otra oscilación fervorosa sobre la Verdad engendrada en su vientre celestial, el problema de la expectación resuelto con la mera contemplación del rostro vivo que se presentaba exultante. Era la luz omnipotente de sus ojos descubriendo la claridad del amor de los amores, entronizando en el alma el albor que es simiente de la nueva vida. Era la luz de sus labios aclamando y pregonando las bienaventuranzas para despojar cualquier resto de rencor, pues las maldades quedan súbitamente diluidas apenas se pisa el soporte del trascoro y se visualiza en la lontananza la luminiscencia de su figura, despojando a las sombras de su poder, aniquilando las oscuridades, que pretendían hacerse fuertes y ahora se baten en retirada por la humillante derrota, huyen despavoridas y desoladas por la mera presencia de la Escogida.
            Era el hálito de su respiración abatiendo la asfixia del pecado sobre el corazón, restituyendo el aire puro que nos devuelve la confianza en la vida y la implanta en el alma. Era el soplo fresco que exhalaban sus labios el que venía insuflar las velas que motorizan y desplazan los comportamientos humanos, los vínculos terrenales que provocan la consumación del ascenso a los cielos. Era la avienta del batir de sus manos, cuando los labios se acercan para depositar el beso que busca su auxilio, la que ahuyenta del espanto del lobo de la congoja que llega para hacer presa en el dolor de las ausencias.
            Era el clamor de los ojos intentando recordar una mañana, rehabilitar en la memoria la luz del alba, esa que baña los cielos, la que ilumina espadañas, la que convierte los fríos en candores, la que remueve nostalgias y hace soñar con reencuentros, la que hace temblar al rocío porque su fin adivina. Era una ensoñación que velaba la realidad con un tul sedado de dicha.
            Todo se compendiaba en la luz que irradiaba su mirada, en el dorado rescate de los sueños de quienes La contemplaban, en los suspiros plantados que su pecherín rezumaba cada vez que un soplo de vida sus labios exhalaban; también llegaba la Gracia en el fulgor de sus ojos que espejaban las plegarias y las devolvía hechas rosarios de virtudes y verdades que enclaustraban la gran Verdad de la vida que en sus manos se mostraban. Cesaron de pronto los rezos, volvió el denso silencio a acomodarse en el templo. En frontispicio al amor, dictó la lección del alma. Fue un segundo, una eternidad, la eventualidad de una sonrisa quedó vagando en la estancia. Sucedió en la Basílica, templo que es el fortín donde reside la Gracia de Dios. Y nadie nos lo contó, no son aseveraciones falsas, la Virgen volvió a aparecerse muy cerca de la Resolana, y fuimos testigos del hecho, de como la Bienaventurada, la Escogida por el Padre para que al Hijo cuidara, recogía nuestras almas, las refugiaba en su pecho y nos las devolvía implantadas en los nuestros llenas de amor y ESPERANZA.

viernes, 16 de diciembre de 2011

EL NIÑO QUE MIRABA ESCAPARATES

            Salíamos con la ilusión exultando nuestros rostros, abrigados como si fuéramos, émulos diminutos Amundsen, como si fuéramos a conquistar el mismo Polo Norte, con la bufanda protegiéndonos la garganta, perfectamente pertrechados hasta la nariz, tapándonos la boca. Las prendas nos procuraban cierto confort, intentando preservarnos de la posibilidad de un coger un resfriado o peor  aún, uno de esos catarros que nos retiraban de la calle durante unos días.
            Apenas se traspasaban los primeros días de diciembre, y el calendario menguaba su densidad, comenzábamos a recorrer los escaparates del centro. Eran expediciones a la ilusión, a la conquista de la magia que ofrecía tras los gruesos cristales que nos separaban de la fantasía, de aquellos juguetes que siempre pedíamos en la carta a los Reyes Magos y que nunca veíamos correspondido, al menos en su totalidad. Allí estaban, dispuestos magistralmente, ofreciéndosenos en una visión que sabíamos real pero totalmente inaccesibles, tan cerca y tan lejos. Existían pero había marcadas unas fronteras que no nos estaban permitidas traspasar. Cómo era posible que los Reyes Magos obviaran siempre nuestra petición de aquella brillante bicicleta que se nos mostraba, culminando la gran montaña de juegos, como la excelencia de nuestros anhelos. Además ¿por qué siempre a los mismos? ¿Qué criterio manejaban para conceder los deseos?¿Era acaso mejor, el hijo del secretario del ayuntamiento, que nosotros? ¿En qué habíamos fallado, qué habíamos hecho mal?
            Aquéllas disquisiciones de infantil e inocente filosofía, que se nos planteaban porque todavía no teníamos conciencia de las dificultades vitales que se ciernen con la edad adulta, eran inmediatamente engullidas por una ilusión nueva que venía a deshacer cualquier situación de incomodidad, a construir nuevos paraísos, donde disfrutábamos y compartíamos los juegos con aquellos artefactos casi mágicos que se nos mostraban. La imaginación, que lo podía todo, los hacía nuestros y salíamos de aquellas jugueterías simulando la utilización del rifle, o los compulsivos movimientos que intentaban simular el barrido de una ametralladora y ya  nos veíamos sometiendo a las pandillas rivales del barrio con nuestras armas fingidas. La febrilidad de la imaginación llegaba a su culmen, mientras caminábamos ya ignorando el frío, haciendo oídos sordos a las recomendaciones de los anuncios navideños que colocaban en la puerta de los establecimientos cómo reclamos a la suntuosidad que nos era disimulada, cuando advertíamos del reparto de las fichas y menesteres de los cincuenta juegos que se reunían en una caja Geyper y que añorábamos como el mejor y más preciado de los obsequios, pues nos posibilitaba en crupier o dosificador de normas en los más variopintos de los juegos que se retenían en los diferentes departamentos del maletín.
            Divagábamos por las calles intentado sortear la escasez,  aspirando al milagro. Pero nunca perdíamos la sonrisa,  ni dejábamos someternos al desaliento. Descubríamos la ilusión en el alumbrado multicolor, nos sorprendíamos viendo como ascendí la densa columna de humo del puesto de castaña y nunca nos sentimos limitados porque nos aspirábamos más que a la obtención de la felicidad.
            Recorrer las calles viendo los escaparates, sentir el frío del cristal humidificando la nariz, virar una esquina y sorprendernos con el canto de un villancico por un coro que se deleitaba en su actuación porque esperaban más reconocimiento que la sonrisa complaciente de sus eventuales espectadores, bastaba para entronizar la dicha.
            Intento recuperar ese itinerario que la memoria me dicta, ese camino sentimental al que estoy unido y que me hace sentir extraño cuando vuelvo sobre los pies de aquellas vivencias que revocan mi edad y me convierten en el niño que disfrutaba y gozaba observando los escaparates de la mano de mi madre.

