La
tensión se mascaba en el ambiente. Aquellos rubios jugadores, aquellos émulos
de los hijos de Atila, con sus doradas cabelleras ondeando al aire conforme las
carreras y los esfuerzos se acrecentaban, se habían adelantado en el marcador.
Un fallo defensivo y el número once que la enchufó a la red. Desconocíamos los
nombres de los futbolistas que venían con la intención de entristecernos y a fe
que lo habían conseguido nada más empezar el partido. Por eso, cuando los
espectadores comentaban los avatares del juego siempre se referían a los
jugadores por el dorsal que lucían en las camisetas. Excepto el guardameta, que
a ése siempre se le decía portero. ¡No da patás el número tres! ¡Qué bueno es
el siete! ¡No es peligroso el nueve ni ná! ¡El cinco da leña hasta con las
cintas de las calzonas! Mala suerte, pensaría Antonio, cuando volvió su rostro
a los aficionados que le rodeaban y en los que se había aposentado la
desolación también. Cuando el equipo contrario conseguía un gol, se conformaba
un espectro sonoro que recorría las gradas del estadio, una ola de sensaciones
contrapuestas, un runrún árido y triste que en seguida se trocaba en hálitos y
gritos de aliento, en cánticos que surcaban y atravesaban los límites de la
emoción hasta conformar una entonación coral capaz de revitalizar la moral más
decaída, de restituir la filosofía ancestral que se entonaba con la frase que
describía la idiosincrasia del seguidor bético, el grito que cimentaba toda la
sinceridad de la emoción, la trascendencia espiritual del sentimiento
deportivo, ¡Viva er Beti manque pierda!
Un pase de más
de cuarenta metros de Julio Cardeñosa propició la velocísima internada de un
joven, un nuevo valor que provenía del polígono de San Pablo, un tal Rafael
Gordillo, que evitó la truculenta entrada del número dos, controló el balón
unos metros, sorteó magistralmente al número cuatro que había salido a su
encuentro, y cuando parecía que la pelota se perdería por el gol norte, in
extremis y con una certeza extraordinario, el joven del polígono logró centrar
y allí apareció Anzarda, que la paró con el pecho, la echó al suelo, fintó al
portero con una pasmosidad inaudita y envió el balón dentro de la portería. Las
gradas se cayeron, el gol se cantó con tanta energía que se oyó en el hospital
general de Sevilla, aunque todo el mundo lo reconocía como la Residencia.
Ondearon bandearas verdiblancas, sonó el lema, la leyenda del nombre,
Beeeeeeeeeetis, Beeeeeeeeeetis, alargando melodiosamente la e hasta la
extenuación, porque la segunda vocal, como el verde columnado en el escudo, es
primera enseña de la esperanza. Así terminó el primer tiempo. Con empate a uno.
Cuando dio comienzo la segunda parte, el campo era un clamor. La afición sabía
que tenía que apoyar con todas sus fuerzas, con todas sus ansias. Los magiares
no dudaban en poner las cosas difíciles. Pero se encontraban con la fuerza
López, con la contundencia de Biosca, con la seguridad de Esnaola, con la
exquisitez de Cardeñosa, con la furia de Cobos, con la innovadora maestría de
Gordillo, que con las medias caídas, sorteaba las entradas y patadas que le
lanzaban. Todo comenzó a conjugarse en primera persona, un nuevo conglomerado,
un racimo de ilusiones, un equipo que no estaba dispuesto a dejarse vencer. El
Betís apretaba, los húngaros se defendían como gato panza arriba. El resultado
les servía. La afición no cesaba de animar. Beeeeeeeeeeti, Beeeeeeeeeeti. Las
banderas ondeaban el aire llenando de esperanza el cielo. Faltaban dos minutos.
El nueve volvió a dar un susto rematando un balón al palo, que cayó en las
botas de Alabanda, que inmediatamente puso a los pies de López. Cardeñosa, que
recibió el balón, avanzaba por la banda izquierda sorteando a cuantos
contrarios le salían al paso. Antes de ser derribado por el número cinco, que
no le partió la pierna por la extrema habilidad del vallisoletano, la envío a
Gordillo que hizo la pared con Benítez, encaró el centro del área, dribló al
central y cuando el portero creía que chutaría a puerta, lanzándose al palo por
el que intuyó llegaría el cuero, suavemente la puso en los piés de Megido que
sólo tuvo que enviarla al fondo de la red. El campo se vino abajo. La gente
gritaba emocionada. Se cantó el gol con fuerza extraordinaria, los abrazos se
confundían con las lágrimas. Lo habían conseguido. La épica del Betis
resolviendo las dudas. La gesta del Betís convulsionando el espíritu del mundo
que suspira por este equipo. Uno de los mejores partidos del Real Betis, uno
más para el glorioso historial, plagado de penas, alegrías, triunfos, derrotas,
siempre envueltas en el sentimiento heredado o descubierto.
Cuando
el árbitro pitó el final, en un gesto de suprema alegría, Bizcocho lanzó el
balón a la grada, yendo a caer en las manos de Isidoro, que sentado junto a
hermano, se vio sorprendido por aquel extraordinario regalo. Hubo un aficionado
que llegó a ofrecerle dos mil pesetas, proposición que él negó inmediatamente.
El balón del glorioso triunfo reposaría en la estantería de su habitación. Una
reliquia si precio.
Siguiendo una
estela sideral, el rastro de la estrella que peregrina por el cielo azabachado,
de un confín al otro del universo, tomé aquella decisión insignificante para el
resto de la humanidad y de una importancia vital para mi propio futuro. Las
decisiones marcan el sino de las personas. Aquel cometa rutilante que rasgaba
el negro velo de la noche, que traspasaba veloz de una galaxia a otra rompiendo
la monotonía delicada y sutil de la oscuridad infinita, hasta disolver su traza
argéntea en la eternidad, era la señal
inequívoca que determinaba la toma de una decisión que vendría a disipar las
dudas que me mantenían despierto, en vela meditando la aptitud conveniente,
sobre la paridad que mortificaba mis sueños, amén de la terrible hinchazón que
circundaba el ojo y que me procuraba un dolor intenso, que yo disimulaba por
las tardes cuando nos reuníamos en la puerta trasera del cine Delicias, con
especial énfasis cuando las niñas me preguntaban por la evolución del pelotazo,
y especialmente cuando Carmen se acercaba y las yemas de sus dedos rozaban
delicadamente el espacio amoratado. Aquello venía a ser el mejor bálsamo, el
mejor ungüento para la dolencia, y entonces surgían las dudas sobre la
necesidad de alargar el leve padecimiento y rezaba para que la inflamación no
disminuyera, que se mantuviera toda la vida y las manos de la niña la
acariciaran y las palabras besaran, aquel dulzor de su voz lamentándose por el accidente, besaran el
pequeño cardenal. Pero conforme los días iban pasando y la contusión iba
desapareciendo para devolver al rostro su apariencia normal, fueron disipándose
también los pequeños afectos, los arrumacos y ya sólo me sugería soluciones
caseras para la total disipación de la herida.
Uno
investiga y hurga en el interior de su psiquis, y confronta las posibles
soluciones a problemas, que siempre se emborronan al superponerse, y busca
salidas para poder respirar, para poder desahogarse y solo encuentra nuevos
caminos que llevan a otros sin salida y que hay que desandar el camino. Y
entonces te ves perdido en el laberinto que has ido construyendo sin tener la
precaución de dejar señales que faciliten el regreso, el tránsito tranquilo que
permita la obtención del pomo que procura la apertura de la puerta, la llave
que enhebre los mecanismos y engrane las distintas rótulas, hasta comprobar
cómo van ensamblando todas las piezas, cómo generan una melodiosa y coral
romanza que pregona tu libertad, el acceso a los lugares donde el aire llena
los pulmones hasta gratificar y oxigenar todas y cada una de las partes de tu
ser.
