Todo
tiene una medida, un espacio, una trayectoria en los confines del universo. Empezamos
a reconstruir los momentos en el mismo instante que sentimos que los vamos a
perder aceptando la momentaneidad de esta transacción, pensando que el tiempo
nos es favorable, que se alía con nosotros para devengarnos la oportunidad de
una nueva ocasión que restituya la alegría perdida. Nos urge esta recuperación
del bienestar del espíritu cuando reparamos que se evapora en los suspiros y
urgimos acciones en el intento de su restitución cuando apreciamos cómo se van
diluyendo entre los dedos los anhelos y las gracias de los besos que no dimos y
esperaban, de las caricias que dejamos de ofrecer y que necesitaban para sentir
también la felicidad que nosotros alentábamos, la intensidad de la mirada que
buscábamos para alimentar el amor que requeríamos sin darnos cuenta que
dejábamos ahíto y desnutrido de pasión la fuente que pensábamos inagotable.
Ciegos, no comprendimos que la ventura de sabernos queridos pasa por saber querer.
Ignoramos que la vida es un discurrir constante, una aventura en la que somos
cazadores de ilusiones, de sucesos con los que pretendemos gratificarnos,
perdiéndonos en la maraña y en las oscuridades del desamor para ser presas del
fracaso, y experimentar entonces la frustración del depredador cazado. Es una pretensión
ilícita de la condición humana querer satisfacer el propio ego, sentir y
confiar en la obligatoriedad de los demás a indemnizar y a participar en los
errores que propiciamos sin percatarnos que hemos de ser nosotros mismos los
que tenemos que evitar las equivocaciones y asignar a nuestros derechos la
condición ineludible de la gratificación absoluta de los deberes con los que tenemos
la obligación de corresponder a los semejantes, a los que nos rodean, que
poseen el mismo tiempo que nosotros para conseguir los instantes de la
felicidad que le requisamos con los egoísmos, con las egolatrías que asoman por
los poros de la piel cuando confiados en la consecución de la perpetuidad de
los sentimientos, envanecidos por el prurito de la rotundidad de la práctica,
despeñamos cualquier afecto por el precipicio de la rutina.
Confundimos con
demasiada asiduidad el epicentro del mundo y queremos hasta variar la velocidad
de los giros que nos proporcionan la luz y la oscuridad, una ambivalencia que
sostiene, equilibra e iguala la razón y los sueños, la secuencia rotatoria que
nos permite la asignación de la temporalidad que nos despeja de la locura, que
nos aleja del nuboso ámbito donde residen la enajenación y la demencia.
Evacuamos los sentidos por los albañales, que conducen al mar de la desolación,
como si fuera un bien profuso, una inagotable fuente en la que podemos
saciarnos constante e imperecederamente y de improviso, prendidos en la ceguera
de la condición que nos presupone autosuficientes, nos vemos despojados de la
ilusión y los sueños, perdiendo el equilibrio y cayendo en una espiral sin fin,
incapacitados por la desolación para luchar contra las turbulencias que aspiran
nuestra razón, en la confusión y en la anarquía, en la batahola que nos
mortifica con la incertidumbre y la duda, buscando culpables y causas ajenas a
los propios despropósitos. Un descenso agotador del sólo podremos salir y
hallar descanso si evaluamos los motivos y los hechos que propiciaron la
desgracia y asumimos con humildad y resignación la taxativa culpabilidad, exonerando
a quienes creíamos cómplices de una confabulación universal contra la felicidad
que irradiábamos. Así, convencidos de la propia irresponsabilidad, reconoceremos
que somos fútiles instrumentos de las fuerzas superiores, de los designios de
las decisiones que nos llevan a tomar senderos irreconocibles, caminos que
creemos inapropiados, que provocan caídas y heridas que sirven, sin nosotros
tener constancia de ello, para curtirnos en las esencias y en la realidad de la
vida, que nos educan en la toma de decisiones y hasta en los comportamientos
emocionales que suponemos actúan de manera imprevisible. Las lamentaciones
vamos arribándolas conforme endurecemos la piel y no dejamos transpirar más que
aquellas emociones que sabemos se perderán en la indiferencia de los demás, en
la falta de trascendencia de quienes nos observan, pues no somos más que seres,
a veces invisibles, a veces molestos, para la generalidad, para el maremágnum
que gira en torno a nosotros, transformando la alegría en ceguera,
catalogándonos en la inanición, en la fatiga que nos distingue como seres
humanos, pues no somos más que la consecuencia de la despreocupación de quienes
nos ignoran.
