
La única noción
que tenía de esta nueva urbe, desconociendo que le serviría de hospedaje
eterno, de túmulo para recoger su vida y sus sueños, eran las fiestas de la
primavera, la semana santa y la feria, que trascendían las fronteras
nacionales, de las regiones, y que reconocía porque las había estudiado en su
vieja enciclopedia Álvarez. Aquel libro fue la única puerta al conocimiento en
aquella época para él, aún huérfana de la EGB, método educativo que
extrañamente fue implantada en Andalucía antes que las tierras donde Antonio de
Nebrija concibiera la gramática fundamental de nuestro idioma, donde Fray Luis
de León dictara los mejores momento de la poesía hispánica y donde Miguel de
Unamuno defendiera la esencia de la vida ante los cantos épicos y de efímeras
glorias y salves a la muerte del general Millán Astráin. Era como descubrir el
nuevo mundo que imaginaba allá en su Salamanca natal, una secuencia de
oportunidades que se le presentaban de improviso y gracias a la nueva coyuntura
de trabajo con la que había sido favorecido su padre, recio castellano,
intuitivo y menesteroso obrero de la construcción que recurría a su sapiencia natural
para reconstruir su vida, para ofrecer unas condiciones mejores su prolífica
familia. Los recios campos castellanos, los fríos secos del invierno, los
racheados vientos que asolaban los cristales de las ventanas de su habitación,
que aullaban por sus resquicios, convirtiendo su descanso en un suplicio, pues
llegaban hasta su mente, las palabras convertidas en imágenes, de los cuentos
de la tía Delfina, sobre lobos que bajaban de los montes para aniquilar rebaños
enteros de ovejas y al pastor que se enfrentaba a las fieras en defensa de los
pobres animales.
De
pequeño soñó con ser pastor, pero bastaron algunas truculentas historias sobre
perros salvajes y su inhumana condición para el exterminio, de la insaciable
ferocidad de los míticos canes, depredadores que mantenían su reino en las
montañas que le rodeaban, que desistió de inmediato aterrorizado y se dedicó,
con especial fruición, a estudiar para ser un hombre de provecho en el futuro,
como querían sus padres, con la formación, que ellos no tuvieron, para no verse
en los duros trances que ellos asumieron con la resignación de quién se sabe
dueño de la escasez, en las calamidades que tuvieron que sortear, en las carencias
que les hizo broncos y fornidos trabajadores con apenas doce años, subiendo
espuertas de ladrillos hasta lo más alto de los edificios, cubos de mezcla que
sirvieron para fortalecer músculos de piernas y brazos cuando tenían que
hacerlo llegar a los oficiales, dejando la sangre en obras que solo ofrecían
pan y escaso salario. Dueños de sus miserias y esclavos de las migajas que
repartían, con graciosa arbitrariedad, los jefes y señores a los que debían
servir decidieron cambiar la situación alejándose del hogar de sus mayores y
buscaron la tierra prometida donde poder abastecer y dotarse de una mejor
existencia. Por eso aprovechó las facultades con las que fue premiado por la
divina Providencia y se centró en los estudios, en acaparar todo el saber
posible, en adquirir todo el conocimiento que pudieran acumular sus neuronas.
José María
poseía un especial don para el estudio, que sumaba a su responsabilidad y a su
sencillez. Aquella primera mañana, el día del encuentro, con las aulas vacías,
oliendo a paredes nuevas, estrenado sus espacios, descubriendo el mundo donde
nos aposentaríamos en los años siguientes, encajamos como dos piezas de puzle. Éramos
como dos imanes con sus polos opuestos y enfrentados. Algo tuvo que ver también
el destino y nuestra apariencia física. D. Patricio, el director del colegio,
nos unió en un grupo en el que también se encontraban Pepe Rubalcaba, Manolo
Cruz y Francisco Carreras. Nos encomendó una tarea especial, al ser los de
mayor edad, nos dijo como excusando por la selección, pero creo recordar que
allí solo había otro grupo que se encargaría de aprovisionar el módulo
siguiente. Subiríamos, a las últimas plantas, el mobiliario y todo el material
didáctico que se apilaba en el enorme camión que se había apostado en las zonas
del recreo y que la poca pericia, o su despreocupación ante un espacio tan
grande, del conductor ocasionó el primer percance del todavía no inaugurado
centro escolar. Se llevó por delante árboles que parecían recién plantados.
La jornada fue
extenuante. Pero sirvió para mantener un primer contacto, que con el paso
inmediato de los días se convirtió en lazos de confraternidad para siempre,
vínculos que traspasaron los años y las décadas. Allí se cimentó nuestra amistad.
Allí se gestó la hermandad que nos unió para siempre. Aún hoy, cuando ya no
está entre nosotros, sigue recordando aquel primer día, la sonrisa y la
predisposición a realizar cualquier misión, a la elevación de su figura y su naturaleza
fraternal por la que siempre se distinguió, por su espíritu de superación
constante y sobre todo por su perenne animadversión por el enfrentamiento entre
las personas, entre los pueblos, por su disposición a encontrar una solución
dialogada aún el sacrificio de la pérdida de sus propios derechos.
Los restos de la
batalla aún podían contemplarse en la porticada desembocadura del cine
Delicias. En los escalones, pequeñas gotas de sangre que marcaban el sendero
por el que desplazó su agonía Antonio, y que una obesa limpiadora se obstinaba
en limpiar con lejía, mientras maldecía al desgraciado que había vertido sus
esencias sobre aquellas baldosas. Disimulamos la situación, incluso Alonso hizo
algunas pequeñas alusiones a la falta de respeto y consideración de los
miserables que habían dirimido sus cuitas en aquel espacio privado, indicando
lo que les hubiera hecho de haberlos sorprendidos, porque después podían
culpabilizarnos por nuestra constante presencia en aquel lugar. La mujer escuchó,
con cierta reticencia y con algo de recelo, los comentarios del joven y hasta
lanzó una mirada de desafío intuyendo que las palabras guardaban algo de sorna
y mofa.
Continuaba el
calor asfixiante. Ni la caída de la tarde, ni la llegada de la noche,
aminoraban la sensación opresiva e irrespirable del ambiente. Juan llegó
quejándose de estas circunstancias climáticas y enseguida se ofreció para
invitarnos, pues había cobrado la paga del dieciocho de julio y se la quedaba
por completo, un acuerdo familiar que le permitía asumir algunos caprichos.
Tras aplacar,
con serenidad y sosiego, el primer calor con algunos tanques de cerveza en el
Burladero, continuó con su rumboso proceder agasajándonos con una sesión de
cine de verano y un helado que nos tomaríamos mientras visionábamos la
película. Tal vez aquella generosidad se debió a que aquella tarde solo
acudimos a nuestra cita diario Alonso, Isidoro –Antonio no apareció pues se
encontraba convaleciente y ¡en cama! por su aparatosa herida-, José María y yo,
amén de nuestro prócer.
Tuvimos que
esperar a la segunda sesión, porque el portero nos advirtió que ya hacía tiempo
que habían iniciado la proyección, e hicimos tiempo paseando por los
alrededores del cine, recordando las peripecias del día de la batalla, riendo
las ocurrencias y los hechos posteriores, especialmente la atropellada entrada
en el tanatorio y el repelús de enfrentarnos a la visión de la muerte proyectada
sobre aquel pobre hombre, tendido sobre el lapidario de mármol, con la tez
cerúlea y un pañuelo atado sobre el cráneo para mantener cerrada la quijada y
evitar el rictus de la parca reflejado en él, perfectamente ataviado, con un elegante
traje, una inmaculada camisa y una corbata negra, como guardando luto por su
propia desgracia, con unos zapatos relucientes, recién lustrados, que jamás
volverían a pisar el suelo y sus manitas cruzadas sobre el pecho, a las que
habían encajado una pequeña cruz de madera y un rosario.
Isidoro, nos contó con encomiable aplomo y
sentido del humor, que tuvo aplacar a su hermano, ya en su casa, de un ataque
de angustia por lo que creía una premonición sobre su propio destino, aludiendo
a la tragedia familiar que les asoló hacía tan solo unos pocos años, cuando su
abuelo participaba en el duelo de un amigo y se abrió de improviso el féretro,
ante una torpe maniobra de los empleados de la funeraria, y quedó al
descubierto el cadáver, que mantenía los ojos abiertos y la boca entornada, en
perfecta disposición de pronunciar un nombre, que él oyó y creyó el suyo, para
que le acompañara en aquel tránsito a la vida eterna, y que la fatalidad de una
casualidad quiso que falleciese a los pocos días. Una maldición que se vertió
sobre la familia, farfulló Antonio a su Isidoro, que se dio media vuelta en la
cama y obviar los comentarios de su hipocondriaco y fatalista hermano.
Aquella
narración concluyó con la risotada general de los que formábamos el grupo
aquella noche, mientras accedíamos al cine.
La sala no tenía
mantenimiento posterior a la finalización de la sesión, que se continuaba casi
de inmediato con la proyección del NO&DO, un aviso para acomodarse en las
sillas metálicas que se disponían como butacas de contemplación, y el suelo
mantenía los desperdicios de la proyección anterior. Una tupida alfombra de
cáscaras de pipas, restos de bocadillos y algunos cartuchos de chufas, rechinó a
nuestro paso. Los asientos estaban unidos, entre sí, por una barra posterior
soldada a los respaldos, supongo que para poder manejarlas con mayor comodidad
en sus traslados y ordenación. Nos situamos en el centro de aquel salón al aire
libre. En esta segunda sesión escaseaba el público y podíamos elegir, con
cierta facilidad, el lugar para visionar el film. Había remitido el calor y una
pléyade de estrellas se nos ofrecían en el cenit del universo. Claro y
aterciopelado, enhebrando en sus lienzos el parpadeo o el estoicismo plateado de
los astros, invitaba su contemplación, a derivar los pensamientos y buscar en
ellas las soluciones a los terribles problemas de un afecto adolescente, que
maniatábamos en el corazón como anticipo del amor. Observándolas podía siluetear
aquel rostro que me había encandilado, como hacían los sabios griegos para
localizar un punto con el que orientarse durante las travesías, y conformaban
con las estrellas, imágenes de dioses y animales que señalaran el camino. Yo
miraba aquella noche el cielo, aquel lienzo zaino y solo podía distinguir las
formas de aquella niña que había alterado mis pulsos, que había abierto la
puerta de mi corazón a una desconocida dimensión y mantenía la esperanza de que
ella misma, en aquel mismo momento, tal vez mirando a través de la ventana de
su habitación, también recortaba las estrellas buscando la perfil de mi rostro,
y que como yo, que musitaba su nombre, pronunciara las letras que conformaban
el mío o recordara aquella canción que hizo estremecer mis sentimientos cuando
la así por la cintura.
Alonso me pasó
un paquete de pipas de la Estrella, medio vacío porque él se había quedado con
el resto, y me recuperó para la visión de aquella película. El mundo está loco,
loco, loco. Una desternillante historia, una obra maestra del cine, que reunía
a las principales figuras de la comedia americana del momento, que dirigió
Stanley Kramer y reparto que encabezaba Spencer Tracy y Mickey Roone y un elenco entre los que destacaban Dorothy Provine, Buster Keaton, y
Peter Falk. Todos en busca del botín de un atraco y que le es confesado por el
delincuente, momentos antes de morir en un accidente de tráfico, en el que
aquéllos intentan auxiliar. Unas tras otras, las delirantes escenas nos motivan
a la carcajada. Las disparatadas situaciones, a las que se ven abocados los
protagonistas, para poder adueñarse del tesoro, propiciaban las risas de los
espectadores, algunas veces hasta el movimiento compulsivo que acompaña a la
risotada. Y algo de aquello debió sucedernos. Los astros se aliaban contra
nuestra ventura. Al final de la película, cuando unos tras otros, los
protagonistas son despedidos por la grúa de bomberos, que intentaba rescatarles
de un edificio en ruinas, debíamos aunar aquel impulso, concentrando toda la
fuerza centrífuga en la evasión de nuestra alegría, y allá que fuimos los
cincos a dar con nuestras espaldas en el
albero, allí que quedamos expuestos a la contemplación del resto de espectadores, como dispuestos en
el módulo de una nave espacial en el momento del lanzamiento. Y sin poder dejar
de reírnos, acto que imposibilitaba el uso de nuestras fuerzas para maniobrar y recuperar la verticalidad perdida.
Allí quedamos durante muchos segundos hasta que fuimos auxiliados por el
portero del cine y el encargado del ambigú, que también se estaban partiendo de
la risa.
Enhiestos, no
dando pábulo a cuanto nos estaba sucediendo en aquellos días, en la
concomitancia de la resolución del destino, continuamos bromeando hasta que nos
despedimos en la esquina del cine delicias y nos perdimos la visión en los
caminos de regreso a nuestras casas y recordando que, a pesar del dolor y la
vergüenza del accidente cinematográfico, quizás emulando a los protagonista del
film, durante unos instantes quedó desplegado ante mí la enormidad del mapa
austral y todos los centelleantes astros, todos aquellos argénteos elementos,
parecían configurar la imagen de mis deseos, la de la niña que yo soñaba con
que pronunciara mi nombre en la oscuridad de su habitación.
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