Esta es la ventana a la que me asomo cada día. Este es el alfeizar donde me apoyo para ver la ciudad, para disfrutarla, para sentirla, para amarla. Este es mi mirador desde el que pongo mi voz para destacar mis opiniones sobre los problemas de esta Sevilla nuestra

viernes, 24 de agosto de 2012

Santa Catalina. La casa sin barrer


            Entre unos y otros, la casa sin barrer. Éste problema de Santa Catalina parece no tener solución, al menos a medio plazo. La pelota va de un tejado a otro sin que nadie mantenga la habilidad de pararla, echarla al suelo y disponer el mejor pase. El símil no es mío sino de un amigo, que busca solución a cualquier problema emulando tácticas futbolísticas. Y a fe, que en la mayoría de las ocasiones, pone el balón en la escuadra.
            Hace ya más de tres mil días que permanece expuesta al libre albedrío de los dirigentes eclesiales y políticos de turno, que se pierden en razonamientos burocráticos mientras las bóvedas corren gravísimo peligro de derrumbe, y eso que el invierno pasado fue muy suave, los artesonados están en situación de ruina, bien declarado de interés cultural, y sus retablos permanecen expuesto a la desolación del olvido, al ninguneo ignorante de quienes debían procurar reponer al culto y a la exposición cultural de quienes así lo vean. Esta obra ejemplar del mudéjar se perderá si no se toman medidas urgentes –habrá que explicar el significado intrínseco, semiológico y semántico del vocablo, porque parecen manejar un diccionario distinto-, ante el analfabetismo y displicencia que demuestran los valedores de los sentidos de la ciudad que no ven en ella sino una moneda con la que obtener méritos sociales y réditos políticos ante una ciudadanía que empieza a hastiarse de tanta palabrería vana, en propuestas que nunca se resuelven, ni terminan, ni concretan, que permanecen sordos a los clamores populares y a las soluciones que se plantean.
            Las administraciones y la Iglesia ya han tenido tiempo suficiente para entroncar sus propuestas, para instaurar una comisión en la que todas las partes estuvieran representadas, coordinar las propuestas y habilitar la solución más adecuada. Incluso podría contemplarse la posibilidad de completar los presupuestos, con una aportación anexa, de alguna empresa que patrocine los trabajos. A eso no pueden negarse si la participación repercute el bien recuperado. Nadie puede oponerse ni aturdirse ante una propuesta cómo la señalada.
            El primer edil de nuestro ayuntamiento ya anunciado la concreción de un patrocinador para la construcción, o remodelación, del palacio de deportes y acondicionar nuevos espacios que permitan la celebración del próximo mundial de Basket 2014, un evento importantísimo que aportará a la ciudad ingresos extraordinarios que tan necesarios son y que revertirán y favorecerán la economía devastada que hemos heredado y que ahora algunos explican como un hecho espontáneo, sin ningún antecedente.
Está claro el orden de prioridades que se marcan en la Plaza Nueva, porque también podría centrar sus esfuerzos en conseguir un mecenas para un monumento que es patrimonio de la ciudad, situado en primordial enclave turístico esencial.
            También hemos tenido constancia, en estos días, las subvenciones millonarias otorgadas por la junta de Andalucía, a algunos países islamistas -¿pero no pregonan éstos dirigentes socialistas la laicidad de sus acciones o es una medida para joder a los católicos?- para la construcción de mezquitas.
            También es preclara la intencionalidad y el compromiso adquirido por los políticos que gobiernan el cortijo. Favorecer los sentimientos, las creencias y las convicciones religiosas de gente foránea… con los impuestos de los andaluces, a los que se les niega el pan y la sal en sus peticiones, en sus necesidades, así como mostrar el mayor desinterés por conservar el valioso patrimonio monumental, con siglos de existencia y configurando un paisaje habitual y familiar entre los sevillanos y entre quienes nos visitan.
            La Iglesia también podría mostrar mayor interés, preocuparse y buscar los apoyos necesarios para mantener los edificios que son de su competencia, los lugares donde se le da culto al Santísimo, donde se congregan los fieles para hacer protestación de la fe que profesamos, para mayor gloria de Dios.
            Lo dicho, que entre unos y otros, la casa sin barrer y Santa Catalina cayéndose ante el mayor desinterés de quienes deben preservar su integridad. Luego vendrán las lamentaciones y las exculpaciones.

jueves, 23 de agosto de 2012

Las puyas se tuercen en el bronce


            Hay quienes aprovechan el privilegio, concedido tal vez porque acompaña con sus ladridos los aullidos de quienes le mandan, de mantener un ventanuco para mostrar su opinión, en un mediocre medio de comunicación, para poner en solfa cualquier actuación que se acometa en la ciudad y máxime cuando se trata de quienes gobiernan y no comparten su ideología ni sus creencias. Esta divergencia de criterios en el pensamiento, en la filosofía de entender la vida, les provoca una sensación alérgica a todo cuanto desarrollan sus oponentes, aun constatando que los actos recriminados son ejecuciones correctas, y son incapaces de esconder su profunda contrariedad, que les alienta a la desconsideración y la falta de juicio en sus apreciaciones, desbancando cualquier atisbo de objetividad en sus pronunciamientos. Se dejan llevar por la pasión de sus entrañas y convierten la moderación, de la que suelen presumir, en proclamas de intemperancias, más propias de proclamas facinorosas de tiempos que preferimos no recordar.
            No todo el mundo puede mantener ni compartir una misma opinión sobre un mismo tema. La diversidad de pensamiento es lo que ha cimentado el engrandecimiento del alma humana y la certeza del progreso. La consecución de la libertad también tiene sus benefactores y han sido aquellos que, con juicio equitativo y ecuánime, han mostrado sus discernimientos desde la razón buscando una solución conjuntada a las divergencias y no haciendo uso de la maldad y el equívoco, tergiversando la verdad, para troncar el futuro, que es un estado al que pertenecemos, sin diferencias, todos. En estos comportamientos radica la convivencia y se centraliza en el respeto a las ideologías, a las creencias, sean religiosas o laicistas, y a la filosofía vital que cada uno decida. Al fin y al cabo, Partiendo de esta sutil, rasa y sencilla base
            Así, el pasado domingo, el periodista Antonio Morente, en un mordaz e inquietante artículo, pone en duda la idoneidad de la ubicación del monumento que se erige en memoria de Juan Pablo II, el Papa que visitó dos veces esta ciudad, que proclamó a Santa Ángela de la Cruz beata, en el campo de la feria, nombramiento que por primera vez en la historia moderna se realizaba fuera del ámbito vaticano. Juan Pablo II tiene adquirido, por devoción, por la ternura que desplegó en sus visitas a esta ciudad que parece no poder sobrevivir sin la sombra de los anteriores gobernantes, más derechos que algunos personajillos que figuran en el actual callejero de la ciudad y que no tienen más méritos que ser adscritos y feroces partidarios defensores del poder establecido en el momento. Baste recordar la manida controversia que se estableció con la inclusión en el nomenclátor de la ciudad de la artista Pilar Bardem, que sustituyó la anterior nominación de General Merry, amparándose en la circunstancia recogidas en la ley de memoria histórica, y en ignorancia supina del anterior gobierno municipal que imputó al militar acciones e intervenciones en la guerra civil, cuando fue un destacado héroe en las contienda militares de ultramar, en las postrimerías del siglo XIX.
            Habría que recordarle al Sr. Morente que el proyecto, la ejecución y concreción de la estatua, como él la denomina, ha sido sufragada por suscripción popular, en su totalidad, en la que han participado ciudadanos de toda clase y condición, de instituciones religiosas, deportivas y laicas, y que la comisión encargada de ello contó con un pliego, con miles firmas, proponiendo que la ubicación fuera en el entorno de la catedral, centro neurálgico y espiritual de los católicos sevillanos, a los que Juan Pablo II siempre mantuvo en su recuerdo y que refería en cualquier parte del mundo, significando su alegría y su entrega por la Iglesia, alusiones congruentes y naturales de quién es referencia espiritual de los cristianos, y que fue desestimada, obviada, negada y hasta olvidada por quienes tenían la facultad que se le requería. Claro que las ocupaciones del gobierno de la ciudad de entonces se debatían en cómo ocultar el despropósito, por no llamar sinvergonzonería, de Mercasevilla, o los viajes de disfrute a Cuba de destacados munícipes, o el pago de facturas falsas, o el otorgamiento descontrolado de subvenciones a entidades e instituciones próximas a sus fines ideológicos.
            Que se haya instaurado el monumento a Juan Pablo II en la plaza Virgen de los Reyes es un hecho circunstancial a la dedicación de su sacerdocio. No es un lugar de privilegio y sí adecuado pues está, como usted ciega e inapropiadamente refiere, en un entorno religioso. Tal vez se haya equivocado en la utilización de sus expresiones y hubiese querido indicar en el interior de la Seo sevillana. Pero eso sería una opinión respetable, con posible discusión.
            Pero mucho me temo que en toda esta polémica que suscita subyace un feroz laicismo, un escondido y agrio resentimiento a quienes profesamos la fe católica y creemos en la bondad y santidad de este eminente hombre, que nunca se escondió tras la mentira, que recriminó los abusos de los dictadores, que profería sus verdades con honestidad y en congruencia con sus creencias, y no quiero decir que no se equivocara, pues era hombre, al servicio de Dios, pero hombre.
Por último, Sr. Morente, un estado laico no debe excluir las creencias de la mayoría de sus ciudadanos de sus preocupaciones ni de sus preocupaciones y sí procurar la convivencia entre todas las convicciones filosóficas o religiosas. Nuestro país, quieran o no, es de mayoría cristiana. Por cierto, muy tolerante con los ataques constantes, tal vez porque quienes lo acometen no tienen “güevos” para proferir los insultos y la falta de respeto a otras confesiones que han dado muestras de intolerancia, falta de libertad y violencia contra quiénes así lo hacen. Es más, favorecen, potencian, protegen y ayudan a la construcción de sus templos para personas que ni siquiera son de nuestro país.
En fin, los que se anclan en los tópicos son quiénes piensan de manera tan exacerbada. El monumento está donde debe estar, como debe estar, por mucho que alcen la voz los intolerantes de siempre.

