Acaso,
en los primeros días del verano, cuando todavía no teníamos constancia del
tiempo ni de su efímero paso por nuestras vidas, cuando las horas mantenían su
tránsito imperturbable y marcaban el lento devenir de la cotidianidad,
pensábamos en todo lo que nos quedaba por vivir. Ignorábamos que somos seres en
manos de los caprichos del destino y que nada nos pertenece excepto cuando
manifestamos la ejecución de los mitos con los que nos va asignando la
providencia. Y entonces podemos reír con las agradables circunstancias que nos
van rodeando, aunque ello suponga caer de espaldas porque nos sentimos felices
con la compañía, o nos entristecemos cuando el hálito de las penas nos va
envolviendo con las espesuras de sus lamiosos tejidos, y embriaga con sus dolorosas
esencias, y nos inviste con el dolor o las tristezas. Son esas sensaciones
extrañas y nuevas las que nos mortifican y abren las heridas que durante la
vida se ulceran y produce el escozor en el alma. Nunca llegan a sanar porque
siempre hay una lanza del destino dispuesta para la reabrir las heridas, para
recordarnos que nada en este mundo se sostiene sin la conciencia del dolor,
Procuramos protegernos de él, correr despavoridos cuando advertimos que intenta asediarnos, que dispone las fuerzas
de sus ejércitos atormentadores, pero siempre hay una zanja que nos provoca la
caída, que nos hunde en la ciénaga de la aflicción, una trampa en la que queda
apresada el corazón, y que lanza sus lazos en una mirada, o en un gesto, o en
el roce de unos labios que conmueven nuestros instintos para acrecentar el
vértigo de los sentimientos. Es el lodo que salpica los ojos hasta convertirnos
en ciegos, en seres manipulados, guiados por el despropósito del amor. Nada,
entonces, puede salvarnos de las desdichas que irán saltando el muro tras el
que aposentamos la primera felicidad, los momentos que disecamos en la memoria,
porque les extraemos las vísceras que sostienen la verdad, que podrían
delatarnos ante la falsedad de las emociones. Preferimos aniquilarlas y depositar
en sus anaqueles nuestros sueños, las ilusiones que se proyectan en la propia
mente para hacerlos verídicos ante la realidad que nos viene avisando del
fracaso si no tenemos la precaución de ir seleccionando los verdaderos de los
que nos engañan con falsedades en las emociones. Si acaso, nos obstinamos en
concedernos una tregua aceptando la
situación, el instante mismo sin importarnos el futuro, sin tener más visión ni
perspectiva que aquello que acontece delante nuestra. Somos el otero y el
ojeador al mismo tiempo, empinándonos en el pretil de la dicha, ignorando que
ante nosotros se abre el vacío si no construimos las pasarelas sobre las que
poder afianzar, con seguridad y soltura, los pies. Pensamos en la consecución
definitiva de la concreción de la felicidad. Y dormimos en las nubes mientras
los ojos que nos invitan al candor, los labios se abren a la sensualidad y nos
guían a invadir sus terrenos con la pasión. Pero vivíamos enfrascados en un
universo idealizado ante las proezas románticas de los referentes literarios y
personales. Soñábamos con las vivencias que otros protagonizaron y pudieron
convertir en realidad y que a nosotros se
nos presentaban como oníricas narraciones. Transitábamos alucinados por
los nuevos horizontes que descubríamos, por esas nuevas perspectivas con las
que ampliábamos el paisaje fantástico que se extendía por la imaginación. Vivir
para soñar era una premisa principal en nuestra adolescencia porque carecíamos
de la superficialidad del materialismo con el que contaminaríamos el espíritu
unos pocos años después, vendiéndonos al diablo del consumismo, una hoguera
fatídica, que encendimos auspiciados por el falso poder del dinero y a la que
nos lanzamos, sin dudar ni valorar las consecuencias por las promesas que
oíamos, cantos de sirenas que nos devoraron y nos restaron la libertad por la
que tanto luchamos.
No
le reconocí porque el tiempo pasado había idealizado su imagen en mi mente. Era
como si me hubiese estancado en la mocedad, como si los años no hubieran pasado
sobre mí, y ví mi reflejo en el fondo del escaparate, un fantasma entre los figurines que enseñaban la última moda
femenina, un espectro sonriendo a la desfasada figura que pasó muy cerca de la
figuración que se obstinaba en recuperar una edad que ya era historia en la
historia en la historia de mi vida. No le reconocí porque había un lastre de
recuerdos y emociones sombreando aquella encorvada y trasnochada figura, que
arrastraba sus pies por la calzada incapaz de soportar sus muchas vivencias,
las experiencias por las que había pasado. Era la inmemorial sentencia del paso
ejecutando su inexorable dictamen. Tuve la certeza de la juventud perdida en
aquel momento en el que cruzó su vidriosa mirada con la mía, intentando
reconocernos, restituir la memoria que permanece invernando en la sima del alma
esperando el resorte que la resucite, que la devuelva a la vida, el beso del
príncipe que restituye la fantasía de una época en la que no teníamos
certidumbre de aquella pereza por la lucha con la que nos había condena la
edad. Solo me sonrió. Tal vez ni lograre ubicarme en algún momento de su
tiempo, porque se había deshecho de su vida, la había tirado por la ladera de
un cerro, despeñándose con el caballo con el cabalgó triunfante durante unos
meses hasta que le descabalgó y en lo dejó en la mayor de las desventuras,
robándole sus fuerzas, la apostura de una arrogancia natural, del orgullo sobre
la naturaleza de la libertad. Venía con el periódico bajo el brazo, con el
cabello bandeándose sobre la nuca, ocultando el inicio del cuello y la
podredumbre que se escondía bajo la escasísima pelambre, mostrando la hermosura
blanquecina de la piel craneal, sin intentar ocultar las entradas que en
aquella noche, tras la esperpéntica trifulca, disimulaba con una boina
asturiana que había sisado a su padre en algún descuido o tal vez su progenitor
le obsequiara para que no cayera en la
desesperación por perder el cabello a tan temprana edad, como le pasara a él
antes de embarcarse y dedicar su vida a
la mar.
