
¡Qué fácil es hacerse fraudulentamente con objetos de valor en este país? ¡Qué poca importancia prestamos al tesoro cultural que nos fue legado! Recuerdo cómo en la primera parte de la década de los setenta acudíamos presurosos a disfrutar de un espacio, que aún cerrado, por la clausura y traslado del colegio del Valle bastaba saltar un pequeño murete, que lindaba a la calle Sol, para hacernos dueños de los jardines que en otro tiempo fue el lugar de esparcimiento y descanso de las niñas del colegio citado. Era el lugar ideal donde escondernos de las miradas y reproches de un vecindario que comenzaba a increparnos en cuanto el balón rompía algún cristal o destrozaba la escasa vegetación de una maceta. Delicada que es la gente. Arropado por un resto de la antigua muralla, inútil protección para la agilidad y destreza de unos niños, nos hacíamos propietarios de sus espacios y una vez era campo de batallas otras, terreno deportivo donde disputábamos encuentros de fútbol o zona para el esparcimiento inútil en horas lectivas robadas al colegio.
Un día la innata curiosidad infantil apareció de improviso cuando alguien advirtió una oquedad, en el muro de la capilla que lindaba con aquellos jardines que habíamos convertidos en nuestro particular lugar de asueto y diversión. Revivo aquellas horas con emoción y con una claridad estremecedora porque hay rostros que se me aparecen y ya no están con nosotros, facciones que creí olvidadas y las presiento frente a mí con nitidez extraordinaria. Hace tanto y parece que fue ayer. La tarde declinaba. Las primeras luces del otoño comenzaban a diluirse con mayor presteza para sus espacios a las sombras. Con temor, aunque intentábamos disimularlo con impulsos de arrojo simulado, nos introducimos en aquella capilla que nos pareció la catedral de Burgos. Unos bancos, acorralados en rincón, proyectaban sus sombras sobre el suelo de mármol vencido por el tiempo. Una pátina oscura, mugrienta, ocultaba la brillantez albea que debió tener en otra época, el bruñido por el cuidado al que debía ser sometido por la orden religiosa femenina que se ocupaba del mantenimiento del colegio. Había un retablo majestuoso presidiendo el altar y una mesa labrada que retenía aún la solemnidad de las celebraciones eucarísticas. Los laterales del templo, soportado por gruesas columnas, albergaban pequeñas capillas con imágenes de santos y tal vez, unos lienzos con motivos religiosos. Nos pareció un lugar lóbrego pero con una atracción sobrenatural sobre nuestra curiosidad que nos invitaba a indagar, a descubrir los secretos que retenía entre sus paredes. Marchamos asombrados y conjurándonos en guardar el secreto de nuestro descubrimiento.
Volvimos muchos días para gozar de nuestro lugar. Con la luz clara del día pudimos apreciar las riquezas que se cobijaban entre aquellos muros, los esplendores de los que tuvimos constancia en aquellos momentos. Un tarde, cuando traspasamos el umbral de nuestra entrada secreta, vimos como unos obreros, que obraban con la mayor naturalidad y sin complejos, desmontaban todo el artesonado del retablo, cómo nos despojaban de “nuestras” posesiones. Cuando advirtieron nuestra presencia nos echaron con cajas destempladas, a gritos. Corrimos como locos. Retornamos a la tarde siguiente y vimos como un camión se llevaba todo el mobiliario. Las capillas fueron desmontadas impunemente durante las semanas siguientes y aquello quedó convertido en un páramo. Creo recordar que se llevaron hasta las columnas del claustro. Con el tiempo supimos de aquel desmán, de aquel expolio y que nadie tomó medidas cuando algunos medios de comunicación se hicieron eco de ello.
Hace unos días se llevaron el Códice Calixtino, el manuscrito más valioso e importante de España, con la misma impunidad con la que obraron en el colegio del Valle hace treinta y cinco años. Sin violencia, hasta con naturalidad. ¡Y no se percataron de la sustracción hasta unos días después! Seguimos igual. Con un gobierno que presume de ser garante del impulso cultural del pueblo y ni siquiera presta atención en la protección de una joya de esta magnitud. Nada importa si se cubren nuestros instintos. La protección de los bienes culturales en nuestro país parece no importar a nadie. Ahora colocan un facsímil y ya está. Ochocientos años sin robarse, un record que diría mi amigo Paco Portal. Puede suceder que un día nos encontremos con sólo el solar donde ahora se sitúa la Alhambra.
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