P.D.- Estoy de acuerdo, y comparto su preocupación, por el olvido de esta ciudad hacia sus más notables personajes, como Machado, Cernuda, Alexandre –una verdadera vergüenza- y tantos otros que son ignominiosamente omitidos.

miércoles, 22 de agosto de 2012

Como un ecce homo


            Ha ocurrido en un pueblo de Zaragoza pero puede repetirse en cualquier otro lugar de la geografía nacional. Un atentado al patrimonio artístico de Aragón. Debe ser algo implícito a la necesidad de cubrir, cuestiones irrazonables anejas a este tiempo de crisis que nos asola, que está convirtiendo el país en un páramo lleno de parados, de situaciones extremas en familias que no tenían conocimiento de condiciones tan adversas que convierte a cualquiera en profuso profesional de la restauración, en este señalado caso, o en ingeniero aeronáutico por mero hecho de poseer conocimientos de cómo se aprieta una tuerca. Lo lamentable de estas circunstancias es que hay quienes empezamos a tomarnos a chanza este despropósito, porque no puede entenderse de otra manera la actuación sobre un lienzo pictórico sacro que además, por premonición de la Divina Providencia, se titulaba Ecce Homo. Así es como ha dejado la pintura la interventora. Como un ecce homo.
            Desconozco si, quiénes esto leen, ha tenido la ocasión de disfrutar con una película de Mr. Bean, cuyo título es éste mismo, en el que el desastrozo, pero siempre afortunado cómico, viaja a Los Ángeles para participar en la presentación de un cuadro que venía a ser para los estadounidenses como las Meninas para los españoles y que es confundido con un eminente restaurador y crítico de arte. En un momento de la película, los ignorantes e irresponsables gerentes del museo, lo dejan solo para que examine la magnífica obra con la mala fortuna de estornudar sobre el lienzo y lanzar en el mismo rostro del retrato que realizara de su madre el artista, serosidades que mantenía en el aparato respiratorio Mr. Been, y en un intento de retirar las expectoraciones  del cuadro se trae en el pañuelo parte de la pintura que resaltaba la esplendidez y serenidad de la protagonista, no ocurriéndosele mayor solución que tomar un lápiz y reproducir la figura como la haría mi sobrina de cuatro años.
            Pues algo así debió suceder. La pobre mujer, con más voluntad que profesionalidad, pensó que aquellos desperfectos que afeaban ya demasiado la fisonomía del Cristo al que quizás destinara sus oraciones diarias, harta tal vez de que nadie tomara una decisión sobre la idoneidad de restaurar la obra pictórica sacra, se lanzó a completar su obra y resolvió el tema de un plumazo. Esto lo arreglo yo con dos cajitas de témpera y los pincelitos que utiliza mi nieta en la guardería. Y con más valor y decisión que el Guerra, el torero no el hermano del político, que eso mantiene otra denominación, allá que se lanzó a consumar su obra y su definitiva y gloriosa proyección a la posterioridad, que ha conseguido con cierta notoriedad. Pero no hay que echar toda la culpa a esta pobre mujer, sino a los ineptos e incompetentes responsables, políticos y presbíteros, que cada cual asuma la parte de responsabilidad que le corresponda, de la salvaguardia del patrimonio de los que son custodios, y que son los que han de tomar las oportunas medidas de seguridad para preservar las obras de arte que permanecen en los lugares de dominio público para su contemplación, admiración o culto religioso. Cualquiera puede tener acceso a creaciones artísticas, de mayor o menor valor, y actuar contra imágenes o pinturas, pero si no se acometen las acciones preventivas oportunas, les facilitamos la consumación de sus delirios.
            Esperemos que ésto sirva para ejemplarizar futuros trabajos de restauración, que tienen que ejecutar verdaderos profesionales, porque a veces se proponen estas actuaciones a personas sin cualificación académica, sin los conocimientos artísticos y adiestramientos necesarios para la recuperación, el saneamiento y la conservación posterior de las obras de arte y pasa lo que pasa, que se camuflan con ejecuciones nuevas la antigüedad y el valor artístico perdido, y hasta pretenden hacer creer que siguen siendo lo que fueron. Hay que ser consecuente con el legado cultura que hemos heredado, saber que nos obligamos a su mantenimiento adecuado para que las generaciones futuras puedan contemplar, admirar o rezar, las obras como fueron concebidas. No es un derecho sino una obligación transmitir el valor patrimonial a nuestros sucesores, porque en ellos residen los valores. No somos meros custodios de materias combustibles que puedan ser repuestas por otras, somos albaceas de todo un proceso cultural que reside en pequeñas ermitas, en edificios del pasado, en suntuosos palacios, en magníficos museos o esplendorosos templos o catedrales y hasta en residencias particulares. Ser responsable con este patrimonio es ser consecuente con el legado cultural que contienen pues es la muestra de sabiduría de un pueblo.
            Como un verdadero ecce homo han dejado al pobre Cristo del lienzo, por ignorancia, por despreocupación y absentismo. No es de recibo, ni tiene lógica, ni mantiene límites en la razón, que una pintura pueda ser intervenida de manera tan lamentable y que nadie se percate de ello hasta que la misma autora lo denuncia. El esperpento en su más cruda representación.

