
Nos hemos mal acostumbrado al triste espectáculo de la proliferación de actos vandálicos en ciertas zonas de la ciudad, como si las imágenes de los restos de los cristales de las marquesinas de las paradas de autobús esparcidos por sus alrededores tras recibir el impacto de una piedra, las papeleras arrancadas de cuajo de sus soportes por la gracia de una patada, con los deshechos esparcidos por la vía que quedan convertidas en estercoleros por el capricho del niñato de turno, no fueran más que paisajes lógicos de la cotidianidad urbana, por reiteración y frecuencia en su aparición.
Hay cierta resignación en una parte de la ciudadanía motivada ya por el cansancio y frecuencia en las miles de denuncias que nunca son respondidas o tienen unas respuestas lógicas al necesario civismo.
Muchas de estas actuaciones, por denominarlas de una manera sutil y educada en inversa correspondencia a sus manifestaciones, vienen siempre tras las desmesuradas ingestas de alcohol de cientos de jóvenes que se reúnen en manadas, perdón por la referencia, especialmente por respeto a los animales, he querido decir en grupos, en lugares abiertos para la expansión y buen uso de la ciudadanía y que tras el paso de esta grey dejan en el más lamentable de los estados, impidiendo la utilización para el fin que fueron concebidos.
Es lamentable como ha aparecido, esta mañana, la avenida de la Buhaira y sus alrededores, cómo han arrancado papeleras de cuajo, hasta el firme de ladrillo de la carretera han extraído, gruesos ladrillos que luego han servido para el “noble uso” de arrasar las marquesinas de las paradas de autobuses y tranvía. Para poder realizar estas hazañas se requiere de un esfuerzo extraordinario, la utilización de fuerzas ingentes que posibilitan estas tareas, más propias de curtidos obreros que del niñaterío que la lleva a cabo por el mero hecho de divertirse. Según comenta un vecino testigo de los “valerosos” acaecimientos, el cerramiento de los jardines, que suele tener un horario para su apertura y que se clausura a medianoche, lo saltan y ahí campan a sus anchas. Beben sin control, insultan y vilipendian a quiénes se atreven hacer uso de la libertad de pasear, por esta hermosas zona de la ciudad, cuando insomne calor les imposibilita el descanso y para culminar sus noches de bromas y diversión realizan estas extraordinarias maniobras de desmantelamiento del mobiliario urbano entre el regocijo general.
Lo inverosímil de la situación, y hasta del más extraordinario y libre entendimiento, es que la mayoría de los componentes de estas pandillas de energúmenos, estos desequilibrados alborotadores, son menores de edad, niños de papá y mamá en su mayoría, de familias que incluso residen en la zona, en apariencia normales, más bien de una clase media alta, y en la que sus estructuras emocionales debieran estar bien cimentadas. Ignoro el nivel de preparación y educación familiar, sí se preocupan del estado en el que llegan sus hijos bien entrada la madrugada –cuando no la mañana-, o si por el contrario duermen a la pata llana mientras sus vástagos realizan estas increíbles proezas destruyendo cuánto se encuentran a su paso.
La educación empieza en el núcleo familiar. Ahí es donde se forma el espíritu de la persona, en el ejemplo diario y constantes de los progenitores. Si falla este primer y esencial estadio, cualquier estructura que se realice con posterioridad, estudios y preparación, se vendrá abajo irremediablemente. Si los cuantiosos costes que se provocan por los actos vandálicos revertieran en la economía familiar, otro gallo cantaría, pero mientras no se toque el bolsillo se seguirán, incluso, riendo las “gracias” del niño que ejerce su libertad para destronar el derecho que tienen a ella el resto de la comunidad. Pero claro, esto no es Suecia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario