Es
verdad que las condiciones actuales, la evidencia de un claro retroceso en los
valores fundamentales de las personas, se han visto menoscabados por los
avances tecnológicos que nos han situado en la cima pero que han propiciado
otra nuevas tendencias de relaciones vitales y que suelo llamar la comunicación
incomunicada.
Hace
apenas unos años, aunque para muchos de los jóvenes actuales, que han nacido
con un smartphone en la mano y que saben manejar con apenas tres años, el único
medio de comunicación que teníamos, el único vínculos que soportábamos para
poder llegar a tener amigos, era la palabra, la conversación directa y el roce
físico con el descubríamos los sentimientos que fluían en la piel y no en
pantalla táctil. Está muy bien ésto de la tecnología de la comunicación, internet
y sus millones de aplicaciones para poder transmitir información. Es fácil de
utilizar y posibilita el intercambio de pareceres, facilitando el conocimiento
y acercando al que está lejos. Hace unos días podíamos hablar y ver a nuestra
niña que está en Bielorrusia, como si se encontrara en el salón de casa. Pero
es muy conveniente no caer en la banalidad porque nos puede llevar a la
adicción y por consiguiente a la precariedad de no saber vivir sin tener un
aparatito de éstos, de última tecnología, hasta para que nos indique cuando
tenemos que ir a mear. Todo se andará.
Como
decía, hace apenas unos lustros, vivíamos, comíamos y hasta nos divertíamos rozándonos,
sintiendo como fluían los sentimientos, cómo los percibíamos de inmediato. Bastaba
con ver acercarse a tu amigo y descubrir el índice de felicidad o abatimiento
en el brillo de sus ojos. Paseábamos, qué cosa más bonita es pasear junto a una
persona querida, y nos relataba sus desventuras. El hombre de por sí es más
propenso a desvelar sus penalidades. Las alegrías se comparten con mayor
facilidad. Hablábamos y el torrente de la voz llenaba nuestros sentidos y
surgía el consuelo con más palabras, con entonaciones que capacitaban al
desalojo de la tristeza y si éramos capaces de transmitir ése consuelo,
descubrir en la sonrisa de nuestro amigo un hilo de esperanza. Nos abrazábamos
y compartíamos, con el contacto, aquellas manifestaciones sentimentales. Era la
manera de experimentar la satisfacción, de llegar a saber que siempre teníamos
unas manos que nos tocaban, unos labios que nos besaban, una piel que se
erizaba cuando la necesitábamos. Esa proximidad nos confería seguridad en los
afectos, en la cimentación de la amistad. Debe ser por eso que recordamos mejor,
y con más cariño, a los amigos de la infancia, a los de la juventud, aquellas
pandillas que deambulábamos por la ciudad conversando y, sentados alrededor de
unos veladores, disfrutando de la versatilidad de unos brillos en los ojos, de
los que algunos quedamos prendados.
Hoy,
en demasiadas ocasiones, somos acorralados por la soledad, por este mundo de
comunicación incomunicada, que nos separa de las personas a las que creemos
querer, sin saber con certeza, si somos correspondidos, todo los más que
sacamos es el envío de un emoticono con semblantes distintos, según el estado
de ánimo. Sentimos cómo nos rodea la soledad, con más fuerza, cuando nos vemos
destrozados por los problemas, la mayoría de veces económicos, y ni siquiera
sentimos el calor que nos conforte, cómo huyen algunos cuando presienten la
desgracia del amigo y ni siquiera contestan a los teléfonos, a los email, a los
mensajes, a los whatsapp, creyendo que van a mendigar, cuando sólo se busca una
palabra de aliento, un abrazo que nos desarraigue de la tremenda aflicción que
nos consume. Una palabra y mano. Sé de personas que se han visto acosadas por “amigos”
cuando la abundancia y la suerte le rodeaban, cuando podían invitar y hacer
favores, cuando eran capaces y que ahora se ven apartados por aquellos mismos
que los abrazaban. Sé de personas, y esto es aún mucho más triste, que están
inmersas en graves problemas de salud que se ven aisladas porque es un
compromiso grande acompañarlas en estos momentos de dolor. Sólo la tecnología
les procura un sosiego espiritual y la creencia de que cumplen porque envían un
mensaje, “perdona que no te haya podido acompañar
en estos últimos meses pero estoy muy ocupado”. Cosas de los tiempos que
vivimos.
Como
dice Antonio Santiago, que se deja guiar por la Esperanza, para acercárnosla en
las madrugadas del viernes santo, corred
y abrazad y besad a los que queréis, porque mañana puede ser tarde. Un
certero y hermoso consejo que yo expando desde estas humildes líneas y añadiría
que no dejemos solos a los que sufren, porque cuando los llamemos amigos
estaremos mintiendo, estaremos engañándonos nosotros mismos. Usemos la tecnología
para cubrir nuestras necesidades, para que nos acerquen a los que están lejos,
que no nos alejen de los que están cerca, pero que no sirvan para suplantar los
sentimientos y la amistad.
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