lunes, 20 de agosto de 2012

La nube en el suelo. Capítulo 1. 16


            Todo tiene una medida, un espacio, una trayectoria en los confines del universo. Empezamos a reconstruir los momentos en el mismo instante que sentimos que los vamos a perder aceptando la momentaneidad de esta transacción, pensando que el tiempo nos es favorable, que se alía con nosotros para devengarnos la oportunidad de una nueva ocasión que restituya la alegría perdida. Nos urge esta recuperación del bienestar del espíritu cuando reparamos que se evapora en los suspiros y urgimos acciones en el intento de su restitución cuando apreciamos cómo se van diluyendo entre los dedos los anhelos y las gracias de los besos que no dimos y esperaban, de las caricias que dejamos de ofrecer y que necesitaban para sentir también la felicidad que nosotros alentábamos, la intensidad de la mirada que buscábamos para alimentar el amor que requeríamos sin darnos cuenta que dejábamos ahíto y desnutrido de pasión la fuente que pensábamos inagotable. Ciegos, no comprendimos que la ventura de sabernos queridos pasa por saber querer. Ignoramos que la vida es un discurrir constante, una aventura en la que somos cazadores de ilusiones, de sucesos con los que pretendemos gratificarnos, perdiéndonos en la maraña y en las oscuridades del desamor para ser presas del fracaso, y experimentar entonces la frustración del depredador cazado. Es una pretensión ilícita de la condición humana querer satisfacer el propio ego, sentir y confiar en la obligatoriedad de los demás a indemnizar y a participar en los errores que propiciamos sin percatarnos que hemos de ser nosotros mismos los que tenemos que evitar las equivocaciones y asignar a nuestros derechos la condición ineludible de la gratificación absoluta de los deberes con los que tenemos la obligación de corresponder a los semejantes, a los que nos rodean, que poseen el mismo tiempo que nosotros para conseguir los instantes de la felicidad que le requisamos con los egoísmos, con las egolatrías que asoman por los poros de la piel cuando confiados en la consecución de la perpetuidad de los sentimientos, envanecidos por el prurito de la rotundidad de la práctica, despeñamos cualquier afecto por el precipicio de la rutina.
Confundimos con demasiada asiduidad el epicentro del mundo y queremos hasta variar la velocidad de los giros que nos proporcionan la luz y la oscuridad, una ambivalencia que sostiene, equilibra e iguala la razón y los sueños, la secuencia rotatoria que nos permite la asignación de la temporalidad que nos despeja de la locura, que nos aleja del nuboso ámbito donde residen la enajenación y la demencia. Evacuamos los sentidos por los albañales, que conducen al mar de la desolación, como si fuera un bien profuso, una inagotable fuente en la que podemos saciarnos constante e imperecederamente y de improviso, prendidos en la ceguera de la condición que nos presupone autosuficientes, nos vemos despojados de la ilusión y los sueños, perdiendo el equilibrio y cayendo en una espiral sin fin, incapacitados por la desolación para luchar contra las turbulencias que aspiran nuestra razón, en la confusión y en la anarquía, en la batahola que nos mortifica con la incertidumbre y la duda, buscando culpables y causas ajenas a los propios despropósitos. Un descenso agotador del sólo podremos salir y hallar descanso si evaluamos los motivos y los hechos que propiciaron la desgracia y asumimos con humildad y resignación la taxativa culpabilidad, exonerando a quienes creíamos cómplices de una confabulación universal contra la felicidad que irradiábamos. Así, convencidos de la propia irresponsabilidad, reconoceremos que somos fútiles instrumentos de las fuerzas superiores, de los designios de las decisiones que nos llevan a tomar senderos irreconocibles, caminos que creemos inapropiados, que provocan caídas y heridas que sirven, sin nosotros tener constancia de ello, para curtirnos en las esencias y en la realidad de la vida, que nos educan en la toma de decisiones y hasta en los comportamientos emocionales que suponemos actúan de manera imprevisible. Las lamentaciones vamos arribándolas conforme endurecemos la piel y no dejamos transpirar más que aquellas emociones que sabemos se perderán en la indiferencia de los demás, en la falta de trascendencia de quienes nos observan, pues no somos más que seres, a veces invisibles, a veces molestos, para la generalidad, para el maremágnum que gira en torno a nosotros, transformando la alegría en ceguera, catalogándonos en la inanición, en la fatiga que nos distingue como seres humanos, pues no somos más que la consecuencia de la despreocupación de quienes nos ignoran.
El asfixiante calor no impedía que tomara mi mochila, cargada de pesas, instrumentos que yo mismo había construido con latas de conservas y cemento, y algunos cantos rocosos, con el fín de poner a prueba mi resistencia física, y saliese a correr por las calles vacías, ardientes avenidas despobladas, que se abrían a mi presencia y al ritmo de mis zancadas. Rodeaba el colegio donde había pasado parte de la infancia y saltaban sus muros mi nostalgia y volvían las voces del patio de recreo, las órdenes tajantes de los profesores, y las luces de los atardeceres invernales cercando los grandes ventanales. No tenía una ruta prefijada, aunque siempre mantenía una referencia que solía ser el culmen, el punto donde se iniciaba el retorno. Hora y media de solitaria carrera daban para pensar, para elucubrar y elevar juicios a los estratos donde la fantasía mantenía su reino, donde habitan las fábulas de adolescencia, donde eran esencia y presencia inevitable las imágenes de las cosas menos importantes, de las escenas imprescindibles para dar sentido a la fabulación, a la realidad mágica que se plasmaba engañada con los deseos, o empotraba mis reflexiones en el muro de las nuevas tendencias sociopolítica que comenzaban a convulsionar los estratos de las ideologías. Así había días en los que me asaltaban dudas sobre el proceso político que estaban dotando al país de un nuevo aspecto, de una nueva fisonomía, que procuraba en mí recelos, desconfianzas supinas ante un horizonte que delimitaba un mundo desconocido. Correr con casi cuarenta grados es agotador por ello es preciso engañar al cuerpo con disquisiciones ajenas al sufrimiento. Todos pretendíamos saber y conocer, mantener una sabiduría política honda, una sapiencia adquirida por encanto, por la seducción de la terminología que se pregonaba en los mítines, en aquellas concentraciones en patios de colegio, en la que se ensalzaban valores trasnochados, de una época pasada, mera historia en la que un reducto, con añoranzas de revanchas, pretendía restituir, recuperar el valor de una deuda pendiente, aunque a los jóvenes nos incomodara aquellas remembranzas de episodios donde el dolor prevalecía, donde el perdón, que debían pedir las partes, quedaba incapacitado ante el reclamo de las reivindicaciones históricas. Carecíamos de instrumentos, de valoraciones justas sobre el tiempo que nos precedió. Quienes podían hacerlo estaban alejados, fuera del país, proscritos inaccesibles para la mayoría, y nuestros padres eran fruto de la desesperación y el miedo de los suyos, consecuencias de la incesante búsqueda del bienestar que carecieron, ausentes en su propia tierra que no anhelaban más que un futuro para nosotros, pues ellos siempre fueron doloroso presente. No querían mirar atrás y sus perspectivas no llegaban más allá de donde se siluetaban las líneas del horizonte. Dónde tuvimos ocasión, los jóvenes de aquella generación, de instruirnos en el conocimiento, ecuánime y objetivo, desprovistos de intereses y resabios. Quién nos educó en la consideración de los valores morales sin actuar para preservar sus intereses personales cuando los objetivos eran el derrocamiento de las estructuras anteriores por unos, o el asentamiento de un indeleble pasado, de otros. Quienes hablaban de futuro lo hacían desde la perspectiva que les dictaba la consecución del suyo y lanzaban proclamas sin la dureza de los viejos luchadores que querían instituir un pasado para construir el futuro. Pero con aquellas cimientes era difícil dar soluciones al porvenir. Por eso nos dejábamos embaucar por las exoneraciones que nos abrían las puertas de la felicidad, de la construcción de un futuro donde todos íbamos a tener los mismos derechos y obligaciones. Había que ir andado hacia adelante, fijar la mirada en los límites del horizonte, sin mirar atrás, tiempo de historia que debiera servir para reflexionar, para hallar soluciones a los errores cometidos, a las decisiones que permitían la violencia y el fanatismo, desprecios al ideario del vecino y que sólo consiguieron el embrutecimiento de los sentidos y enaltecer por los peores instintos que habitan en el alma humana.
Por eso nos vimos atraídos, antes del inicio del verano, Antonio, Isidoro y yo, por la citación impersonal del pasquín que encontramos tirado en las cercanías de la puerta del cine Delicias, convocándonos al acto político en el que intervendrían Rafael Escuredo, José Rodríguez de la Borbolla, Alfonso Guerra y Felipe González. Un mitin, una novedad progresistas en nuestras ancladas mentes. Y nos dejamos succionar, en el fragor de la locura colectiva, por las palabras, turgentes, briosas, cargadas de razón y futuro, del joven abogado que ostentaba la máxima representación del partido, subido al púlpito de la provisionalidad, inventando un atril con el soporte de la cartelería que le escoltaba y con una banqueta obtenida de embocar hacia abajo una caja de botellines de la Cruzcampo, con el micrófono en una mano y el puño cerrado taladrando el aire cada vez que lanzaba una frase con reivindicaciones sociales y soluciones a los problemas del presente. Y todo ello, con el vigor y seguridad del precoz líder. Nos atraía aquella sencillez con la que se manifestaba, el acento común que enlazaba los sentimientos, sin buscar excesos retóricos rutilantes, su cercanía verbal, la certeza de comunicar con aquella campechana y franca precisión. Aquel día fue el primero que bebimos una cerveza en un vaso de plástico, que Isidoro rompió con aquellas garras que tenía por manos, mientras oíamos a un joven granadino, vestido con un mono vaquero, una camiseta y unas zapatillas de deportes, elogiar musicalmente la virtudes del pueblo andaluz, la honestidad y moralidad de Blas Infante, del que Isidoro preguntó si era un nuevo futbolista del Granada, y la honradez del patrimonio universal de la cultura de Andalucía, entonando aquella melodía “de Ronda vengo, lo mío buscando, la flor del pueblo, la flor de mayo, verde, blanca y verde. Ay qué bonita,  verla en el aire, quitando penas, quitando hambres, verde, blanca y verde. Amo mi tierra, lucho por ella, y Esperanza su bandera, verde, blanca y verde”.
Durante las jornadas siguientes, en la soledad del corredor que quería y aspiraba ser, me fui planteando la verisimilitud de aquellas ideas, de aquellas propuesta para la consecución del futuro que tanto deseaba, un lugar habitado por la equidad y la justicia, por la posibilidad de adquirir una conciencia solidaria que permitiera el reparto justo de los bienes, la supresión de todas las carencias que me relataban mis padres, que les impidieron gozar de las bonanzas que manteníamos ahora y que querían mantener aun a costa de la supresión de algunos de las potestades con las que habían sido bendecidos, cuando fueron concebidos, por la Providencia. Pero elucubraciones vinculadas a las fantasías de la mente juvenil, advenedizos pensamientos de un adolescente, todavía no inoculado por los rigores del germen de la edad y cuya vacunación no se produce, de manera paulatina y secuencial, más que con la adquisición de las experiencias. Pero aún no tenía conocimientos de ellas y algo en mi interior me prevenía e inmunizaba al cambio natural, algo mi interior se resistía a alterar aquella inocencia que abría las puertas de la ilusión a cualquier mensaje de buena voluntad, aun cuando pudieran sustentarse en la conveniencia de la obtención de un proyecto, sin importarles la utilización sentimental que esperábamos llevaran adheridos. Todavía no habían resquebrajado la fragilidad de la ilusión, por eso incluso nos emocionábamos con los mensajes que recibíamos, con las letras de aquellas canciones que resaltaban la obtención de las igualdades por mero hecho de la condición humana.
Corría para deshacer mis frustraciones aunque creía que lo hacía para mantener  mi peso y mi forma física, para sostener aquella condición que me pedían en lo juveniles del Real Betis, para retener la figuraba juvenil que posibilitaba el acercamiento a las niñas. Y lo hacía en plena canícula, con la desolación de las calles abriéndose a mi paso, con el sudor recorriendo mi cuerpo y deshidratándome a cada zancada, poniendo a prueba mi voluntad con metas que solventaban mi debilidad, que posibilitaban la concreción del fin. Corría a media tarde para evitar las miradas incongruentes de la gente, para eludir los comentarios de quienes pudieran cruzarse conmigo y aludieran a mi condición de loco. Corría a media tarde, ante las correcciones y advertencias de mi madre, que pensaba que me iba a dar un soponcio, con aquellos calores que levantaban la brea del firmamento, y yo le correspondía, mintiéndole cariñosamente la mayoría de las ocasiones, no por mi falta de amor, pues siento devoción por ella, sino porque era imposible trazar un recorrido sombreado, cuando el sol reina en el cenit del cielo y cae a plomo sobre la ciudad despejada, para poder arribar en las inmediaciones del lugar donde vivía Carmen, esperando que me reconociera alguna vez, que mostrara su figura a través del ventanal del salón, por coincidencia o por intuición, y levantara su mano levemente, la equiparara al sol de su sonrisa, y me hiciera portador de la mayor felicidad, y yo desaparecería corriendo, renovadas las fuerzas y el espíritu, camino de mi casa, esperando impaciente la llegada del fin de semana. Pero nunca sucedió más que mi mente, donde galopa siempre una febril fantasía. Algunas veces, sí que ví a Inés asomada a la cuadrícula espejada de su habitación, y me sonría y yo le correspondía con la consideración fraternal que requería.
Cuando llegaba a casa, casi desprovisto de fuerza, cándidamente envuelto en los misterios de mis pensamientos, tomaba la manguera que servía para el riego de las plantas, de las grandes pilistras, de los claveles, de los geranios, de la dama de noche que ornaba el muro del cercado, y me duchaba en el patio, satisfecho y tolerando el frescor del agua, aquella húmeda que gratificaba y devolvía la vida a cada poro de mi cuerpo, devolviéndome la razón y la sensación de análisis de cuánto me rodeaba. Seguía ocultando mis preferencias políticas a mis amigos, me forzaba a ello mi denodado sentido del ridículo, quería parecerme y acercarme a sus conductas, tomar la cerveza diaria, hablar de las niñas de pandilla y de los afectos que comenzaban a fomentarse sensaciones desconocidas y agradables en los corazones. Me quedé, en aquellos días, anclado a las palabras y a utopía, que yo sabía entonces que jamás se cumplirían, de los jóvenes que prometían una revolución social de futuro, con el preclaro sentimiento sobre la identidad andalucista en la emoción de las letras de Carlos Cano. Pero por encima de todo, quedé embaucado por la sonrisa y los ojos de ella, con el sueño de sus manos alentando, a través de la ventana, mi esfuerzo.