Uno
siempre mira a su alrededor esperando encontrar cómplices, sujetos que padecen
como tú, que arrastran las cadenas de las emociones con el mismo esfuerzo, que
forcejean con sus penas como lo hacemos los demás, y sólo vemos el trajín de
gente con prisas, sin más interés que la consecución de sus propósitos,
ignorando la solidaridad que estamos reclamando, desasistidos de cualquier
emoción, perdidos en los mismos sinsentidos y en las mismas cadencias que los
que observamos ayer. Un ejército de dolientes que guardan sus miedos y sus
fracasos, y que nos ignoran porque piensan, y mantienen la sublime certeza de
que son olvidos en los olvidos de otros. Miramos y escrutamos los ojos donde
permanecen los miedos, los dolores, las aflicciones y los desafectos,
atrincherados para saltar de improviso y sorprendernos en la candidez o la sutileza de la experiencia, intentando
averiguar si somos entes solitarios o pertenecemos a una grey importante y numerosa pero sin la necesaria
indulgencia para establecer vínculos que potencien la divergencia entre la
amistan y el amor, o para engrandecernos en nuestros desamores, si somos
producto de un plan universal, en los que somos manejados, o nos vemos
dirigidos por la casualidad, por hechos imprevisibles que vienen condicionados
por la toma de una decisión, por la involuntariedad de un impulso que nos va
escribiendo, sobre la marcha y con renglones torcidos por la precipitación, el
libro de nuestras vivencias.
Pensamos
qué hubiera sido de nosotros si un hecho no provocado, si la presencia unívoca
de una coincidencia hubiera imposibilitado nuestra existencia, si jamás se
hubiera producido el encuentro de nuestros padres, si una noche de un verano no
hubieran decidido ir al mismo cine, si en vez de adquirir las entradas, uno de
ellos, hubiera preferido acudir a otra sala o no salir a la calle vencidos por
el calor, no podrían haber cruzado sus miradas, entablar la conversación
primera que encandiló a la joven, quedar para la próximo día, atendiendo a la
invitación del muchacho, y empezar a configurar unas vidas de las que aún no
tenían constancia en aquella primera mirada, en aquel primer beso, ni aún en el
primer deseo, porque miraban a su alrededor y el mundo entero giraba en torno a
ellos y no había más vida ni más certidumbre de felicidad que la que lograron
experimentar.
Qué
hubiera sido de mis sentimientos, de mis penas y alegrías, de los llantos y mis
risas, de haberse imposibilitado el encuentro de dos personas que hasta aquel
mismo instante eran dos desconocidos, dos puntos en el confín de un hábitat,
que es a su vez la punta de un alfiler en el conjunto del planeta, tan pequeño
en el sistema solar, que es una mota de polvo en la galaxia que apenas, es a su
vez, un grano de maíz en el universo. Dos motas de polvo que posibilitaron mi
existir, una coincidencia extrema para poder vivir. Qué hubiera sido de mí, si
un soplido, un aliento de la tarde los hubiera desplazado, dónde se habrían
quedado mis emociones, quién las poseería ahora. ¿Habrá algún lugar en el cosmos
donde reposen las sensaciones que nunca nacieron, los amores que no se
ofrecieron, las caricias que no se dieron, los besos que se ocultaron? ¿Dónde
descansan los sueños que nunca lo fueron, que no tuvieron dueños ni mentes
donde prenderse? Una decisión puede cambiar una vida o puede que ni siquiera la
altere porque jamás viera la luz, porque quedara prendida en las tinieblas, en
el doliente infinito donde plañen las estrellas.-
Tirar por la
calle de la izquierda puede significar seguir viviendo, una determinación
trivial, sin apenas importancia, porque la rutina de las cosas vienen a
condicionar la propia razón de ser, y que sin embargo cambia el devenir de la
vida. Porque tal vez, al tomar la calle de la derecha ignoramos que allí cayó maceta
y todo queda en la anécdota, en un lance que no merecerá ni el comentario de
los transeúntes, que no se han percatado del hecho, que ni el estrépito y furor
de la caída ha musitado más interés, tal vez ahogado por el estruendo del
tráfico endiablado, por el devenir presuroso de las máquinas o por el escándalo
de unos martillos mecánicos con los que unos obreros levantan el acerado. Sin
embargo decimos tirar por aquella senda que nos alejaba de la desgracia. El
destino es caprichoso con sus designios.
Aquella noche no
me dejé vencer por las dudas. La estrella cruzó veloz el firmamento y se diluía
casi de inmediato en lo más recóndito del cielo, en lo más oscuro e intricado
de su grandeza. Era un signo, una señal que me indicaba el camino a seguir. O
eran mis propias ilusiones que se espejaban en el cosmos porque así lo quería
yo, porque era yo quien dictaba mis decisiones, quién manejaba mi voluntad y no
el capricho del destino. Pero tememos al fracaso y nos deleitamos con
culpabilizar a los demás de nuestros errores o nuestras faltas. Si fallamos
siempre tendremos un colchón donde caer, un espacio donde tener el tiempo
necesario para resarcirnos, para ennoblecernos y reconocer las culpas propias,
para expiar el pecado y resignarnos a la evolución del sino, y reconocer que no
podremos luchar contra él.
