Ayer
vi, con estupefacción y sorpresa siempre, cuando salí a comprar el pan, que fue
lo único que hice, aparte de pasarme el día escribiendo, hasta bien entrada la
madrugada, cómo en la puerta de panadería habían establecido una floristería
eventual y cómo se deshacía la vendedora de los ramos de flores. Cuando salí de
la tahona ya no estaba. Pensé en esos grandes almacenes que inventan melifluas
festividades para incrementar sus índices de beneficios. Siempre hay quién cae
en estas cosas, en estas banalidades que alteran el ritmo natural de los
sentimientos.
Como
comprenderán me estoy alineando con mi querida amiga, no por afectos, que los
tengo, os quiero, sino porque desde hace años desprecio estas inútiles e
innecesarias conmemoraciones. No es la primera vez que me manifiesto con un
declaración semejante; es que alguna vez me llevado el rapapolvo de algún amigo
porque no recordaba -¡horror!- el feliz
día de los enamorados, otro invento mercantil que en su día propiciara la
desaparecida y entrañable Galerías
Preciados. El día de los enamorados concurre a las seis de la mañana, del
siete agosto, cuando me levanto y preparo el desayuno a mi mujer y le doy un
beso; el día de la madre era para mí cualquier día, que ya no volverá para mi
desgracia, cuando visitaba a mi madre, el once de octubre, por citar una
jornada cualquiera, y me abrazaba y sentía el calor de su amor en sus manos y
el brillo de sus ojos, al día siguiente, cuando volvía a verla.
Sobran
días para querer y recordar. Los sentimientos no pueden ser mercancías ni
objetos a los que poner precios desorbitados. No se quiere más por el valor del
regalo. Basta con la intención, con guardar en la memoria de quienes venimos y
a quienes queremos. La utilización de los afectos no puede traer otra
consecuencia que el desaire y la desmotivación. Yo celebro todos los días, el
día de la madre. Cuando me levanto y cuando me acuesto, cuando paso por el
saloncito y veo la foto de mi primer cumpleaños, yo con cara de bobito, y ella
junto a mí, tal vez cantándome aquello de cumpleaños feliz, encendiendo la
tarta que ella misma habría confeccionado. Esta celebración casi litúrgica y
diaria, la obvié ayer. Pero hoy vuelvo a retomarla.
De
la madre que me acordé ayer, y durante los diez días anteriores también, fue la
del puñetero ordenador que se estropeó, dejándome con la incertidumbre de la
recuperación de datos, pues había algunos trabajos importantes, especialmente
de la obra que estoy desarrollando, no asustaos queridas y bondadosas editoras.
Gracias a Dios que han podido salvar la mayoría de los archivos que contenía el
maltrecho y maldito disco duro. La madre que lo parió. Qué susto me ha dado.
Sin
remordimiento lo he puesto en espera para abandonarlo en un centro de
reciclaje. Sin piedad. Éste ya no me la juega más. Por eso me acordé de su
madre ayer y a ella dediqué algunos elogios,
que tal vez no entienda porque es coreana o china. Lo siento señora, son
impulsos que nos hacen lanzar exabruptos, en los momentos de desesperación. Ahora
solo queda intentar recuperar del disco duro de mi memoria algunos trozos y
trazos de cuanto estoy escribiendo. Un esfuerzo más que me impongo.
El
día de la madre, para mí, es aquél en el que me dio el ser, el mismo que me
llevó de la mano a miguilla del pueblo, y se fue rota de dolor porque me quedé
llorando, o aquel otro que planchó mi primera túnica, en propiedad, de mi
hermandad, o aquella mañana de viernes santo, mi primera estación de penitencia
como costalero, que apostada en la calle Parras, junto a la que hoy es mi
mujer, cuando pasaba el Señor de la Sentencia, qué de años de aquello mamá, lanzó
el santo y seña del mejor amor, y gritó mi nombre y yo lo reconocí y me sentí
orgulloso, aunque Miguel Loreto no parara el paso hasta pasada la Bolera.
Durante los próximos trescientos sesenta y cuatro días celebraré el día de la
madre.
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