jueves, 16 de agosto de 2012

La nube en el suelo. Capítulo 1. 15


            Habían pasado algunos días desde que Isidoro tuviera la suerte de atrapar el balón de la gesta futbolística de nuestro equipo. No hacía más que presumir de aquella causalidad del porvenir, el azar atado a la decisión que nos hizo felices a todos aquel día. Enseñaba el cuero a todos los que quisieran acudir a su casa donde lo tenía expuesto en una vitrina junto a la entrada del épico encuentro y junto al diploma del Ministerio de Educación y Ciencias que le distinguía como bachiller elemental, el certificado de estudios primarios que consiguió al término de la primera fase de la EGB. Esa era toda su gloria académica y la única necesaria comenzar a trabajar en un taller de anuncios luminosos, donde entró de aprendiz para guiarse entre neones y fluorescentes, entre escaleras y ruedas de cables, entre rótulos  luminiscentes que llamaban la atención de los viandantes. Guiños de colores eléctricos para difundir un producto, señuelo propagandístico parpadeando en los frontales de los bares o en las esquinas de las grandes tiendas de confección anunciando el género. Muchas de aquellas llamadas a la publicidad, que exponían los comerciantes como reclamo, sustituyendo los viejos paneles informativos de llamativas caligrafías y artísticas composiciones  pictóricas, habían sido instaladas por el equipo del que formaba parte y le gustaba vanagloriarse de ello, le gustaba aquel trabajo que tenía hasta cierto riesgo y que jamás supimos si nos engatusaba con sus alardes de equilibrio para instalar el neón que anunciaba la central financiera del Monte de Piedad y Caja de Ahorros o simplemente nos confundía para pavonearse ante las niñas, especialmente ante Inés, en quién había puesto sus ojos el primer día que las conocimos. Se jactaba de enunciar situaciones de alto riesgo, de vivir situaciones de peligro de los que solo James Bond era capaz de salir airoso. Más de una vez reíamos sarcásticamente aquella elucubraciones que solo debían habitar en la febril mente de una persona enamorada, en una persona que pretendía subsanar sus carencias culturales con aquellas aseveraciones que traspasaban los límites de la realidad. En alguna que otra ocasión incluso, cuando se levantaba para acercar los tanques de cerveza a la mesa, en aquellas tardes en las que no teníamos mayor ocupación que la tertulia, al amparo de los bocoyes de la bodega de los Modiles, Antonio nos hacía un guiño, un gesto de complicidad, para restar importancia a lo que su hermano pregonaba con tanta vehemencia. Pero todos aceptábamos aquellas fábulas, todos asentíamos en los relatos de nobel instalador de anuncios, todos asumíamos la dudable verisimilitud de sus narraciones porque necesitábamos que nos creyeran en la nuestras, que se confabularan con nuestras disertaciones en las que siempre intentábamos impresionar a la niña de nuestros ojos, necesitamos recubrirnos del halo de heroicidad con los nos rodeábamos para sentirnos imprescindibles en el argumento teatral que construíamos cada día. Qué sería de nosotros, en esa edad en la caminamos vertiginosamente por los aleros de la mocedad, sin ese ápice de fantasía que nos recupera a la infancia, que se nos hace imprescindible para introducirnos en la pubertad, aún sabiendo que no éramos creídos, que las historias morían adormecidas en las almohadas, tal vez envueltas en una sonrisa de sarcasmo. Qué hubiera sido sin aquellas dosis de ingenuidad que luego sirvieron para conformarnos en la verdad, para instruirnos en la variedad sentimental que provocaría desengaños, desastres anímicos y turbulencias tan extraordinarias en el corazón, que motivarían el desprecio y la desconsideración hacía la existencia misma. Fantaseábamos y tergiversábamos la realidad socavándola para sentirnos útiles, nuevos seres de una sociedad que comenzaba excavar en el cielo para hallar soluciones de un pasado inaudito, de unas décadas demolidas por la ignorancia, en la creación de una historia en la que nos preconizaban un lugar destacado. Buceábamos en la manipulación de la propia costumbre para poder inmiscuirnos en la profundidad de la inocencia, para desasirnos de la cotidianidad que nos amenazaba con la ruindad de la rutina. Queríamos dejar la infancia para convertirnos en hombres precipitadamente, sin atender las épocas naturales, ni las reglas de las emociones que vienen adscritas en cada una las etapas. Por eso nos figurábamos héroes en la condiciones de la cotidianidad, para hacernos mayores de inmediato, para simular unas vivencias que sólo eran posible en la ficción cinematográfica o en las páginas tintadas de una novela de Julio Verne o Emilio Salgari, primeras lecturas donde descubrimos galanes y protagonistas triunfadores en sus hazañas épicas, o de Valle-Inclán, Baroja o Miguel de Unamuno, personajes apesadumbrados por la fatalidad en el amor y en la vida. Necesitábamos de los modelos que se nos presentaban, de la iconoclastia que llegaba a través de la televisión o de la radio, figurarnos en la misma condición de los actores que nos falseaban la vida, convertirnos incluso en intérpretes de nuestras propias experiencias, magnificándolas, extrayéndolas de su natural contexto para poder simular una existencia que no nos correspondía pero que nos concedía la posibilidad de crecer si éramos capaces de ir seleccionando nuestras verdades, apartándolas de las ficciones y elucubraciones, desechándolas a los arcenes y tomando solo aquellas que permitieran reconocernos. Pero éramos adolescentes ahítos de inquietudes propias de nuestra edad en tiempo de nuevas emociones, circunspectos espectadores de una transición ideológica en un país que comenzaba una nueva era, de unos años que venían a descubrirnos una manera distinta de vida, de enfrentarnos en ese tránsito a condiciones inesperadas, a situaciones inauditas y extraordinarias. Jóvenes en una ciudad de provincias que teníamos que luchar diariamente contra la atonía y la monotonía de sus propias costumbres.
            Todas las tardes del verano comenzaron a ser distintas cuando tuvimos la suerte de conocer aquel grupo de chicas. Bueno, yo conocía a mi hermana, evidentemente. Aquel aliciente motivaba una especial satisfacción en nuestras conductas porque descubrimos una visión de la vida diferente y que incluso, aquello que comenzaba a ser cotidiano, mantenía durante aquella horas de encuentro visos de hechos extraordinarios. Compartíamos sonrisas, vivencias y emociones. Hablar para confirmar el conocimiento, la maravillosa sensación de participar de las experiencias de los amigos, compartir confidencias y ser portadores de secretos extraordinarios.
            No recuerdo ni el momento ni la persona que pronunció aquella emblemática palabra, pero hubo un momento de silencio, un instante en el que el mundo pareció detenerse a nuestro alrededor. Seríamos una pandilla y aquella declaración nos otorgaba, intrínsecamente, la condición de la familiaridad, del acercamiento a una nueva nucleación social. Era asumir nuevas directrices en las conductas porque todos participaríamos de las emociones del resto, todos seríamos una piña, todos para uno y uno para todos, como si Alejandro Dumas nos reescribiera y nos convirtiera en una nueva serie de mosqueteros dispuestos a proteger el nuevo reino que habíamos creado. Para celebrar la institución de aquella nueva congregación de amigos propuso José Manuel regresar, el domingo, a la piscina de Coria. Inmediatamente Antonio expresó su conformidad siempre que acudiéramos en autobús y todos reímos la ocurrencia.
            Regresábamos alegres de la festiva jornada. Asomándonos a los ventanales del autobús veíamos pasar los postes eléctricos veloces, como queriéndonos dejar atrás, recordándonos que las horas vividas, que las bromas disfrutadas, las risas compartidas, no eran ya sino parte del recuerdo, un tiempo ya lejano que debía anclarse en la memoria. El río aparecía de vez en cuando, tras los inmensos naranjales, con su sinuoso recorrido abrigando los campos que le rodeaban. El vehículo nos sorprendía con briosos saltos cuando tomaba algún bache, denotando la necesidad de instalar nuevas traviesas en sus sistemas de amortiguación. Cuando llegamos al Barranco sentimos un importante alivio.  José María pensó que sería una buena oportunidad de rematar el día tomándonos una cerveza en el Tremendo, un pequeño bar situado en la feligresía de Santa Catalina. Y así nos dispusimos a recorrer el trayecto, a pie, que había entre la terminal y la famosa expendiduría de cerveza. Allí terminábamos muchos días, cuando concluían las clases del instituto coincidiendo, en su maravillosa y amplia sala, en medio de la calle, profesores y alumnos del San Isidoro, donde el alumnado era masculino y del Velázquez, todas féminas, en aquella esquina rematada por una barra de bar, donde se servía la mejor cerveza de toda la ciudad. Con el tiempo supimos que la materia prima era la misma solo que en aquel establecimiento no se cesaba tirar.
            Al entrar en la calle Sierpes vimos un tenderete de un partido ultraderechista que ofrecía recuerdos, fotos y emblemas del régimen que acaba de ser suprimido y que aquellos jóvenes intentaban recordar, una pretensión que pasaba desapercibida para muchos de los paseantes en aquella tarde de domingo. Dos enseñas, una patria y otra del partido que auspiciaban, franqueaban la mesa donde disponían sus artículos. Los miembros uniformados repartían folletos y pasquines con mensajes propios y con las palabras de sus dirigentes. Algunos entonaban himnos que yo recordaba de mi infancia, cuando nos disponían en formación, en el patio central del colegio, y a la señal del director comenzábamos las canciones patrióticas propias de aquellos años.
            A pesar de los años transcurridos, del tiempo laminando nuestros recuerdos, todavía no he logrado comprender por qué y qué llevó a cabo aquel despropósito, cómo terminamos en aquella situación que no reflejaba la realidad de nuestros pensamientos, de nuestras todavía imberbes ideologías. Como yo iba fijo en los ojos Carmen, intentando retener toda la chipa de su alegría, embebido en su imagen y sus palabras, no aprecié nada que pudiera haber sido motivo de ofensa hacia aquellos otros jóvenes, ninguna palabra que pudiera herir la sensibilidad, el honor y el ideario que mostraban.
            Fue a la altura del cine Imperial, en el atrio de acceso al local, justo donde se disponía el pequeño quiosco donde se expendían las entradas. Había un gran mural de una obra de teatro que se representaba en aquella sala que compaginaba el arte de la escena con las mejores proyecciones cinematográficas. De pronto sentí un gran golpe en mi espalda y vi, en mi forzada caída, como Juan abrazaba a mi hermana intentando protegerla de una agresión. Oí, ya en el suelo, como se proferían vivas a España que fueron repetidas por Juanlu, intuí que en un rictus automático de respuesta, y cómo éramos agredidos por aquellos jóvenes uniformados y con boinas de colores. Como fuimos sorprendidos en el ataque recibimos la primera andanada de golpes en el desconcierto. Ví como todas las chicas se refugiaban en el acceso al local y aquello aminoró mi preocupación, especialmente por mi hermana y por Carmen. Tras desprendernos de la sorpresa, sin tener conciencia de aquel despropósito, respondimos al ataque y a fe que lo hicimos con la misma bravura y el mismo empuje que ellos. Hasta tal punto que logramos desasirnos de sus embates y poder responder con la misma contundencia, reagruparnos y afirmarnos en nuestras posiciones. Isidoro no cesaba de golpear con sus puños a unos de aquellos jóvenes, mucho más corpulento que él, pero al que había acorralado, e incluso creí oír cómo le suplicaba que lo dejara salir. Antonio tomó una barra de hierro y lanzaba al aire derrotes, con el fin de alejar a cualquiera que intentara acercársele. Juanlu y Octavio daban cuenta de otros dos oponentes. Yo me enzarcé con el que me había atacado a traición con un bate que logré esquivar varias veces en su intento de abrirme la cabeza hasta que la fortuna se alió conmigo y, tras golpear en un saliente, pude abrazarme a él, primero, y derribarlo inmovilizándole su brazo izquierdo que, debo reconocer que la furia desatada en mi interior, intenté romperle. Nos defendimos como los héroes que intentábamos emular. Pero sin duda alguna, quien se llevó la peor parte, fue el individuo que atacó a Alonso con una cadena, como la suerte para el interfecto que, al segundo intento de golpeo, pudo asir la cadena por su extremo, con un movimiento de muñeca extraordinariamente ágil, la religó a ella, tirando con todas sus fuerzas hacia sí, con lo que el individuo perdió su cobarde posición privilegio y conforme llegaba a su altura, le pegó tal cabezazo que le rompió la nariz, por donde manó en abundancia la sangre. Todavía permanece en mi memoria aquella secuencia, reproduciéndose a cámara lenta. Alonso tirando de la cadena, sus ojos desorbitados y fijos en la presa, la lengua asomándose y apretujada en las hileras de dientes, y el movimiento de su cabeza hacia atrás, tomando impulso, convirtiéndola en un proyectil certero y preciso, y el gesto de inmenso dolor del atacante cuando impactó en su rostro. Cayó de rodillas, en frontispicio de agredido, tapándose, con las manos, la zona por la que fluía todo el caudal de su sangre. Sabiéndose desprotegido, ante los embates del fiero sabioteño, y un intento de preservar su cuerpo, tomó una posición fetal para recibir los cadenazos del joven aprendiz de mecánico. Sus compañeros huyeron despavoridos al verse sorprendidos por nuestra reacción, al ver que el factor sorpresa se tornaba para ser ellos los sorprendidos. Solo el que parecía ser su hermano se quedó para suplicar, entre sollozos, que no lo matara. José María asió por la cintura a Alonso mientras Juanlu le quitaba la cadena y la proyectaba sobre los grandes ventanales del Círculo de Labradores. Los agresores derrotados escaparon asidos el uno del otro, no sin antes Antonio, que había salido del refugio que había supuesto una de las esquinas del atrio, darle una patada en el culo a uno de ellos.
            Nos reagrupamos y salimos de la encerrona enfilando la calle Laraña, luego Imagen hasta encontrarnos en la esquina de Santa Catalina, en el Tremendo, donde José María se tomó dos tanques del tirón, Alonso otros dos, mientras los demás hacíamos una revisión de daños, que milagrosamente eran nimios, arañazos sin importancia y algún que otro hematoma en la espalda.
            Aquella noche mentimos a mi madre, cuando me preguntó por el origen de aquella herida, aquel coagulo que se mostraba indolente y pretencioso en mi zona lumbar, y con la complicidad de mi hermana, le referí un accidente en la piscina.
            En el fragor de mis sueños, transformé aquel suceso, en una referencia épica, en la epopeya de una aventura en la que debía enfrentarme a malvados que intentaban ofender a mi heroína, que tenía el rostro, el pelo, los labios y el cuerpo de Carmen, y yo la libraba de toda maldad. Y pensé en Isidoro subiendo a los aleros de una azotea para instalar aquellos tubos luminotécnicos, desplazándose por los estribos de las fachadas, venciendo al vértigo para sostener aquellos neones que ofrecían productos o anunciaban empresas, y recapacité en sus palabras, que tal vez fueran verdad sus relatos y que no tenía nada de malo querer ser como los demás porque no utilizaba violencia ni condenaba al dolor a sus oyentes, muy al contrario, gozábamos con sus historias de funambulista que iban dirigidas a su heroína, a una obtener un gesto y una sonrisa de admiración de Inés.

