Ha
ocurrido en un pueblo de Zaragoza pero puede repetirse en cualquier otro lugar
de la geografía nacional. Un atentado al patrimonio artístico de Aragón. Debe
ser algo implícito a la necesidad de cubrir, cuestiones irrazonables anejas a
este tiempo de crisis que nos asola, que está convirtiendo el país en un páramo
lleno de parados, de situaciones extremas en familias que no tenían
conocimiento de condiciones tan adversas que convierte a cualquiera en profuso
profesional de la restauración, en este señalado caso, o en ingeniero
aeronáutico por mero hecho de poseer conocimientos de cómo se aprieta una
tuerca. Lo lamentable de estas circunstancias es que hay quienes empezamos a tomarnos
a chanza este despropósito, porque no puede entenderse de otra manera la actuación
sobre un lienzo pictórico sacro que además, por premonición de la Divina
Providencia, se titulaba Ecce Homo. Así es como ha dejado la pintura la
interventora. Como un ecce homo.
Desconozco
si, quiénes esto leen, ha tenido la ocasión de disfrutar con una película de Mr.
Bean, cuyo título es éste mismo, en el que el desastrozo, pero siempre
afortunado cómico, viaja a Los Ángeles para participar en la presentación de un
cuadro que venía a ser para los estadounidenses como las Meninas para los
españoles y que es confundido con un eminente restaurador y crítico de arte. En
un momento de la película, los ignorantes e irresponsables gerentes del museo,
lo dejan solo para que examine la magnífica obra con la mala fortuna de
estornudar sobre el lienzo y lanzar en el mismo rostro del retrato que
realizara de su madre el artista, serosidades que mantenía en el aparato
respiratorio Mr. Been, y en un intento de retirar las expectoraciones del cuadro se trae en el pañuelo parte de la
pintura que resaltaba la esplendidez y serenidad de la protagonista, no
ocurriéndosele mayor solución que tomar un lápiz y reproducir la figura como la
haría mi sobrina de cuatro años.
Pues
algo así debió suceder. La pobre mujer, con más voluntad que profesionalidad,
pensó que aquellos desperfectos que afeaban ya demasiado la fisonomía del
Cristo al que quizás destinara sus oraciones diarias, harta tal vez de que
nadie tomara una decisión sobre la idoneidad de restaurar la obra pictórica
sacra, se lanzó a completar su obra y resolvió el tema de un plumazo. Esto lo
arreglo yo con dos cajitas de témpera y los pincelitos que utiliza mi nieta en
la guardería. Y con más valor y decisión que el Guerra, el torero no el hermano
del político, que eso mantiene otra denominación, allá que se lanzó a consumar
su obra y su definitiva y gloriosa proyección a la posterioridad, que ha
conseguido con cierta notoriedad. Pero no hay que echar toda la culpa a esta pobre
mujer, sino a los ineptos e incompetentes responsables, políticos y presbíteros,
que cada cual asuma la parte de responsabilidad que le corresponda, de la
salvaguardia del patrimonio de los que son custodios, y que son los que han de
tomar las oportunas medidas de seguridad para preservar las obras de arte que
permanecen en los lugares de dominio público para su contemplación, admiración
o culto religioso. Cualquiera puede tener acceso a creaciones artísticas, de
mayor o menor valor, y actuar contra imágenes o pinturas, pero si no se acometen
las acciones preventivas oportunas, les facilitamos la consumación de sus
delirios.
Esperemos
que ésto sirva para ejemplarizar futuros trabajos de restauración, que tienen
que ejecutar verdaderos profesionales, porque a veces se proponen estas
actuaciones a personas sin cualificación académica, sin los conocimientos artísticos
y adiestramientos necesarios para la recuperación, el saneamiento y la
conservación posterior de las obras de arte y pasa lo que pasa, que se camuflan
con ejecuciones nuevas la antigüedad y el valor artístico perdido, y hasta
pretenden hacer creer que siguen siendo lo que fueron. Hay que ser consecuente
con el legado cultura que hemos heredado, saber que nos obligamos a su
mantenimiento adecuado para que las generaciones futuras puedan contemplar,
admirar o rezar, las obras como fueron concebidas. No es un derecho sino una
obligación transmitir el valor patrimonial a nuestros sucesores, porque en
ellos residen los valores. No somos meros custodios de materias combustibles
que puedan ser repuestas por otras, somos albaceas de todo un proceso cultural
que reside en pequeñas ermitas, en edificios del pasado, en suntuosos palacios,
en magníficos museos o esplendorosos templos o catedrales y hasta en residencias
particulares. Ser responsable con este patrimonio es ser consecuente con el
legado cultural que contienen pues es la muestra de sabiduría de un pueblo.
Como
un verdadero ecce homo han dejado al pobre Cristo del lienzo, por ignorancia,
por despreocupación y absentismo. No es de recibo, ni tiene lógica, ni mantiene
límites en la razón, que una pintura pueda ser intervenida de manera tan
lamentable y que nadie se percate de ello hasta que la misma autora lo
denuncia. El esperpento en su más cruda representación.
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