El asfixiante
calor no impedía que tomara mi mochila, cargada de pesas, instrumentos que yo
mismo había construido con latas de conservas y cemento, y algunos cantos
rocosos, con el fín de poner a prueba mi resistencia física, y saliese a correr
por las calles vacías, ardientes avenidas despobladas, que se abrían a mi
presencia y al ritmo de mis zancadas. Rodeaba el colegio donde había pasado
parte de la infancia y saltaban sus muros mi nostalgia y volvían las voces del
patio de recreo, las órdenes tajantes de los profesores, y las luces de los
atardeceres invernales cercando los grandes ventanales. No tenía una ruta
prefijada, aunque siempre mantenía una referencia que solía ser el culmen, el
punto donde se iniciaba el retorno. Hora y media de solitaria carrera daban
para pensar, para elucubrar y elevar juicios a los estratos donde la fantasía
mantenía su reino, donde habitan las fábulas de adolescencia, donde eran
esencia y presencia inevitable las imágenes de las cosas menos importantes, de
las escenas imprescindibles para dar sentido a la fabulación, a la realidad
mágica que se plasmaba engañada con los deseos, o empotraba mis reflexiones en
el muro de las nuevas tendencias sociopolítica que comenzaban a convulsionar
los estratos de las ideologías. Así había días en los que me asaltaban dudas
sobre el proceso político que estaban dotando al país de un nuevo aspecto, de
una nueva fisonomía, que procuraba en mí recelos, desconfianzas supinas ante un
horizonte que delimitaba un mundo desconocido. Correr con casi cuarenta grados
es agotador por ello es preciso engañar al cuerpo con disquisiciones ajenas al
sufrimiento. Todos pretendíamos saber y conocer, mantener una sabiduría
política honda, una sapiencia adquirida por encanto, por la seducción de la
terminología que se pregonaba en los mítines, en aquellas concentraciones en
patios de colegio, en la que se ensalzaban valores trasnochados, de una época
pasada, mera historia en la que un reducto, con añoranzas de revanchas,
pretendía restituir, recuperar el valor de una deuda pendiente, aunque a los
jóvenes nos incomodara aquellas remembranzas de episodios donde el dolor
prevalecía, donde el perdón, que debían pedir las partes, quedaba incapacitado
ante el reclamo de las reivindicaciones históricas. Carecíamos de instrumentos,
de valoraciones justas sobre el tiempo que nos precedió. Quienes podían hacerlo
estaban alejados, fuera del país, proscritos inaccesibles para la mayoría, y
nuestros padres eran fruto de la desesperación y el miedo de los suyos,
consecuencias de la incesante búsqueda del bienestar que carecieron, ausentes
en su propia tierra que no anhelaban más que un futuro para nosotros, pues
ellos siempre fueron doloroso presente. No querían mirar atrás y sus
perspectivas no llegaban más allá de donde se siluetaban las líneas del
horizonte. Dónde tuvimos ocasión, los jóvenes de aquella generación, de
instruirnos en el conocimiento, ecuánime y objetivo, desprovistos de intereses
y resabios. Quién nos educó en la consideración de los valores morales sin
actuar para preservar sus intereses personales cuando los objetivos eran el
derrocamiento de las estructuras anteriores por unos, o el asentamiento de un
indeleble pasado, de otros. Quienes hablaban de futuro lo hacían desde la
perspectiva que les dictaba la consecución del suyo y lanzaban proclamas sin la
dureza de los viejos luchadores que querían instituir un pasado para construir
el futuro. Pero con aquellas cimientes era difícil dar soluciones al porvenir.