lunes, 13 de agosto de 2012

La nube en el cielo. Capítulo 1. 14


            La tensión se mascaba en el ambiente. Aquellos rubios jugadores, aquellos émulos de los hijos de Atila, con sus doradas cabelleras ondeando al aire conforme las carreras y los esfuerzos se acrecentaban, se habían adelantado en el marcador. Un fallo defensivo y el número once que la enchufó a la red. Desconocíamos los nombres de los futbolistas que venían con la intención de entristecernos y a fe que lo habían conseguido nada más empezar el partido. Por eso, cuando los espectadores comentaban los avatares del juego siempre se referían a los jugadores por el dorsal que lucían en las camisetas. Excepto el guardameta, que a ése siempre se le decía portero. ¡No da patás el número tres! ¡Qué bueno es el siete! ¡No es peligroso el nueve ni ná! ¡El cinco da leña hasta con las cintas de las calzonas! Mala suerte, pensaría Antonio, cuando volvió su rostro a los aficionados que le rodeaban y en los que se había aposentado la desolación también. Cuando el equipo contrario conseguía un gol, se conformaba un espectro sonoro que recorría las gradas del estadio, una ola de sensaciones contrapuestas, un runrún árido y triste que en seguida se trocaba en hálitos y gritos de aliento, en cánticos que surcaban y atravesaban los límites de la emoción hasta conformar una entonación coral capaz de revitalizar la moral más decaída, de restituir la filosofía ancestral que se entonaba con la frase que describía la idiosincrasia del seguidor bético, el grito que cimentaba toda la sinceridad de la emoción, la trascendencia espiritual del sentimiento deportivo, ¡Viva er Beti manque pierda!
Un pase de más de cuarenta metros de Julio Cardeñosa propició la velocísima internada de un joven, un nuevo valor que provenía del polígono de San Pablo, un tal Rafael Gordillo, que evitó la truculenta entrada del número dos, controló el balón unos metros, sorteó magistralmente al número cuatro que había salido a su encuentro, y cuando parecía que la pelota se perdería por el gol norte, in extremis y con una certeza extraordinario, el joven del polígono logró centrar y allí apareció Anzarda, que la paró con el pecho, la echó al suelo, fintó al portero con una pasmosidad inaudita y envió el balón dentro de la portería. Las gradas se cayeron, el gol se cantó con tanta energía que se oyó en el hospital general de Sevilla, aunque todo el mundo lo reconocía como la Residencia. Ondearon bandearas verdiblancas, sonó el lema, la leyenda del nombre, Beeeeeeeeeetis, Beeeeeeeeeetis, alargando melodiosamente la e hasta la extenuación, porque la segunda vocal, como el verde columnado en el escudo, es primera enseña de la esperanza. Así terminó el primer tiempo. Con empate a uno. Cuando dio comienzo la segunda parte, el campo era un clamor. La afición sabía que tenía que apoyar con todas sus fuerzas, con todas sus ansias. Los magiares no dudaban en poner las cosas difíciles. Pero se encontraban con la fuerza López, con la contundencia de Biosca, con la seguridad de Esnaola, con la exquisitez de Cardeñosa, con la furia de Cobos, con la innovadora maestría de Gordillo, que con las medias caídas, sorteaba las entradas y patadas que le lanzaban. Todo comenzó a conjugarse en primera persona, un nuevo conglomerado, un racimo de ilusiones, un equipo que no estaba dispuesto a dejarse vencer. El Betís apretaba, los húngaros se defendían como gato panza arriba. El resultado les servía. La afición no cesaba de animar. Beeeeeeeeeeti, Beeeeeeeeeeti. Las banderas ondeaban el aire llenando de esperanza el cielo. Faltaban dos minutos. El nueve volvió a dar un susto rematando un balón al palo, que cayó en las botas de Alabanda, que inmediatamente puso a los pies de López. Cardeñosa, que recibió el balón, avanzaba por la banda izquierda sorteando a cuantos contrarios le salían al paso. Antes de ser derribado por el número cinco, que no le partió la pierna por la extrema habilidad del vallisoletano, la envío a Gordillo que hizo la pared con Benítez, encaró el centro del área, dribló al central y cuando el portero creía que chutaría a puerta, lanzándose al palo por el que intuyó llegaría el cuero,  suavemente la puso en los piés de Megido que sólo tuvo que enviarla al fondo de la red. El campo se vino abajo. La gente gritaba emocionada. Se cantó el gol con fuerza extraordinaria, los abrazos se confundían con las lágrimas. Lo habían conseguido. La épica del Betis resolviendo las dudas. La gesta del Betís convulsionando el espíritu del mundo que suspira por este equipo. Uno de los mejores partidos del Real Betis, uno más para el glorioso historial, plagado de penas, alegrías, triunfos, derrotas, siempre envueltas en el sentimiento heredado o descubierto.
            Cuando el árbitro pitó el final, en un gesto de suprema alegría, Bizcocho lanzó el balón a la grada, yendo a caer en las manos de Isidoro, que sentado junto a hermano, se vio sorprendido por aquel extraordinario regalo. Hubo un aficionado que llegó a ofrecerle dos mil pesetas, proposición que él negó inmediatamente. El balón del glorioso triunfo reposaría en la estantería de su habitación. Una reliquia si precio.
Siguiendo una estela sideral, el rastro de la estrella que peregrina por el cielo azabachado, de un confín al otro del universo, tomé aquella decisión insignificante para el resto de la humanidad y de una importancia vital para mi propio futuro. Las decisiones marcan el sino de las personas. Aquel cometa rutilante que rasgaba el negro velo de la noche, que traspasaba veloz de una galaxia a otra rompiendo la monotonía delicada y sutil de la oscuridad infinita, hasta disolver su traza argéntea en la eternidad,  era la señal inequívoca que determinaba la toma de una decisión que vendría a disipar las dudas que me mantenían despierto, en vela meditando la aptitud conveniente, sobre la paridad que mortificaba mis sueños, amén de la terrible hinchazón que circundaba el ojo y que me procuraba un dolor intenso, que yo disimulaba por las tardes cuando nos reuníamos en la puerta trasera del cine Delicias, con especial énfasis cuando las niñas me preguntaban por la evolución del pelotazo, y especialmente cuando Carmen se acercaba y las yemas de sus dedos rozaban delicadamente el espacio amoratado. Aquello venía a ser el mejor bálsamo, el mejor ungüento para la dolencia, y entonces surgían las dudas sobre la necesidad de alargar el leve padecimiento y rezaba para que la inflamación no disminuyera, que se mantuviera toda la vida y las manos de la niña la acariciaran y las palabras besaran, aquel dulzor de su  voz lamentándose por el accidente, besaran el pequeño cardenal. Pero conforme los días iban pasando y la contusión iba desapareciendo para devolver al rostro su apariencia normal, fueron disipándose también los pequeños afectos, los arrumacos y ya sólo me sugería soluciones caseras para la total disipación de la herida.
            Uno investiga y hurga en el interior de su psiquis, y confronta las posibles soluciones a problemas, que siempre se emborronan al superponerse, y busca salidas para poder respirar, para poder desahogarse y solo encuentra nuevos caminos que llevan a otros sin salida y que hay que desandar el camino. Y entonces te ves perdido en el laberinto que has ido construyendo sin tener la precaución de dejar señales que faciliten el regreso, el tránsito tranquilo que permita la obtención del pomo que procura la apertura de la puerta, la llave que enhebre los mecanismos y engrane las distintas rótulas, hasta comprobar cómo van ensamblando todas las piezas, cómo generan una melodiosa y coral romanza que pregona tu libertad, el acceso a los lugares donde el aire llena los pulmones hasta gratificar y oxigenar todas y cada una de las partes de tu ser.