jueves, 15 de diciembre de 2011

ANCLA DE SALVACIÓN

            ¿Es posible la consecución de la felicidad reteniendo una imagen en la mirada? ¿Está al alcance de la mano la dicha tan solo con el ejercicio de sujeción?¿Es tangible la alegría, se puede palpar el júbilo? ¿Hay sendas capaces de conducir a la gloria? ¿Hay cielo donde se recojan y concreten, de manera simultánea, todas estas interrogaciones? Ayer las solerías marmóreas de la Basílica de la Macarena se tornaron en campos de sueños para los que tuvimos la gran suerte de estar presentes en el descendimiento ascético, celestial, de la Madre de Dios. Al contrario de lo que sucede en la madrugada, cuando Su presencia es clamor que se enfunda en los silencios de expectación, cuando se traslada desde el cielo de su camarín hasta el campo amoroso que preparan sus priostes, son ahora los sonidos poderosos del latido de los corazones, los que van recitando secretos al oído de la Madre, es el lamento contenido en el alma el que eclosiona para solicitar una gracia, o el canto coral de los rezos en los que subyace el requerimiento para poder legar las emociones en la sangre de la sangre que se aferra de la mano y que es, por primera vez testigo, del portento sobrenatural del que va a ser testigo.
Hay sentimientos sinceros marcando un camino, un tránsito pausado que es incapaz de acelerar en el trayecto que tienen ya asignados, desde el principio de los tiempos, aun cuando incluso viven en la más absoluta ignorancia de sus providenciales designios, porque quienes tienen el honor de ser elegidos para ser pies y manos sobre los que se sustenta esta poderosa y gran columna que es la Esperanza, se enconan por detener el discurso del tiempo y la eternidad se vuelve efímera porque se ha perdido todo sentido de la temporalidad en la sensación, esplendorosa, única e indeleble, del encuentro con la felicidad. Y es entonces cuando se funden las vivencias y se recupera la memoria que se cree perdida, ausente y diseminada en los bosques del olvido, en la frondosidad que va creciendo en los jardines del recuerdo cuando se cae en el descuido y en la indiferencia por retenerlos. Y no hay miedo en caer prendido en las redes que se han tejido para atraparnos en la misericordia que se adviene, de improviso, sin aviso alguno, con la contundencia de un aluvión inesperado, con el roce de sus cintura, ni pavura por quedar cautivo en las galeras que son sus ojos, porque hemos sido vencidos por la alegría, azotados por la dicha y el júbilo que produce su proximidad. No somos conscientes del gran movimiento espasmódico que convulsiona el alma hasta que La dejamos, con la sutiliza y el tacto con el que se deposita a un reciñen nacido, sobre el espacio que va a santificar con su asentamiento, el lugar donde se erigirá la catedral para el amor de los amores. Una superficie que va a delimitar fronteras de emociones, donde no se podrá distinguir, ni separar por más que la razón lo intente, de donde procede el halo de la respiración, ni las palabras que resultarán balsámicas para mitigar el dolor, ni si la lágrima que rueda por la mejilla procede del rocío bienhechor que nace en las cuencas de sus manos y que ha quedado prendida en ella al depositar el ósculo. Y será entonces cuando la confusión ascenderá por las venas y una conjugación de verdades y concreciones celestiales poseerán las fuentes del raciocinio y una irrigación de venturosa exultación recorrerá todo el ser.
En la seguridad de haber sido testigos de la gran obra de Dios, de los prodigios que fueron enviados desde el cielo para la concreción del paraíso, buscamos explicaciones que nos hagan y permitan asentarnos en la condición humana, en figurarnos que la paz y la felicidad fueron portadas por nuestras manos, que sostuvimos durante unos siglos, aunque el tiempo nos engañara y tratara confundirnos con la escasez de unos segundos, toda la grandeza que retiene el entrecejo de la Virgen de la Esperanza.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

