Creo que
pertenezco a este grupúsculo de la generación de románticos en la que me críe –en
vías de extinción, supongo- y en la que creo todavía, en la que descubrí la
pulcritud y la blandura de la inocencia, de esos últimos ilusos que creemos en
la honestidad y la ingenuidad, que cuando alguien acomete una acción jamás
pensamos que pueda llevar dobleces ni esconder malicia. No me arrepiento de
este candor. Muy al contrario me enorgullezco de ello. Siento, en esas
experiencias que mantengo mi propia identidad, que se siguen compartiendo las
cosas grandes de la vida, que las emociones se muestran con mayor rotundidad y
nos enervan los sentidos.
Uno de los
primeros libros que me impresionaron, por la contundencia de su mensaje, por la
intensidad filosófica que transmitía y por la bella crudeza de la narración y
evolución de las circunstancias del personaje principal, fue Emilio o De la Educación, de
Jean-Jacques Rousseau. Conmociona el hilo argumental de esta obra filosófica en
la que su autor, estamos hablando de la medianía del siglo dieciocho, unas
decenas de años antes de la toma de la Bastilla, con la que dio inicio la
revolución francesa, aborda temas
políticos y filosóficos concernientes a la relación del individuo con la
sociedad, particularmente señala cómo el individuo puede conservar su bondad
natural, un don que prevalece en el momento mismo del nacimiento hasta los
primeros síntomas de la razón incrustándose en la vida misma del individuo. Rousseau
sostiene que el hombre es bueno por naturaleza, mientras participa de una sociedad
inevitablemente corrupta, que lo va apartando, invocado por las propias
necesidades de los intereses y conveniencias, casi siempre ajenos a su propia.
En Emilio, el filósofo francés propone, mediante la
descripción del mismo, un sistema educativo que permita al “hombre natural” convivir con esa sociedad corrupta. Rousseau acompaña el tratado de una
historia novelada del joven Emilio y su tutor, para ilustrar cómo se debe
educar al ciudadano ideal, preservarlo de la maldad impuesta por la propia
sociedad y conseguir que el hombre mantenga puro y equilibrado, en la razón y
en el sentimiento.
Aquella obra me enseñó a contemplar, como otras después vinieron
a certificar mis intuiciones, a distinguir y separar las cosas buenas de las
malas, a aceptar que la ingenuidad no debe verse sometida a la superioridad de
la razón, que son cosas que pueden compaginarse sin alterarse ni descomponerse
la una con la otra, y no llegar a relegar a aquella en los supuesto de imbecilidad.
Ser buenos no debe llevar aparejado ningún sometimiento. Pero es cierto que la sociedad
corrompe, que el género humano prefiere encadenarse a la maldad porque reporta
mayores beneficios, principalmente materiales. Por eso no está bien visto ser
bueno, o intentar serlo. Lo principal en estos acontecimientos, cuando alguien
ejecuta una acción, es presuponer su mala intención para poder ejecutar del
mismo modo sus propósitos. Piensa mal y acertarás, es un dicho que cobra todos
los días sus diezmos a esta sociedad que necesita alimentarse y devorar la
buena voluntad, que se robustece con la mala interpretación de quienes intentan
hacer las cosas desprovistas de maldad.
Prefiero seguir
siendo un pequeño romántico, empedernido seguidor de sus valores y manifestarme
siempre, siempre, con la presunción de inocencia de mis semejantes. Seguiré intentando
mantenerme en estos postulados, que me proporcionan felicidad y dicha e incluso
me dejan dormir.
Sin duda alguna
es preferible mantenerse en la caridad y en la naturaleza bondadosa del hombre a
bordear las turbulentas orillas de la sobriedad de la razón. Es bueno ser
bueno.
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