            Uno siempre mira a su alrededor esperando encontrar cómplices, sujetos que padecen como tú, que arrastran las cadenas de las emociones con el mismo esfuerzo, que forcejean con sus penas como lo hacemos los demás, y sólo vemos el trajín de gente con prisas, sin más interés que la consecución de sus propósitos, ignorando la solidaridad que estamos reclamando, desasistidos de cualquier emoción, perdidos en los mismos sinsentidos y en las mismas cadencias que los que observamos ayer. Un ejército de dolientes que guardan sus miedos y sus fracasos, y que nos ignoran porque piensan, y mantienen la sublime certeza de que son olvidos en los olvidos de otros. Miramos y escrutamos los ojos donde permanecen los miedos, los dolores, las aflicciones y los desafectos, atrincherados para saltar de improviso y sorprendernos en la candidez o la  sutileza de la experiencia, intentando averiguar si somos entes solitarios o pertenecemos a una grey  importante y numerosa pero sin la necesaria indulgencia para establecer vínculos que potencien la divergencia entre la amistan y el amor, o para engrandecernos en nuestros desamores, si somos producto de un plan universal, en los que somos manejados, o nos vemos dirigidos por la casualidad, por hechos imprevisibles que vienen condicionados por la toma de una decisión, por la involuntariedad de un impulso que nos va escribiendo, sobre la marcha y con renglones torcidos por la precipitación, el libro de nuestras vivencias.
            Pensamos qué hubiera sido de nosotros si un hecho no provocado, si la presencia unívoca de una coincidencia hubiera imposibilitado nuestra existencia, si jamás se hubiera producido el encuentro de nuestros padres, si una noche de un verano no hubieran decidido ir al mismo cine, si en vez de adquirir las entradas, uno de ellos, hubiera preferido acudir a otra sala o no salir a la calle vencidos por el calor, no podrían haber cruzado sus miradas, entablar la conversación primera que encandiló a la joven, quedar para la próximo día, atendiendo a la invitación del muchacho, y empezar a configurar unas vidas de las que aún no tenían constancia en aquella primera mirada, en aquel primer beso, ni aún en el primer deseo, porque miraban a su alrededor y el mundo entero giraba en torno a ellos y no había más vida ni más certidumbre de felicidad que la que lograron experimentar.
            Qué hubiera sido de mis sentimientos, de mis penas y alegrías, de los llantos y mis risas, de haberse imposibilitado el encuentro de dos personas que hasta aquel mismo instante eran dos desconocidos, dos puntos en el confín de un hábitat, que es a su vez la punta de un alfiler en el conjunto del planeta, tan pequeño en el sistema solar, que es una mota de polvo en la galaxia que apenas, es a su vez, un grano de maíz en el universo. Dos motas de polvo que posibilitaron mi existir, una coincidencia extrema para poder vivir. Qué hubiera sido de mí, si un soplido, un aliento de la tarde los hubiera desplazado, dónde se habrían quedado mis emociones, quién las poseería ahora. ¿Habrá algún lugar en el cosmos donde reposen las sensaciones que nunca nacieron, los amores que no se ofrecieron, las caricias que no se dieron, los besos que se ocultaron? ¿Dónde descansan los sueños que nunca lo fueron, que no tuvieron dueños ni mentes donde prenderse? Una decisión puede cambiar una vida o puede que ni siquiera la altere porque jamás viera la luz, porque quedara prendida en las tinieblas, en el doliente infinito donde plañen las estrellas.-
Tirar por la calle de la izquierda puede significar seguir viviendo, una determinación trivial, sin apenas importancia, porque la rutina de las cosas vienen a condicionar la propia razón de ser, y que sin embargo cambia el devenir de la vida. Porque tal vez, al tomar la calle de la derecha ignoramos que allí cayó maceta y todo queda en la anécdota, en un lance que no merecerá ni el comentario de los transeúntes, que no se han percatado del hecho, que ni el estrépito y furor de la caída ha musitado más interés, tal vez ahogado por el estruendo del tráfico endiablado, por el devenir presuroso de las máquinas o por el escándalo de unos martillos mecánicos con los que unos obreros levantan el acerado. Sin embargo decimos tirar por aquella senda que nos alejaba de la desgracia. El destino es caprichoso con sus designios.
Aquella noche no me dejé vencer por las dudas. La estrella cruzó veloz el firmamento y se diluía casi de inmediato en lo más recóndito del cielo, en lo más oscuro e intricado de su grandeza. Era un signo, una señal que me indicaba el camino a seguir. O eran mis propias ilusiones que se espejaban en el cosmos porque así lo quería yo, porque era yo quien dictaba mis decisiones, quién manejaba mi voluntad y no el capricho del destino. Pero tememos al fracaso y nos deleitamos con culpabilizar a los demás de nuestros errores o nuestras faltas. Si fallamos siempre tendremos un colchón donde caer, un espacio donde tener el tiempo necesario para resarcirnos, para ennoblecernos y reconocer las culpas propias, para expiar el pecado y resignarnos a la evolución del sino, y reconocer que no podremos luchar contra él.
Nunca lo supo, ni siquiera sospechó de aquella extraña conducta. Sólo Antonio fue partícipe de mi decisión porque le afectaba a él directamente, aunque he de reconocer que favoreció a su hermano.
Habíamos pasado casi todo el día en la cola. Cuando llegamos apenas la luz comenzaba a dorar la cal de la fachada principal del estadio. Ya se habían posicionado algunos en los ventanucos que servían de comunicación con el expendedor. Las taquillas se abrirían a las seis de la tarde. No podíamos perdernos aquel crucial partido del equipo de nuestros amores. Nos habíamos preparado concienzudamente para aquel trance. Dos bocadillos de tortilla para almorzar, dos de mortadela para merendar, dos peros que terminaron en el contenedor de la basura, y una casera de cola para echar abajo la pitanza que devoraríamos. El calor comenzó a hacer mella en aquellos valientes que se auxiliaban abanicándose con periódicos, con cartones. Alguien llevó un radio en la que oímos todos los programas deportivos vespertinos. Hasta una timba se organizó por el final de la cola. Una voz alertó de la apertura de las taquillas y un primer gentío se arremolinó en las pequeñas aberturas que servían para comunicar con el empleado, creándose un pequeño conflicto, entendiendo unos que ellos estaban primero. Se resolvió con el pregón “señores, que somos todos béticos”.  Tras dos horas de espera más, nos tocó el turno. Se habían agotado las localidades de gol, a las únicas que teníamos acceso, el presupuesto no daba para más. Nos miramos y entonces recordé que llevaba ciento cincuenta pesetas para comprar un libro de ejercicios de mi hermano. Resolví el problema y sacamos las entradas. Aquel partido era mi gran ilusión. Hacía años que no me perdía un encuentro de presentación. Desde que mi padre me guiaba de la mano y colaba entre dos cajas de madera de Coca-Cola no había dejado de asistir a esos partidos. El sacrificio merecía la pena.
Todo tiene un precio en este mundo. Y siempre hay prioridades que se presentan para trastocar las situaciones que uno tiene previsto, que siempre ha pervivido contigo desde que se tiene conocimiento. Antonio insistió, me recordó como tuve que convencerle para que acompañara al partido de presentación, de lo importante que era para mí mantener aquella importante tradición deportiva. Llegó incluso a suplicarme, a instar y hacer alusión al sentimiento, que me perdería uno de los mejores eventos deportivos, que presentía la gloria que se avecinaba, que no podía dejar de ser parte de esta historia que se escribiría, pues el equipo húngaro llevaba tres años invictos y solo había empatado tres partidos, hacía dos años.
Pero había tomado la decisión y no había paso atrás. Le regalaba la entrada a su hermano. Yo sabía que Carmen y Toñi habían quedado para tomar un refresco y habían quedado en los Modiles. Era la primera vez que podría estar con ella, la primera vez que miraría sus ojos y se espejarían mis ilusiones. Así sucedió. Hablamos durante unas horas y cuando la acompañé a su casa, seguimos hablando de las cosas menos importantes del mundo, la trascendencia provenía del sonido de sus palabras, de sus labios entreabiertos susurrando mensajes infantiles, del brillo de su mirada, del sonrojo espontaneo cuando nos sorprendía un instante de silencio y sonreíamos.
Aquel día el Real Betis escribió una de las mejores páginas de su historia que yo no ví. Fui feliz porque pasé aquella noche soñando despierto. Tenía la ocasión y la moneda para poder cambiarla y lo hice. Nunca me arrepentí. Porque las sonrisas, los gestos y los sonrojos son siempre únicos y yo los ví aquella noche frente a mí. No fue ningún trauma porque viví el tiempo de la esperanza, aunque Antonio jamás llegara a entender que no fuera testigo de la gesta balompédica.