VÍSPERA DE LA ESPERANZA

            Ya empieza a hormiguearme el alma. Es una trémula alegría que va expandiéndose, como una pandemia de gozo, por las entrañas del corazón, a recorrer los vericuetos sentimentales que merodean y colman todas las arterias por donde circulan las más arraigadas emociones. Es difícil llegar a concretar en palabras el torrente de excitaciones que viene arrastrando esta inundación de amor, este clamor que nos hace esclavos de la luz de sus ojos, esa tiranía que llega soslayada en su inminente acercamiento.
Viene esta luz parduzca, de las medianías de diciembre, preñada de recuerdos y sensaciones y que sólo se sienten cuando se vocifera, desde los alminares y torres de la muralla, la certificación gloriosa de la aparición de la Virgen.
            Es el relato de una brisa absorta que ha rozado los aleros del templo y que promueve la alteración de los ritmos cotidianos, que los destroza cuando pronuncia su nombre, que sorteando las aristas de las esquinas, doblegando las inquietudes amorosa que comenzaban a intranquilizarse porque el tiempo era la cuerda que desde el arco se tensa para lanzarse contra el dolor y el desaliento. Es el cántico de las salmodias que vienen arañando las madrugadas para formular la mayor y mejor protestación amorosa de gente que acude, a riadas, hasta la casa donde se ofrece la mano que acopia la gran verdad, que retiene el candor y el perdón y que basta la ofrenda de un roce de los labios para sanear el alma.
            Es la efervescencia de los sentidos la que emergerá de lo más profundo de nuestro espíritu para sorprendernos, ensobradas en los silencios y las penumbras que favorecen el recogimiento, el acercamiento místico de la certera presencia de la Virgen entre nosotros. Es la contradicción de la pena lo que se aparecerá para empequeñecer los males que quieren cercarnos, que intentan vencer la debilidad humana sin saber que se enfrentan a La que reina en la claridad, La que establece los parámetros de la bondad, La que insufla la más hermosa vitalidad, ésa que con sólo pronunciarla despeja los caminos y fortalece los corazones.
            Llegaremos rendidos, extenuados, cansados, vencidos. Los caminos de la vida son sendas de dolor que se contraen apenas en el horizonte comienza a vislumbrarse la silueta de la espadaña que eleva desde la memoria, que recupera la sensación de victoria ante la cercanía. Recorreremos los espacios para vencer la temeridad que provoca el deseo de renacer, de ensalzar las magnificencias de un sueño, de postrarnos humildes ante la grandeza expuesta, ante el nuevo magníficat que se proclama desde la leve abertura de los labios que primero besaron la frente del Niño que nació para vencer a la muerte, para redimir a los hombres. Palabras de amor que sólo se pueden oír cuando se depositan en los baldes de la emoción, cuando sedimentan y reposan en la serenidad que se cobija en el alma.
            Ya ha comenzado la revolución de la nueva vida, ya  se están alterando la firmeza, ya se está disolviendo el aplomo que no empeñamos en mantener ignorando que las fuerzas, a las que nos enfrentamos, no son de este mundo, que esta milicia unipersonal que se asoma al perfil de su semblante, rostro sin mácula que condensa toda nuestra admiración, es capaz de hacer sucumbir a los ejércitos de la voluntad. Todo se rinde ante Ella, todo sucumbe ante su esplendor -¿quién puede mantenerle la mirada sin derrumbarse, sin caer estrepitosamente?-, todo se transforma cuando osamos enfrentarnos a su mandato, a la revelación de su gran mensaje, el que derrota al tiempo, el que esclaviza los siglos y los condena al amor.
            Ya va revolviéndose en mí el ansia, ya sólo me queda esperar que se aposente y remanse el espíritu cuando aparezca su gloriosa, inmaculada y portentosa efigie para certificarnos la existencia de Dios, la concreción de la Verdad que guardó en sus regias entrañas. Porque falta muy poco, apenas la balada de un suspiro atravesando la densidad del orante silencio, para que la Virgen dé presencial testimonio de la implantación de la Esperanza en el corazón de los hombres.