Por eso nos dejábamos embaucar por las exoneraciones que nos abrían las puertas
de la felicidad, de la construcción de un futuro donde todos íbamos a tener los
mismos derechos y obligaciones. Había que ir andado hacia adelante, fijar la
mirada en los límites del horizonte, sin mirar atrás, tiempo de historia que
debiera servir para reflexionar, para hallar soluciones a los errores
cometidos, a las decisiones que permitían la violencia y el fanatismo,
desprecios al ideario del vecino y que sólo consiguieron el embrutecimiento de
los sentidos y enaltecer por los peores instintos que habitan en el alma
humana.
Por eso nos
vimos atraídos, antes del inicio del verano, Antonio, Isidoro y yo, por la
citación impersonal del pasquín que encontramos tirado en las cercanías de la
puerta del cine Delicias, convocándonos al acto político en el que
intervendrían Rafael Escuredo, José Rodríguez de la Borbolla, Alfonso Guerra y
Felipe González. Un mitin, una novedad progresistas en nuestras ancladas
mentes. Y nos dejamos succionar, en el fragor de la locura colectiva, por las
palabras, turgentes, briosas, cargadas de razón y futuro, del joven abogado que
ostentaba la máxima representación del partido, subido al púlpito de la provisionalidad,
inventando un atril con el soporte de la cartelería que le escoltaba y con una
banqueta obtenida de embocar hacia abajo una caja de botellines de la
Cruzcampo, con el micrófono en una mano y el puño cerrado taladrando el aire cada
vez que lanzaba una frase con reivindicaciones sociales y soluciones a los
problemas del presente. Y todo ello, con el vigor y seguridad del precoz líder.
Nos atraía aquella sencillez con la que se manifestaba, el acento común que
enlazaba los sentimientos, sin buscar excesos retóricos rutilantes, su cercanía
verbal, la certeza de comunicar con aquella campechana y franca precisión.
Aquel día fue el primero que bebimos una cerveza en un vaso de plástico, que
Isidoro rompió con aquellas garras que tenía por manos, mientras oíamos a un
joven granadino, vestido con un mono vaquero, una camiseta y unas zapatillas de
deportes, elogiar musicalmente la virtudes del pueblo andaluz, la honestidad y
moralidad de Blas Infante, del que Isidoro preguntó si era un nuevo futbolista
del Granada, y la honradez del patrimonio universal de la cultura de Andalucía,
entonando aquella melodía “de Ronda
vengo, lo mío buscando, la flor del pueblo, la flor de mayo, verde, blanca y
verde. Ay qué bonita, verla en el aire,
quitando penas, quitando hambres, verde, blanca y verde. Amo mi tierra, lucho
por ella, y Esperanza su bandera, verde, blanca y verde”.
Durante las
jornadas siguientes, en la soledad del corredor que quería y aspiraba ser, me
fui planteando la verisimilitud de aquellas ideas, de aquellas propuesta para
la consecución del futuro que tanto deseaba, un lugar habitado por la equidad y
la justicia, por la posibilidad de adquirir una conciencia solidaria que
permitiera el reparto justo de los bienes, la supresión de todas las carencias
que me relataban mis padres, que les impidieron gozar de las bonanzas que
manteníamos ahora y que querían mantener aun a costa de la supresión de algunos
de las potestades con las que habían sido bendecidos, cuando fueron concebidos,
por la Providencia. Pero elucubraciones vinculadas a las fantasías de la mente
juvenil, advenedizos pensamientos de un adolescente, todavía no inoculado por
los rigores del germen de la edad y cuya vacunación no se produce, de manera
paulatina y secuencial, más que con la adquisición de las experiencias. Pero
aún no tenía conocimientos de ellas y algo en mi interior me prevenía e
inmunizaba al cambio natural, algo mi interior se resistía a alterar aquella
inocencia que abría las puertas de la ilusión a cualquier mensaje de buena
voluntad, aun cuando pudieran sustentarse en la conveniencia de la obtención de
un proyecto, sin importarles la utilización sentimental que esperábamos
llevaran adheridos. Todavía no habían resquebrajado la fragilidad de la
ilusión, por eso incluso nos emocionábamos con los mensajes que recibíamos, con
las letras de aquellas canciones que resaltaban la obtención de las igualdades
por mero hecho de la condición humana.