No
volvió a aparecer más por la esquina, ni tuvimos más conocimiento ni noticias
de él y sus avatares el resto del verano, ni en los años siguientes. No supimos
más que lo que las malas lenguas voceaban en los corros de amigos con los que
se había cruzado, ocasionalmente, y con los que cambiaba algunas esporádicas y
cortas palabras. Isidoro, algunos meses después, relató su esporádico
encuentro, de lo desmejorado que lo vio, de su macilento aspecto y su
degeneración física. Le invitó a que se pasara por los Modiles o el Burladero,
donde teníamos asentadas nuestros cuarteles de invierno, pero prefería, le
dijo, ampliar sus vivencias, conocer nuevas facetas de la vida, desafiarla con
tendencias vitales que abrían novedosas expectativas. Cuanto refería nuestro
querido Isidoro nos conmovía porque todos conocíamos el juego con las drogas
que mantenía Jesús María, aquel desafío de muerte y desolación que libraba
contra sus propios idearios, convirtiéndose esclavo de la heroína y el lsd,
adscribiendo su vida a la alucinación constante, en una carrera sin retorno
hacia la locura, hacia el dolor y el sufrimiento. Estábamos compungidos
por la descripción de los hechos. Nos
propusimos ayudarlo, hacer que abandonase el hábito por el consumo de las sustancias
estupefacientes que le estaban destrozando y alejándole de la vida sana y libre
por la que había luchado.
Era sábado y el
bodegón se encontraba repleto. Todos los veladores eran circundados por grupos
de jóvenes que discutían, que reían estruendosamente o frivolizaban con los más
absurdos temas. La máquina de pinball armonizaba el ambiente con sus
chasquidos, con sus metálicos sonidos, con una musiquilla que informaba sobre
la consecución de una partida gratis o una bola extra. Teo, que era el veterano
camarero que servía las mesas, apenas podía dar cuenta de todas la peticiones
que le realizaban al unísono. De vez en cuando, se tomaba una pausa para
recuperar el resuello y mientras oteaba aquel panorama de jóvenes intentando
acaparar su atención. Decían que había pertenecido a la Guardia Civil, que
había desarrollado su carrera en las provincias vascas y que ahora su
jubilación apenas le daba para mal vivir, leyenda que casi nadie creía, pues un
agente del benemérito cuerpo no había quedado en aquel desamparo que parecía
seguir al pobre hombre. Si acaso, comentábamos, será para ganarse un
sobresueldo, refiriéndonos a aquel trabajo que le hacía desesperarse.
Un brillo en los
ojos de Alonso, que se encontraba en frontispicio a la bocana de acceso al
local, nos advirtió de algo extraordinario, Acaban de hacer su entrada, como
ninfas recién extraídas de una fábula alemana, el grupo de chicas de la fiesta.
Antonia encabezaba la cortejo, quizás jerarquizaba el grupo por la edad. Le
seguían Mercedes, mi hermana, Inés, Toñi, Carmen, Mari Paz y Ana, mi hermana.
Enseguida nos hicimos notar, levantándonos y ofreciéndoles nuestras sillas.
Perdimos la noción del tiempo inmiscuidos en una conversación insulsa pero con
la que reíamos. Teo nos avisó de la proximidad de la medianoche y del cierre
del local. Cundió cierto nerviosismo entre las chicas, especialmente en las que
sus domicilios estaban más apartados. Les acompañamos. Volvimos a fundirnos con
la fantasía, con esos sueños que se dictaban desde los labios de esas niñas que
comenzaban a distraernos con sus facciones, con sus historias y sus retahílas.
Volvimos a perder la aspereza fingida de nuestra recién adquirida hombría,
aquel jirón de rebeldía que habíamos alcanzado con la propia naturaleza de la
edad. Por ensalmo de la belleza, la turbulencia de la emociones encontradas, de
la complicidad de unas miradas que nos delataban al desamparo de las emociones,
nos olvidamos de aquel muchacho que se estaba abrazando a la peor de las
suertes y ya no volvimos a hablar de Jesús María, de los problemas que le acuciaban
y lo desquiciaban en un amor que le arrebataba su propio ser. Porque habíamos
sido vencidos por la vida misma, porque habíamos instituido un orden de
prioridades que incluso desalojaba a la amistad infantil de las líneas de la
lista y la habíamos depositado en el cajón donde sólo la memoria podía mancillar
a la realidad, y que quedó totalmente ocluida y herméticamente sellada aquel
domingo cuando fuimos a la piscina de Coria y le borramos totalmente de
nuestros registros de amistad.
Treinta años después
el fantasma del mejor tiempo pasado regresó para mortificar los recuerdos.
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