
He jugado al fútbol desde niño, en mi pueblo, donde cada sábado se disputaba una final. Eran los desafíos con equipos de otras calles de la barriada, con los de otros barrios. Durante años viví y me preparé para poder jugar en el equipo de mis sueños, vestir la elástica de las trece barras. Soñé con heroicos resultados y hasta disfruté, como un loco, en las tres finales de copa del rey que disputó. Fui, sigo siéndolo, un apasionado de este deporte, aunque esta inmensa crisis y principalmente los sinvergüenzas que se mueven a su alrededor, esos depredadores de sentimientos que sólo buscan su propio beneficio económico incluso en las lágrimas de los devotos, hayan hecho que me alejase de su necesario aliento. La pasión verdiblanca era un hosanna cada domingo y no importaba que perdiese porque había otro en el que regresabas hendido de emoción e ilusión para verlo ganar.
Sigo enfrascado en esta afición, ahora con renovados ímpetus porque retorna el sentimiento que un día intentaron quitarnos. El fútbol es algo importante en este país pero lo que está sucediendo últimamente es increíble. Se ha establecido una efeméride para celebrar la consecución del campeonato del mundo, el pasado año en Sudáfrica, como si este evento hubiera erradicado el paludismo o el sida, como si el gol de Hiniesta –yo lo canté también, vaya por delante- hubiera alterado el índice del paro hasta reducirlo a cero. Este importante hito viene a empequeñecer descubrimientos científicos que han favorecido la calidad de vida erradicando enfermedades, procurando que la edad media de la población, al menos en este sector del mundo, aumente hasta límites insospechados. Bien podríamos hoy recordar Víctor Fleming, sólo por poner un ejemplo de los numerosísimos que se podrían citar.
El mismo día que varios medios de comunicación celebraban este “importantísimo hito” en la historia de España, tenía lugar en el blanco salón de un hospital valenciano, una rueda de prensa para informar sobre la implantación de las piernas, mediante un trasplante inédito y que se realizaba por primera vez en el mundo. El doctor Pedro Cavadas y su equipo sí que han conseguido un hito y poner a España en la primera línea de investigación en este tipo de intervenciones quirúrgicas. Estoy seguro que, tras hacerse eco de esta noticia, durante unos segundos, en los informativos de las cadenas que con tanta profusión lo hacen del celebérrimo acontecimiento acaecido hace un año, caerá en el más oscuro de los ostracismo, hasta diluirse de la memoria colectiva de esta sociedad, más preocupada de la euforia de unos momentos que de la importantísima labor que se viene desarrollando en colegios, laboratorios, universidades, dispensarios, e incluso en el entorno familiar de cada uno de nosotros, donde habitan verdaderos héroes de la vida cotidiana, sin los fabulosos y astronómicos sueldos que perciben estos astros por darle patadas a un balón.
Insisto y repito que el fútbol es algo con lo que pienso seguir disfrutando, como lo hago con el cine o el teatro, pero en mi escala de valores hay muchos peldaños por encima de este deporte, mejor dicho, de este espectáculo de masas enfervorizadas. La consecución del título mundial de fútbol debía tener su repercusión en el momento justo. Su celebración tuvo lugar en el espacio temporal que le correspondía. Cualquier otra conmemoración es salirse de madre.
Sigo instando a mi memoria, a mis recuerdos. Y no tengo mayor celebración que el día que nació mi hija, el que conocí a mi mujer y algunos otros íntimos que no viene al caso referir.
Espero que dentro de un año los medios de comunicación recuerden en sus espacios informativos el importante avance quirúrgico que tuvo lugar en el levante español. Bueno, al menos habrá un grupo de personas levantando una copa de champán porque un joven, gracias a la entrega, esfuerzo y dedicación de otros, puede caminar y a lo mejor hasta pegarle patadas a un balón. Eso sí que es un gol a la vida.
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