martes, 13 de diciembre de 2011

LA PRESENCIA

            Hoy he repuesto algunas de las hojas del almanaque que prende en mi corazón y restituido en mi memoria aquellos días, que se plasman en secuencias grises en mi mente, como de una vieja película muda, cuando los primeros fríos se aposentaban en los aleros y hacían brillar, con las primeras luces del día, el suelo de las azoteas. Eran los días del gran presagio, de la gran festividad que habría de llegar. Eran días de manos metidas en los bolsillos, camino de la escuela, descubriendo escarchas en las aspidistras que brotaban entre las rejas que custodiaban un patio de arcada marmórea y suelos de loza y ladrillos, mañanas en el aula donde los cuerpos reposaban y nos recibía el calor de una estufa por donde pasábamos todos antes de tomar asiento en los pupitres.
            Vienen a mí los cielos azules preñados de algodones mostrándose por las retículas vidriosas, que a modo de grandes ventanales, nos advertían del retorno y la proximidad de la Navidad. No había límites en la imaginación, ni poníamos fronteras a la fantasía, y aparecían proyectadas en el suelo las figuras de un belén de barro que comenzaba a tomar cuerpo en la plaza donde ya se estaban retranqueando los juegos del recreo. No puedo retraerme, ni quiero aislar mis emociones, del recuerdo de aquel menudo hombre disponiendo los paisajes de cartón piedra, bajo aquel soberado que debía ofrecer protección ante los rigores de las inclemencias atmosféricas. ¡Con que tacto y sutileza formaba pliegues y disponía la arena! Minutos después aparecía, como por encanto, un campo de labriegos, perfectamente surcado y una pareja de bueyes tiraban de un arado mientras el labrador jaleaba a la dócil pareja de mansos astados. Si acaso nos sorprendía observándole en sus labores, torcíamos la mirada, en un gesto de rubor y vergüenza, y manteníamos la cabeza baja escrutando las sentencias infantiles que otros dejaron inscritas en las bancas, como muestra irrefutable de la efímera y eventual posesión de aquel espacio.
            Nunca supe cómo se llamaba, ni le veíamos más, por aquellas calendas, que cuando mediaba diciembre, con sus minúsculos atavíos y su menesterosa predisposición para regalarnos, con la recreación de la villa palestina, unos momentos de admirada fantasía. Aparecía de improviso, una mañana batiéndose con el frío, ahuyentado las humedades que ascendían desde el río con vigorosos movimientos de manos y pequeños y frenéticos saltos, para recrear la aldea donde se presentó la Verdad en el cuerpo de un Niño, y desaparecía pocos días después, envuelto en halo de misterio que provocaba, en nuestras febriles e inocentes mentes, las más aparatosas conjuras sobre su procedencia, sobre su origen. Nunca intercambiamos más que miradas; las mías de curiosidad, de búsqueda de una concreción de la magia que era capaz de revocar la realidad y transformarla en proyección idealizada sobre la tupida pantalla de nuestra imaginación.
            Si, amigo, tu presencia reforzaba nuestra alegría y vigorizaba nuestros anhelos por la proximidad de las vacaciones. Eras el barómetro sentimental que nos indicaba los instantes que nos quedaban para reencontrarnos con la vida, con la recuperación de una existencia todavía no manipulada por las exigencias que impone el acercamiento a la vida adulta, con sus responsabilidades y deberes. No eres el recuerdo del tiempo feliz sino la recuperación inequívoca de la niñez que quedo estampada en los cristales por donde se asomaba mi ilusión. Intento reivindicar tu sonrisa, cuando advertías mi mirada escrutando tu labor, tu inmenso y gratificante trabajo, instaurando los pasajes que recreaban la felicidad de los hombres,  con el advenimiento de la Verdad y la Vida, para alimentar mi añoranza y vencer los momentos que se fueron quedando conforme avanzaban los años.
            Hoy, vencido por el recuerdo y la nostalgia, rehabilito tu presencia, aquélla que vitalizaba la niñez en las vísperas de la llegada del Niño Dios.

lunes, 12 de diciembre de 2011

MONUMENTO A JUAN PABLO II

            Desde que un grupo de sevillanos se propuso iniciar las consiguientes y pertinentes tareas para promover la realización de un monumento dedicado a Juan Pablo II, el Santo Padre y hoy ya elevado a la dignidad de la beatitud por la Iglesia, que visitara esta ciudad en varias ocasiones, han pasado ya varios años.
            La iniciativa enseguida se vió auspiciada por la una calurosa acogida por parte de la ciudadanía. Se invitó a todas las instituciones a participar de esta propuesta que vendría a ser justicia a un hombre que enseguida, apenas fue proclamado como sucesor de Pedro, supo ganarse las simpatías de todo el orbe católico.
            Recuerdo aquella mañana de noviembre, del año ochenta y dos, con el campo de la feria repleto de fieles, de devotos y seguidores de Sor Ángela de la Cruz, y a aquel hombre emocionado por las ingentes y repetidas muestras de cariño de los sevillanos. Fue una jornada inolvidable porque hasta entonces la figura del Papa era casi inaccesible y Juan Pablo II consiguió humanizarla, aproximando siempre la mano para que pudiera ser besada, mezclándose con el gentío para elevar el cuerpo de un bebé y bendecir a una niña con parálisis cerebral que había sido apostada en primera línea.
            Era obrar con justicia levantar un túmulo a la memoria de este santo hombre, en esta ciudad que tanta mella hizo en su corazón y tan gratos recuerdos dejara en el alma de los sevillanos. Era de justicia reconocer la perseverante e incesante labor en pos de la defensa de la vida que Juan Pablo II realizó durante el tiempo de su mandato evangélico. Era de Justicia enaltecer la figura de este polaco que siempre contra la coacción y contra quienes se manifestaban contra la libertad de los hombres. Era de justicia reconocer su entereza y dignidad frente a la muerte, aún cuando a él mismo le acechó. Era de justicia reconocer, incluso para los no creyentes, su valentía y firme posición en favor siempre de los más necesitados, proclamando la verdad ante los firme y sanguinarios dictadores, reclamándole la restitución de los derechos humanos.
            Pues tuvo que ser una iniciativa privada la que pusiera de manifiesto el necesario recuerdo de este personaje histórico, los que reclamaran un lugar donde ubicar una efigie con la figura del beato. Institucionalmente nadie se señaló en este proyecto, una idea que no quiso ser abanderada ni por la propia Iglesia diocesana, que permaneció al margen esperando como se desarrollaban los acontecimientos. Fue un grupo de ciudadanos quienes activaron las conciencias, quienes empezaron un cuestación popular para ejecutar este hermosísimo proyecto y consiguieron los fondos necesarios para su realización. Nadie del anterior ayuntamiento se pronunció en favor de él y sólo cuando vieron la respuesta de los ciudadanos que representaban decidieron tomar parte en la convocatoria elevando una propuesta sobre la situación del espacio en dónde podría ubicarse la estatua, ofreciendo posibilidades tan inútiles como inviables.
            Tras algunos años de desidia y ninguneo político, de intentar bloquear el proyecto, por fin el nuevo consistorio ha tenido a bien, con el beneplácito y aquiescencia de la máxima autoridad eclesiástica de la diócesis, colocar el magnífico monumento en la plaza Virgen de los Reyes, frente al palacio Arzobispal. Quizás no sea el lugar más adecuado, hay otros donde la figura quedaría mejor emplazada, donde resaltaría con mayor esplendor, pero al menos ya tenemos un lugar donde poder rememorar la vida y el ejemplo de este prócer de la humanidad, de este hombre que decidió enfrentarse al mundo con la espada de la bondad y la misericordia, que se puso a porta gayola en la puerta de los chiqueros de la humanidad sin miedo a recibir las cornadas que el género humano lanza, a diestra y siniestra, con su falsedad, su maldad y su falta de caridad para con sus semejantes. Era de justicia este reconocimiento por su defensa de la dogmas marianos y pro promulgar la Esperanza como vínculo con Ella.