Corría para
deshacer mis frustraciones aunque creía que lo hacía para mantener mi peso y mi forma física, para sostener
aquella condición que me pedían en lo juveniles del Real Betis, para retener la
figuraba juvenil que posibilitaba el acercamiento a las niñas. Y lo hacía en
plena canícula, con la desolación de las calles abriéndose a mi paso, con el
sudor recorriendo mi cuerpo y deshidratándome a cada zancada, poniendo a prueba
mi voluntad con metas que solventaban mi debilidad, que posibilitaban la
concreción del fin. Corría a media tarde para evitar las miradas incongruentes
de la gente, para eludir los comentarios de quienes pudieran cruzarse conmigo y
aludieran a mi condición de loco. Corría a media tarde, ante las correcciones y
advertencias de mi madre, que pensaba que me iba a dar un soponcio, con
aquellos calores que levantaban la brea del firmamento, y yo le correspondía,
mintiéndole cariñosamente la mayoría de las ocasiones, no por mi falta de amor,
pues siento devoción por ella, sino porque era imposible trazar un recorrido
sombreado, cuando el sol reina en el cenit del cielo y cae a plomo sobre la
ciudad despejada, para poder arribar en las inmediaciones del lugar donde vivía
Carmen, esperando que me reconociera alguna vez, que mostrara su figura a
través del ventanal del salón, por coincidencia o por intuición, y levantara su
mano levemente, la equiparara al sol de su sonrisa, y me hiciera portador de la
mayor felicidad, y yo desaparecería corriendo, renovadas las fuerzas y el
espíritu, camino de mi casa, esperando impaciente la llegada del fin de semana.
Pero nunca sucedió más que mi mente, donde galopa siempre una febril fantasía.
Algunas veces, sí que ví a Inés asomada a la cuadrícula espejada de su
habitación, y me sonría y yo le correspondía con la consideración fraternal que
requería.
Cuando llegaba a
casa, casi desprovisto de fuerza, cándidamente envuelto en los misterios de mis
pensamientos, tomaba la manguera que servía para el riego de las plantas, de
las grandes pilistras, de los claveles, de los geranios, de la dama de noche
que ornaba el muro del cercado, y me duchaba en el patio, satisfecho y
tolerando el frescor del agua, aquella húmeda que gratificaba y devolvía la
vida a cada poro de mi cuerpo, devolviéndome la razón y la sensación de
análisis de cuánto me rodeaba. Seguía ocultando mis preferencias políticas a
mis amigos, me forzaba a ello mi denodado sentido del ridículo, quería
parecerme y acercarme a sus conductas, tomar la cerveza diaria, hablar de las
niñas de pandilla y de los afectos que comenzaban a fomentarse sensaciones
desconocidas y agradables en los corazones. Me quedé, en aquellos días, anclado
a las palabras y a utopía, que yo sabía entonces que jamás se cumplirían, de
los jóvenes que prometían una revolución social de futuro, con el preclaro
sentimiento sobre la identidad andalucista en la emoción de las letras de
Carlos Cano. Pero por encima de todo, quedé embaucado por la sonrisa y los ojos
de ella, con el sueño de sus manos alentando, a través de la ventana, mi
esfuerzo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario