Hace
veintiún siglos que Jesús camina por el sendero de la bondad y la beneficencia.
Sin importarle la raza, ni la condición, ni la excelencia o la mediocridad. Dos
mil años recorriendo la conciencia de los hombres, abonando el corazón con la alegría
de la redención.
Niños
carráncanos que anuncian, con la destemplanza de una campana, que se acerca. El
sol dorando las insignias que nos muestran la complacencia del hombre a Dios,
el servicio sin límites para propagar su Divinidad. Dios está aquí, presente
para cumplir con la Palabra, para surtir del amor a los que necesitan y se ven
impedidos por la enfermedad. Dios entre nosotros para recordarnos que hay
esperanza, que es posible una vida llena plena de alegría, sin la destemplanza
de la ambigüedad en las razones para afecto al semejante, para el servicio al
necesitado.
La
grandeza de la comitiva, pequeña pero excelsa, desplazándose por los lugares
por donde no pasa ninguna cofradía, por donde Su presencia es más necesaria.
Feligreses asomados a los balcones y desplegando sonrisas como mejor balduque.
Ojos atónitos que expresan la satisfacción por la visita del Todopoderoso, que
precinta el alma con su bondad y anega los corazones de esperanza. Una riada de
ilusiones que posibilitan y certifican que la salvación tiene Cuerpo y Forma.
Es
la música severa y enfatizada por la suntuosidad de los armonios cuando se
eleva y proclama la presencia sustancial de Dios traspasa los límites del
tabernáculo, de himnos solemnes que proclaman la magnificencia de la
Eucaristía, la que envuelve la claridad de estos días, la que sugiere la
sonrisa de niños nimbados por la constatación de haber recibido por vez primera
a Cristo, por sentir la explosión vital de revivir la primera comunión, por
tener la primera constancia de que lo bueno es el camino para conducta ideal,
que la maldad es negritud que esclaviza y detiene el progreso del hombre, que
no hay nada más hermoso, sencillo y sincero que la del beneficio del mensaje de
Cristo.
Dios
está aquí, parece proclamar el voltear jubiloso de las campanas, invocando la sonoridad
musical del himno eucarístico, como si recordáramos las tardes de junio
pantalón corto y helado napolitano, nata y chocolate enturbiando el paladar, mientras
ascendía el aroma a la juncia, al romero desplegado en las calles para mejor y
mayor gloria de Dios Nuestro Señor, que incita el tañer voluptuoso de las
oraciones que se inician en cuanto se asoma y presiente la luz que promulga el
palio, la sobriedad de un silencio recorriendo el universo de un zaguán
mientras se hace realidad el mejor de los sueños.
Ayer se refutó, en la collación de San Gil, toda esta
grandeza que se nos vierte gratuitamente, toda esta benevolencia que se nos
entrega sin que se nos pida nada más que amor y entrega al semejante. Ayer
Jesús, recorrió las calles de la Macarena, de rancia y tradicional, de la que aún
guarda el aroma de la colonia recién vertida, de los zapatos de charol y las
rebequitas para que el rocío de la mañana no caiga sobre hombros desnudos o
coarten las primeros repelucos, ni nos coarten de recibir a Dios en el corazón
que ha salido a nuestro encuentro.