viernes, 10 de agosto de 2012

La nube en el suelo. Capítulo 1. 13


            Los paisajes se transforman, aun cuando los espacios sigan permaneciendo donde los dejamos años antes y se produce una lucha en el interior porque la memoria te los presenta de una manera extraña, distinta e irreconocibles porque los proyecta en el tiempo en el que los abandonaste, los superpone en la consciencia y lo idealizado se derrumba cuando observas que el paraje cambia, como cambiamos nosotros, que hay un ritmo en la naturaleza que continúa su rumbo imperturbablemente, sin tener en cuenta ni sentimientos ni deseos ni la nostalgia que anida en el corazón del humano. Hay una transposición de elementos que modifican la vista, que aturden los recuerdos. ¿Cómo nos verán aquéllos con los que compartimos los primeros juegos, los que nos formaron en los primeros años del colegio, los mayores que nos reprendían cuando ocasionábamos alguna trastada y huíamos aterrorizados del castigo que nos esperaba? ¿Cómo reaccionaremos cuando reconozcamos un brillo especial refulgiendo en una mirada, en la alegría reflejada en una sonrisa que retiene los mejores momentos, los recuerdos felices de un infancia, ya tan lejana, que ya sólo un tenue velo donde se plasma la nostalgia, de tan fina hilatura que se rasga con las primeras contradicciones y resonancias que invaden el presente para aletargarlo y mostrar la certidumbre de la vida que pasa, de los años que nos vencen?
            Reconocí en la tibieza de la mirada, en la vista que se vuelve cuando nos cruzamos y el sentido se torna palabra que se injerta en el oído de la acompañante y sobrevuela la sensación de los años que regresaban, la conmoción de la ruptura del tiempo que provocaban las imágenes contradictorias de un tiempo pasado, figuras que regresan despojadas de la edad que compartimos e inequívocamente nos sustraen del presente. No es la remémora lo que nos hace felices en ese instante sino la imagen de la amiga que ha siseado tu nombre a su confidente, casi un suspiro pero audible a tus sentidos, que ha reconocido tu imagen a pesar de los años, a pesar del tiempo que todo lo espacia, que todo lo remueve, que nos rescata del olvido en el que hemos estado sumidos porque no teníamos constancia de que seguimos siendo presencia en la mente de otros, que seguimos jugando, hasta aquel mismo y preciso instante en el que intercambiamos la luz de nuestros ojos, en los paraísos que compartimos en la infancia y que ahora en la mocedad renovamos para instituir una nueva imagen, un concepto de las manos, de unos ojos que preservan la misma vida que conocimos, de un cuerpo que ha evolucionado y que se muestra con redondeces y formas que sugieren sensaciones nuevas, que provocan el deseo y una leve alusión a la lujuria. Te reconforta saber que aún perdura el recuerdo de aquella aventura en la que participaste, de aquellos momentos en los que fuiste aclamado como un héroe junto a los amigos, emergiendo la figura del hombre de la luna instruyéndonos en la conciencia de la verdad y la solidaridad, la mente preclara del extranjero que asociamos con el primer astronauta que pisó la luna, el viajero de palabras extrañas que confundía las palabras en su significado, en la significación y tergiversaba las situaciones entre las risas de aquellos niños que le auxiliamos, que le ayudamos en aquel verano del sesenta y nueve. Te conforta que aun asocien tu figura a aquel tiempo de ventura e inocencia, vencidos por el albor de la niñez que comenzaba a destetarnos, que las calles por las que corrimos un día permanece aún la sombra de nuestras figuras estirándose por las fachadas, desapareciendo por una esquina y que, de un momento a otro, se asomará tu madre al pretil de la ventana y te reclamará para almorzar o porque llega la hora de la siesta. Es aquel reconocimiento el que ha restituido, por unos segundos, la época de la épica, la sucesión de los años vencida por el cruce de una mirada o el susurro de tu nombre, eclosionado por unos labios que reposan en el recuerdo, perpetuándose en la intrahistoria de alguien de quién no tenías constancia, para quién eras un desconocido, un ser inexistente hasta aquel preciso momento.
            Juanlu llegaría algo más tarde, esperaría a Carmen que regresaba de pasar unos días de vacaciones en la ciudad paterna. Al igual que Alonso, tenía un vespino con el que realizaban los encargos de en sus respectivos trabajos. El primero en la relojería familiar que les procuraba un sustancioso sustento a todos los componentes del clan de los Vázquez; el segundo, en el taller de mecánica, donde trabajaba y del que hacía uso, en las jornadas festivas, para su empleo particular. Con él llegaría Juan. José Manuel trasladaría a las niñas, seis en un seat ciento treinta y tres, hasta la piscina de Coria. El resto manteníamos el reto de arribar corriendo al centro de diversión que se extendía por todo el promontorio ante el que se presentaba toda la ribera de la localidad. El río, como centro neurálgico de la vida local, descendía presuroso hacía su desembocadura, algunos kilómetros adelante, en Sanlúcar de Barrameda. La corriente provocaba el leve cuneo de las falúas que se dedicaban a la captura del barbo y del sábalo, que se preparaba en adobo para el consumo humano. Así quedamos, aquel domingo de julio, en la puerta del cine Delicias, los valientes que íbamos a cubrir el trayecto hasta la piscina corriendo. Nuestras pertenencias y avituallamiento para jornada, la portaban las niñas. José María, llegó el primero, a las ocho treinta, inmediatamente aparecimos Antonio, Isidoro y yo. Ya no echábamos en falta a Jesús María. Octavio apareció cariacontecido, excusándose por haber tomado la decisión de no participar en el reto. Nos acompañaría hasta el Barranco, donde paraba el autobús cuyo destino era la referida piscina. Al parecer tenía algunas molestias en el abductor, un término con el que comenzábamos a familiarizarnos por las retransmisiones deportivas, especialmente por los programas deportivos de Radio Sevilla y Radio Popular, y que él había tomado como propio para echar el hígado apenas cruzáramos el arco de la Macarena.
            Habíamos planificado el recorrido, con todo lujo de detalles, la noche anterior. Nos decidimos por el más fácil, transitar por la ronda, alcanzar el muro de la calle Torneo, largo y pesado, acceder al puente de Chapina, cruzar por la vega del Triana, esquivando el asentamiento gitano que tenía establecido su campamento en esta zona, a campo a través, llegar a Tablada, cruzar el puente de San Juan de Aznalfarache y tomar, dejando a un lado Gelves, la carretera de la Puebla e ir desquitándonos los diez kilómetros en aquella recta que parecía no tener fin. Todo se nos presentaba perfecto. El frescor de las primeras horas de la mañana nos soliviantó el espíritu, ese halo de atleta épico ateniense. Recorrimos los primeros metros y mediada la calle Torneo tuvimos que hacer un receso en nuestra demostración deportiva porque Antonio, apoyándose sobre uno de los murales que ornamentaban aquella pared que nos ocultaba a la vista los raíles de las vías del tren, comenzaba a dejar unas muestras de sus jugos gástricos, de restos de la cena del día anterior, con los ojos desorbitados por la fatiga, con un acceso de insuficiencia respiratoria que comenzaba tornar el sonrosado natural de sus mejillas por una leve tonalidad morada salpicada por unas manchas cárdenas. Cuando bromeamos sobre si aquella víscera que nos había adelantado y huyendo de algún cuerpo agotado y sin oxígeno, era su hígado, levantó la mirada y solo la falta de aire en sus pulmones impidió una respuesta contundente y con alguna alusión a nuestras familias, hecho que pudimos corroborar en la intensidad de mirada y la contrición gesticular de su rostro. Octavio aprovechó la situación y se ofreció para acompañarlo hasta el Barranco. Ambos tomarían el autobús. En la plaza de Armas, una jaculatoria de bromas y risas, procedente del vehículo donde las niñas viajaban, nos increpó jocosamente, actuación que motivó la honra de José María que arreció en su carrera hasta que el cientotreintatrés se perdió por la avenida, dejando a un lado las instalaciones de Chapina.
            En Gelves nos motivamos unos a otros, lamentando no haber efectuado una parada en el edificio, que años antes era estación del tranvía, y había sido reconvertido en pequeña taberna, un local que atendía a los eventuales viajeros que desviaban su trayectoria en sus desplazamientos a la ciudad. El calor comenzaba a hacer mella en nuestros cuerpos cuando avistamos en el naranjal que nos anunciaba la proximidad del destino final. José María marcaba el ritmo y no dejaba que le releváramos en esa tarea. Cuando lo intenté aceleraba e impedía que le sucediéramos. Era una cuestión de honor, supongo. Isidoro no cayó por vergüenza pero le costaba seguir el ritmo impuesto. Cuando logramos alcanzar nuestro propósito fuimos recibidos, no sabemos si en chanza o en reconocimiento a la proeza, una salve de aplausos del resto de nuestros amigos. Pero a nosotros nos sirvió de acicate y saltamos de júbilo, como si hubiéramos ganado la maratón de Nueva York.
            Alonso y Juan se tiraron de cabeza provocando una eventual lluvia en los accesos de la piscina, siendo reprendidos por el socorrista, hecho que inmediatamente olvidaron cuando, tomando a Octavio, uno por los pies y otro por las manos, lo lanzaron sin compasión al agua, suscitando otra amonestación del vigía, esta vez con mayor prestación y seriedad, advirtiéndoles que ya no les consentiría ninguna otra barbaridad que pudiera molestar al resto de bañistas, algo insólito, pues en aquel momento solo estaban ellos en el interior del inmenso estanque.
            El complejo recreativo era inmenso y fue modelo y referencia de los existentes cuando fue construido. Tenía una zona de baños, delimitando sus espacios según las edades a las que estaban destinadas. Así mantenía distintos aljibes, hasta seis. Una de tamaño olímpico, con sus calles de competición señaladas, aunque nunca llagaran a disputarse pruebas de carácter deportivos. Otra para pequeños, para niños menores de cinco años, que podían ser acompañados por sus tutores. Junto a ésta, la más espectacular, no por su tamaño, que venía ser como la adjunta, sino por su profundidad y mantenía un trampolín donde ejercitaban los mozos las más tristes y patéticas piruetas, que no acabaron en desgracias por intervención de la divina providencia. Allí realizó Juan un salto contorsionado, con la intención de impresionar a mi hermana, con tan mala fortuna y tan poca destreza, que tras dar una vuelta sobre sí mismo, sus piernas colisionaron con en el borde de la tabla, suerte que no fue con la cabeza, y cayó sobre la lámina de agua componiendo una estrambótica figura que provocó la hilaridad de los presentes y recochineo de todos nosotros. Salió de la piscina con el bañador a media pierna e intentando disimular su torpeza, e incluso realizó el penoso y jocoso comentario sobre la virtud de su salto. Cuando las niñas huyeron del hilarante suceso, por no dar mayor escarnio que el que le estábamos dando sus amigos, se dobló sobre sí mismo, henchido por un gran dolor, rogó que le acercáramos al puesto de socorro porque creía haberse roto la espalda, solicitud que ignoramos lanzándolo otra vez al fondo de la piscina. La cuarta piscina era circular, también dedicada al divertimento y baños de niños, aunque en ésta ya había cierta profundidad para los menores de ochos años. Le rodeaba un campo con diferentes aparatos de juegos donde se esparcían y gastaban sus energías los infantes. Y después estaba la mayor, la familiar, de una longitud extraordinaria, rodeada de zonas verdes y frondosa arboleda, a cuya sombra solíamos situarnos para esquivar la dureza del sol, especialmente a media tarde. Por eso procurábamos ser de los primeros en entrar y tomar aquella zona como nuestro fortín para jornada.
            También poseía el complejo con zonas deportivas, pistas de tenis, salón de juegos recreativos, campo de fútbol y un excelente y majestuoso servicio de restaurante, perfectamente adecuado para la reunión familiar que decidía llevar su propio avituallamiento y otro más selecto y reservado para aquellos que preferían hacer uso de los servicios gastronómicos que se ofrecían en el establecimiento.
            José María y yo manteníamos una fraternal disputa tenística, desde hacía algunos años, que casi siempre se resolvían a mi favor. Antes de iniciar los baños, de participar o sufrir las bromas del resto de la pandilla, cogíamos las raquetas y bajábamos a las pistas de tenis para dirimir nuestras cuitas deportivas que siempre terminábamos tomando una cerveza, en el pequeño ambigú situado al fondo de las instalaciones deportivas, recordando el punto tal y cual. Con José María no había problemas en los términos legales del juego, en el cumplimiento exacto de las reglas, pues él mismo se ocupaba de dar por mala una bola suya y procuraba, casi siempre, corresponderle en su honestidad.
            El recorrido de los trece kilómetros empezaba a hacer  mella en mi resistencia física, máxime cuando el calor comenzó a apretar en la medianía del día. Jugábamos partidos a cinco set, para no ser menos Guillermo Vilas o Björn Borg en Rolang Garros o Wimblendon. Llegamos al quinto set empatados. José María sacaba para ganar y yo esperaba la bola concentrado no estaba dispuesto a ceder y crear un hito que propiciara exceso de confianza en mi contrincante. Sucedió en un segundo. Una ojeada a la estrecha vereda que bajaba, por la ladera de la colina, y por la que accedíamos a los campos de juego, motivo mi distracción, un hecho fatal para el desarrollo del juego. Era una visión escatimada y pequeña pero advertí la silueta de Carmen descendiendo por la estrechez del camino. Un segundo puede conformar una eternidad en la admiración de la belleza, puede terminar con todo el tiempo del universo. Advertí hasta la sonrisa y un gesto de su mano alzada saludando, sacudiendo el aire y provocando que el cumplimiento de todas las leyes físicas del universo sucumbieran ante la sonrisa que profería, ante la grandilocuencia de sus ojos observando mi hazaña. Recordé las melodías que disfrutamos aquella noche, las pausadas letras de amor armonizadas con la música, sus manos posadas sutilmente sobre mi cuello y las mías circundando la calidez y la sensualidad de su cintura, sus palabras y mis silencios. Todo aquello en un segundo. Lo que duró en recorrer la bola el espacio que abarcaba desde la raqueta de José María hasta el inicio de mi frente, justo donde se conjunta la ceja y la órbita ocular. Después la oscuridad y el silencio. Había intentado sacar con toda la fuerza que guardaba aún, con tan mala fortuna que no encuadró bien la bola en la red trenzada convirtiendo la trayectoria de la bola en un misil directo a mi rostro. Dicen, yo no tengo constancia alguna ni guardo recuerdo de ello, que al ver la consecuencia del error intentó saltar la red para socorrerme, tropezando en la banda superior y cayendo de bruces sobre el cemento. Así que tuvieron que atender a dos en vez de uno.
            Cuando recuperé la noción del espacio y tiempo que nos mueve en la conciencia vi el rostro compungido y preocupado de mi hermana, la sorpresa en los ojos de Toñi, una mano de Inés intentando, con un trozo de hielo, bajar la inflamación del ojo, las sonrisas de José Manuel y Juan, las voces sobre las desdichas que nos habían ocurrido aquellos días. Pero fue la silueta de Carmen, atendiendo a José María, la que me hizo recuperar las sensaciones y la sonrisa cercana a mi rostro, cuando preguntó por mi estado y posó su mano sobre la hinchazón de mi ojo.
            En el autobús, ya de vuelta, con la tarde cayendo a nuestras espaldas, intentando esquivar la oscuridad que se cernía tras lomas del aljarafe, eludir el paso del tiempo, conversamos sobre el suceso y reímos y hubo miradas de complicidad en los sentimientos.
            Con movilidad limitada por los accidentes, logramos llegar al Burladero. Alguien echó un duro en la máquina de discos y sonó José Luis Perales cantando al Amor. En el silencio, con las cervezas en las manos, Antonio se acercó para musitarme una estrofa de la canción y susurrarme al oído sobre el destello en la mirada de Carmen aquel domingo, cada vez que hablábamos. Y esa noche fui feliz, a pesar del moratón en el ojo y de conceder la victoria a José María, en aquel partido de tenis.

martes, 7 de agosto de 2012

La nube en el suelo. Capítulo 1. 12


            Cantaba los goles con la misma felicidad con la que se celebra la obtención de un premio gordo de la lotería. Era un apasionado del fútbol, exaltación deportiva que compartíamos. No había nada mejor ni con mayor gloria que participar y ganar en el deporte del balompié, actividad que nos unió en la amistad y la consideración.
Cuando salíamos de clase nos dirigíamos de inmediato al tramo final de la calle Fernández de Guadalupe, donde la vía se ensanchaba hasta convertirse en plazoleta, un lugar libre de vehículos y donde el tránsito peatonal era, por aquel entonces, escaso, y que lo habilitaba casi a la perfección para situar un terreno de juego urbano, donde los límites de espacio deportivo se encontraba en las fachadas de las casas unifamiliares que lo delimitaban y las porterías se localizaban en los portalones de un viejo y abandonado local, eventual almacén de juguetes en las fechas próximas a la Navidad, y en su extremos opuesto, dos frondosos pilotes de maletas y chalecos, que se erigían en postes y un imaginario larguero, que posibilitaba siempre la duda de un gol cuando el balón alcanzaba cierta altura y el portero no acertaba a detenerlo, o se dejaba guiar por su intuición y gritaba, para escarnio de contrincantes, que la pelota había sido alta, un arbitrio que muchas veces terminaba en disputa por la disparidad de pareceres ante la eventualidad e incluso era motivo del evento deportivo si el propietario del balón se sentía menospreciado por aquella decisión que le afectaba en la consecución de sus propósitos de triunfo.
Se sentaba expectante en el escalón que permitía el acceso a la vivienda. Desde su prominente y privilegiada ubicación divisaba con claridad y perfección nuestra evolución tras el balón. Era una pequeña casa en la que anteriormente se ejercía el oficio más viejo del mundo, donde acudían los hombres de las proximidades, cuando los campos y las huertas aún eran frecuentes y no habían sucumbido a la especulación inmobiliaria que convertiría aquellos campos, en las medianías de la década de los años treinta, en una zona residencial en torno al hospital de la Cruz Roja, que fuera inaugurado por la reina Doña Victoria Eugenia, en 1923, y que reformó sus espacios para adecuarlos al alquiler de las pequeñas viviendas que resultaron de la nueva distribución del espacio.
Allí vivían Antonio e Isidoro, y allí comenzamos una fructífera amistad. Se sentaba sobre el desvaído mármol del escalón, con su bocadillo de mortadela, para observarnos, para alentarnos en nuestros ímpetus deportivos. Cantaba los goles con el mismo ímpetu y alegría con los que los vitoreábamos nosotros. Por eso no podía pasar desapercibido, ni creo que jamás lo intentara. Muy al contrario, siempre preguntaba si faltaba alguien para integrarse en cualquiera de los dos equipos. Pero siempre recibía la misma respuesta: no hacía falta. Y volvía a su lugar de observación, apesadumbrado y engullendo, a grandes bocados, su pan con mortadela.
Fue una tarde de sábado. Habíamos quedado para enfrentarnos a un equipo del Colegio Nacional Calvo Sotelo, el lejano centro que se situaba en la calle Arrollo. Íbamos a disputar nuestro primer partido en un campo de fútbol y sólo éramos diez con suficientes garantías para afrontar aquel importante compromiso. La tarde antes decidimos entrenar en el lugar habitual. Y allí estaba él, como cada día, esperando nuestra invitación, observando y contando por si alguien fallaba. Cinco contra cinco. Isidoro llegó con su padre y éste acarició al segundo hijo, revolviéndole el cabello. Antonio apenas prestó atención al gesto de cariño e hizo un ademán de desaprobación. Alonso disputaba los balones como si se jugara la final de la copa del Generalísimo y José María le correspondía con la misma contundencia. Dicen que los huesos, a esas edades, están por formar y algo de verdad tendrá el dicho, porque de ser incierto, de no guardar la elasticidad propia de la infancia, la consistencia y fortaleza de la fibra filamentosa, hubiésemos padecido alguna que otra rotura ósea. Pero la edad y la providencia siempre nos preservaron de aquellos males.
El balón quedó dividido tras un forzado despeje de Jesús María, que hacía las veces de portero y defensa al mismo tiempo, facultado por su innegable robustez y por brío asturiano, y allá que fuímos a disputarlo Juanlu y yo, llevándoselo con una habilidad extraordinaria y dejándome fuera de cualquier posible actuación, así que lo agarré y la pelota continuó con su díscolo y casi incontrolado periplo. Los dos bravos jugadores, el salmantino y el jiennense, fueron como trenes; uno al despeje, el otro a intentar gobernarlo. Creo recordar que ambos lograron impactar en el balón al mismo tiempo, elevándolo hasta una altura considerable, en vertical a sus testas, y cayendo a plomo sobre la de Alonso, impactando en su coronilla y volviendo a salir despedida, describiendo en su nueva trayectoria una elipsis inverosímil e ilógica que la hizo colar, por la ventana abierta al bonanza de la tarde, en el saloncito –después supimos que también, durante la noche, se convertía en dormitorio de los hermanos- golpeando en la mesa camilla y provocando un susto enorme en quienes contemplaban, en la televisión en blanco y negro, a Alan Ladd en sus aventuras en la película Raíces, que emitían aquel día en Sesión de Tarde.
Todos quedamos atónitos observando cómo perdíamos el balón, cómo era engullido por aquel monstruo que nos dejaba sin posibilidad de continuar con el juego. Antonio se levantó de inmediato y corrió hacia el interior de su casa, desde donde proferían gritos y alguna que otra maledicencia. A los pocos segundos salió con el esférico entre las manos, sonriendo con cierta malicia, sabedor de su posición de ventaja en aquella situación, y espetó, con toda la ingenua maldad para la consecución de un propósito, que la devolvía si le dejábamos jugar. Nos miramos y asentimos, especialmente Juanlu que era el propietario del cuero. Aquella tarde, Antonio metió dos goles en la portería que defendía Jesús María, más por la alianza con la casualidad y la suerte, que también hay que saber buscarla, que por sus habilidades en los fundamentos futbolísticos. Y además conseguíamos el jugador que necesitábamos para el encuentro del día siguiente, que por cierto perdimos catorce a dos, en un desastre de planteamiento ante un terreno de juego con las dimensiones normales, con sus portería, equipadas con sus redes y todo, con dimensiones reglamentarias, por lo que cada vez que tiraban a puerta era gol casi seguro. El portero, Jesús María, no cogía el balón mas que cuando lo arrancaba del fondo de las mallas, demostrando que la fortaleza nada tiene que ver con la destreza y la habilidad.
Así nos conocimos, así llegamos a acrecentar nuestra amistad. Conforme crecíamos descubríamos nuevas facetas que nos hacían cómplices en nuestros comportamientos, en unas pautas de conducta que fuimos compartiendo, aprendiendo el uno del otro cuando recorríamos el itinerario diario hacia el instituto, participando durante muchos años en las penas y las alegrías de cada uno, en las injusticias con las que nos iba maleando la vida, endureciéndonos conforme la íbamos entendiendo, conforme nos sometía a sus dictámenes y sus tiránicos mandatos. Como en aquel verano del setenta y ocho, cuando diagnosticaron cáncer a Pepa, su madre, una enfermedad que solo ella tomó con resignación y una abnegación digna de encomio, con una valentía, ahora que se remonta en mis recuerdos, merecedora de la santidad, pero que supuso para mis amigos un profundo y doloroso proceso que concluyó cinco años después, un lustro que fue costrando la primera herida con capas de tibieza y paciencia, asentimiento sobre lo ineludible del final de aquella mujer que cantaba las romanzas y coplas de Marifé de Triana mientras realizaba las labores del hogar, con la sonrisa en los labios, a la que jamás oí en una queja, durante aquellos advenimientos del dolor, en aquellos accesos de melancolía que debieron presentársele y que supo siempre disimular. Aquella entereza era la preconización de la entereza que quería transmitir a su esposo e hijos, la preparación sobre la pena que la afligía por el dolor de los suyos y que los martirizaba son su pena y dolor, sobre la desesperación que advertí aquel jueves dos de marzo, cuando nos hizo entrega de las entradas y las bufandas verdiblancas que ella misma había confeccionado, para sus antonios su Isidoro, para contemplar aquella eliminatoria de cuartos de la Recopa de Europa, en la que nuestro Betis, aquel Betis de la heroicidad por haber ganado la primera copa del Rey, un año antes, dirimiría contra el poder ruso, contra el Dínamo de Moscú.
Caminábamos aturdidos por las palabras y a mí me costaba sostenerle la mirada porque bordeaban sus ojos unas lágrimas, rodeados de aficionados que gozaban camino del estadio, soñando con la proeza, que para eso habíamos eliminado al Milán, preconizando al aire resultados en los que no haría falta celebrar el partido de vuelta. Ondeo felices de banderas albiverdes, cánticos de alirones, versos alegres sobre un equipo que redimía y alejaba las frustraciones, mientras nosotros tres caminábamos ahítos de un suspiro que nos hiciera recuperar el resuello, que nos devolviera el aire acongojado que se había aposentado en nuestros espíritus y que no éramos capaces de arrancar a pesar de estar rodeados de tanta felicidad, de aquel preámbulos en el que la fantasía era enarbolada, un mensaje que se transmitía por el mundo, aquella riada sentimental que intentaba arrastrarnos hasta la vorágine de la dicha que traspasaba los límites deportivos para mantener el sentimiento, como un hito, en el mismo centro del alma.
Se desataron las emociones cuando saltaron al campo los equipos. El Betis arreciaba pero era incapaz de materializar  las ocasiones que creaba. El público coreaba, a modo de los cánticos británicos, el nombre del equipo, alargando melosa y melódicamente, suspendiendo los sentimientos en las dos sílabas que conforman el recuerdo del río que baña a la ciudad, que le da la vida y la sostiene, y que ya los romanos nominaban de esta armónica forma. Durante aquellos noventa minutos nos olvidamos de la tristeza, aliviamos el corazón de la pena, embriagando las horas con el rumor de la felicidad. Nos abrazamos y nos emocionamos cuando el encuentro terminó. Y lloramos. Porque el Real Betis, el equipo de nuestros amores, mantenía abierta la puerta de la esperanza, y porque en el subconsciente yacía, aunque la fortuna y la ventura del momento lo encubriese con un tul de la ilusión heredada y transmitida, la constancia del verdadero sentido de la vida, de la constancia y la certeza del natural tránsito de la materia, que ni se crea ni destruye, sino se transforma. Y aquella noche mantuvimos la certidumbre de que esa evolución científica se concentraba en el recuerdo y los sentimientos. Allí se aposentaría toda la vigorosa energía de Pepa, y de los seres que siembran en nosotros el amor.
Y ya no volvimos a hablar más de la enfermedad de aquella mujer, ni aún cuando la despedíamos, cinco años después de que el Betis jugara su primeros cuartos de final de la Recopa de Europa, en las puertas del cementerio y una canción de Marifé de Triana taladró nuestros sentidos.