Treinta
años sin cruzar miradas. Muchas décadas reteniendo recuerdos, situaciones que
permanecían aletargadas en el fondo de un baúl destronado de sus usos,
trastabillado en un rincón donde dormía y consumía sus glorias pasadas. Treinta
años que pasan como los suspiros y que van destilando las emociones, los
sucesos y hasta los besos que no se llegaron a dar. Treinta años visitando la
nostalgia, rescatando una imagen que se iba emborronando conforme pasaban los
días y que ahora recuperaba su esplendor, la fisonomía alterada que recobrara
los rasgos, devolviendo a la vida lo que se consumía en el gris, la destrucción
del olvido oyendo la canción que loaba y glorifica la pureza del amor, la
sinceridad de los abrazos, la ingenuidad de un roce y la timidez venciéndolos
si el azar conseguía que las manos se tocaran.
No
existe el lugar donde se implanta la simiente del olvido, ni crecen en sus
campos árboles que acierten a separarnos de los recuerdos. Estos bosques
encantados nos siguen produciendo melancolías, nos retraen a los momentos más
hermosos porque nos fueron signando en el romanticismo, sacando lascas del
corazón cuando nos negaban una mirada o nos envolvían en seda el alma si acaso
se nos acercaban, o nos manteníamos en ascuas porque un centímetro nos parecía
la distancia inalcanzable. Es mentira que los sueños se evaporen con el
transcurso del tiempo. Uno siempre es recuerdo en los ojos de otros, siempre es
presencia en el pensamiento de aquellos que nos quisieron alguna vez y que
lucharon por mantener la certidumbre de la juventud, que lograron rescatar el
pasado con los versos y los sones de un músico apasionado, que nos enamoraba
porque tal vez, él mismo, estuviera perdido en el laberinto del deseo,
arrebatado por la pasión que compartíamos, aun sin tener conciencia de ello, aunque
nos ignoráramos en las distancias.
Treinta
años que consiguieron larvar los sentidos, sumirlos en profundo letargo, un
estrato donde hibernaron los sentimientos hasta que la primavera y el cruce de
unas palabras provocaron que la nigromancia viniera a solventar la pesadez del
sueño. ¿No imaginamos un mundo mejor, teniendo como sustento y base al amor? No
infringíamos las normas porque las establecíamos nosotros, porque escribíamos
en el aire los romances y las coplas para que no nos las pudieran sustraer,
para que viajaran de los labios a los oídos y se hicieran ramos y pétalos que
se esparcían por los sentidos. Loa al sentido romántico del amor. Otros
tiempos, otros modos, otras situaciones. La disolución del universo pende de
una revisión de la memoria, de las vueltas y retornos en este laberinto que nos
hizo retornar a la fugacidad del aprecio, porque escogimos acompañantes para
buscar las salidas a los trasiegos del amor y del dolor, que son las emociones
que más unen.
Una
canción en el ipad que los reencuentra. Un mensaje en facebook que les dicen
que aún mantienen en el aire un suspiro, un momento que quedó aletargado en una
esquina -suspendido e inalterado, esperando que alguien lo hiciera suyo- una
tarde de verano sin que fueran capaces de vencer los miedos, de luchar contra
la adversidad, y que sigue allí prendido, esperando a que los ojos lo
reconozcan y eleve la salmodia que haga resplandecer el cuerpo, que haga vibrar
el alma y que se remuevan las ausencias hasta conforma el espíritu de la
emoción y la vida se convierta en conmoción con un abrazo y dos besos.
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