Nunca lo supo,
ni siquiera sospechó de aquella extraña conducta. Sólo Antonio fue partícipe de
mi decisión porque le afectaba a él directamente, aunque he de reconocer que
favoreció a su hermano.
Habíamos pasado
casi todo el día en la cola. Cuando llegamos apenas la luz comenzaba a dorar la
cal de la fachada principal del estadio. Ya se habían posicionado algunos en
los ventanucos que servían de comunicación con el expendedor. Las taquillas se
abrirían a las seis de la tarde. No podíamos perdernos aquel crucial partido
del equipo de nuestros amores. Nos habíamos preparado concienzudamente para
aquel trance. Dos bocadillos de tortilla para almorzar, dos de mortadela para
merendar, dos peros que terminaron en el contenedor de la basura, y una casera
de cola para echar abajo la pitanza que devoraríamos. El calor comenzó a hacer
mella en aquellos valientes que se auxiliaban abanicándose con periódicos, con
cartones. Alguien llevó un radio en la que oímos todos los programas deportivos
vespertinos. Hasta una timba se organizó por el final de la cola. Una voz
alertó de la apertura de las taquillas y un primer gentío se arremolinó en las
pequeñas aberturas que servían para comunicar con el empleado, creándose un
pequeño conflicto, entendiendo unos que ellos estaban primero. Se resolvió con
el pregón “señores, que somos todos béticos”.
Tras dos horas de espera más, nos tocó el turno. Se habían agotado las
localidades de gol, a las únicas que teníamos acceso, el presupuesto no daba
para más. Nos miramos y entonces recordé que llevaba ciento cincuenta pesetas
para comprar un libro de ejercicios de mi hermano. Resolví el problema y
sacamos las entradas. Aquel partido era mi gran ilusión. Hacía años que no me
perdía un encuentro de presentación. Desde que mi padre me guiaba de la mano y
colaba entre dos cajas de madera de Coca-Cola no había dejado de asistir a esos
partidos. El sacrificio merecía la pena.
Todo tiene un
precio en este mundo. Y siempre hay prioridades que se presentan para trastocar
las situaciones que uno tiene previsto, que siempre ha pervivido contigo desde
que se tiene conocimiento. Antonio insistió, me recordó como tuve que
convencerle para que acompañara al partido de presentación, de lo importante
que era para mí mantener aquella importante tradición deportiva. Llegó incluso
a suplicarme, a instar y hacer alusión al sentimiento, que me perdería uno de
los mejores eventos deportivos, que presentía la gloria que se avecinaba, que
no podía dejar de ser parte de esta historia que se escribiría, pues el equipo
húngaro llevaba tres años invictos y solo había empatado tres partidos, hacía
dos años.
Pero había
tomado la decisión y no había paso atrás. Le regalaba la entrada a su hermano.
Yo sabía que Carmen y Toñi habían quedado para tomar un refresco y habían
quedado en los Modiles. Era la primera vez que podría estar con ella, la
primera vez que miraría sus ojos y se espejarían mis ilusiones. Así sucedió.
Hablamos durante unas horas y cuando la acompañé a su casa, seguimos hablando
de las cosas menos importantes del mundo, la trascendencia provenía del sonido
de sus palabras, de sus labios entreabiertos susurrando mensajes infantiles,
del brillo de su mirada, del sonrojo espontaneo cuando nos sorprendía un
instante de silencio y sonreíamos.
Aquel
día el Real Betis escribió una de las mejores páginas de su historia que yo no
ví. Fui feliz porque pasé aquella noche soñando despierto. Tenía la ocasión y
la moneda para poder cambiarla y lo hice. Nunca me arrepentí. Porque las
sonrisas, los gestos y los sonrojos son siempre únicos y yo los ví aquella
noche frente a mí. No fue ningún trauma porque viví el tiempo de la esperanza,
aunque Antonio jamás llegara a entender que no fuera testigo de la gesta
balompédica.
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