sábado, 10 de diciembre de 2011

CUANDO GARCÍA BARBEITO NOS DEVOLVIÓ A LA NIÑEZ

            Se anunciaba en los límites del templo, en esa periferia donde se advierten los hitos y las grandezas que rezuma el más bello rostro del orbe católico, el primer signo inequívoco de la Navidad, una aproximación de la gran dicha anunciándose en los rostros y en las miradas. Siempre hay vida en torno a Ella, siempre hay alegría esperando en esta ante sala del cielo, basta traspasar el umbral para asegurarse un momento de encantamiento, de embeleso floreciente en el semblante.
            Caen los primeros fríos sobre la ciudad, en una cascada que se despeña por los ángulos del arco hasta converger con la tierra hortelana que se esconde en la historia que discurre ocultada por el asfalto, y se empapan las almenas de la muralla con el rocío húmedo que provoca la huida de los duendes. Hay resplandores que exaltan los valores y esplendores que descubren sus esencias. Se arremolinan en el atrio los mentores del acontecimiento que se viene a recordar y patrocinar. Pronto el templo se verá ausente de vacíos; pronto los espacios se convertirán en inusitada expectación. Hay un acomodo de sensaciones conocidas, un ansia por recuperar emociones que van ondulando el aire y un proceso de mágica transformación adueñándose de la memoria.
            No hay inciensos ni otras resinas aromáticas bandeando las capillas; es la recuperación del tiempo lo que motiva la sensación, lo que nos hace percibir el aroma a alhucema, a ajonjolí, a fritura de masa que se convierte en manjar con el azúcar y la miel; es la trashumancia de los estaciones invitándonos a rescatar la edad de la inocencia, ésa que no nos coartaba en la libertad y nos rendía a la magia y al sortilegio de la verdad.
            Se ha densificado el silencio. Es la voz arrullando los sentidos, transmitiendo las emociones que vienen revolviñendose en la blancura de un papel que pigmentado con signos para la transmisión de la emoción, de los recuerdos, de la leyenda que nos enfrenta a nuestros propios valores, que nos alerta de nuestras limitaciones humanas. Es la cadencia melosa de una voz subyugando la voluntad, acercándonos al candor de una verdad inalterable por más que la condición humana se obstine en destronar.
            Es el genio materializado lo que se nos muestra, la capacidad de trasladarnos a un tiempo que creíamos perdido, mundo profundamente dormido, a la infancia que se recupera al son nigromántico de una exclamación, de un susurro convertido en poesía, de una súplica que se derrite en la línea melancólica donde guarda el equilibrio la lágrima, del suspense hasta descubrir que todo es posible desde el amor y la Esperanza y descubrimos que estamos atrapados, encarcelados en las veleidades de esta vida.
            Vino el sueño, melosamente ceñido al son de la palabra y la voz de Antonio García Barbeito, a depositarse en el alma. Vino como un arrullo de aguas cristalinas, que discurren por un cauce de papel de plata, a humedecernos la calma, a destemplar los cueros que se fruñen en nuestro más profundo ser, a deshacer los fueros que cimentan la nostalgia para convertirlos en hechos y sustancias. Llegó con la gracia derramándose por los entresijos del espíritu, de la bondad, de la creencia que convulsiona las conciencias, que acerca las conveniencias y arraiga las enseñanzas que nos fueron conferidas desde las cimas cielo.
            ¿Fue un cuento o ensoñación? ¿Fue un relato o vivimos nuestra infancia? ¿Dónde surgió aquel recuerdo, dónde floreció la esencia de las verdades contadas? ¿Quién iluminó la senda, lamparillas hechas palabras, que nos fueron conduciendo hasta el mismísimo portal, hasta una vida preñada con la ilusión de unos niños que necesitaban de la fantasía para hacer suya la magia y convertir las ausencias en imágenes tan claras? ¿Fue la voz? ¿Fue la emoción que fluía a través de su garganta? Fue un ensalmo de primor, la salmodia de un bello canto, la concreción del amor manifestando sus gozos por la presencia de un Niño que quiso nacer para ser el Salvador del género humano. Nos lo contó Antonio García Barbeito y nos devolvió la grandeza y el candor de la niñez.