
Hace ya algún tiempo que al pasar por la plaza del Campo de los Mártires quedamos asombrados al contemplar cómo una indigente se había instalado, en uno de los accesos cubiertos y protegido a las inclemencias atmosféricas, con todas sus pertenencias personales, incluidos algunos muebles y utensilios. No era la usual ocupación ilegal e mendigos que buscan un lugar donde resguardarse del calor o donde cobijarse del frío en las tardes invernarles. La pobre mujer buscaba, en aquel espacio público, un lugar donde recogerse, hacer de aquel parque moderno que nos trajo la exposición universal, un símil de hogar, un territorio propio donde había marcado incluso sus límites, las fronteras instauradas para su uso, sin importarle que su intimidad se viera vulnerada con cada mirada, con cada comentario, soeces algunos, lastimeros los más, porque debe haber situaciones en las que la vergüenza y los valores primarios se vean superados por la acuciante necesidad. Incluso dispuso unas macetas con luminosas y coloristas flores y había tomado de una farola cercana, una línea de luz que servía como vínculo con la civilización que alardeaba, a escasos metros de ella, de esa sociedad del bienestar que vendieron y pregonaron los políticos y que ahora, curiosamente con esta crisis que nos han traído, han dejado de vociferar en sus foros y en los medios de comunicación que manejaban con la impunidad y la sinvergüenza de refrescarles las prensas y las tintas con sustanciosas subvenciones, para instaurar recortes, reducir los gastos y obligarnos a poner un nuevo agujero en la correa del pantalón, mientras algunos no muestran remilgos en prescribirse las mejores recetas del lujo y tienen que ponerse tirantes porque sus cinturones no dan para contener el esplendor de sus barrigas.
Al poco volvimos a pasar por aquel lugar y pudimos comprobar cómo habían desalojado a la pobre mujer. No quedaba rastro alguno de aquel improvisado hogar que se buscó para engañar a la dignidad, para no verse desposeída de la única prebenda que debía permanecer en su interior: el honor. Las quejas de los vecinos e instituciones que ubican en sus proximidades, con toda la razón del mundo, fueron atendidas
Ignoro sí los organismos sociales de la ciudad dieron una solución a aquella situación, esperpéntica desde luego. La actuación era necesaria para la sociedad y la respuesta la adecuada, insisto, siempre que la mujer durmiera en un lugar adecuado, donde ni fuera vilipendiada su dignidad, donde el frío no la acompañara en su soledad.
Han transcurrido algunos años desde aquel incidente. La dejadez más absoluta se adueño del espacio que pronto se convirtió en un verdadero estercolero, donde campaban a sus anchas las ratas, verdaderas reinas de los escombros, basuras y toda clase de inmundicias que se fueron acumulando sin la menor preocupación de la clase política que gobernó durante estos últimos años, en acondicionar el lugar y recuperarlo para el fin que fuera concebido: el esparcimiento y disfrute de los ciudadanos, amén de velar por la salud de los mismos.
Todo esto ocurría en una de las zonas que más se revalorizaron con la especulación urbanística, la de las inmediaciones de la Buhaira, en pleno centro de la ciudad, y han tenido que pasar más de ocho años para que se atendieran las quejas de los vecinos, que veían cómo se adecentaban, muy cerca de allí, a un tiro de piedra prácticamente, sedes locales de partidos con subvenciones públicas y con irregularidades en los proyectos de reforma que se presentaron para su concreción.
Gracias a Dios, el nuevo gobierno municipal está cumpliendo, hasta el momento, con las promesas electorales y el Campo de los Mártires puede volver a ser disfrutado por sus vecinos.
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