Habían
pasado algunos días desde que Isidoro tuviera la suerte de atrapar el balón de
la gesta futbolística de nuestro equipo. No hacía más que presumir de aquella
causalidad del porvenir, el azar atado a la decisión que nos hizo felices a todos
aquel día. Enseñaba el cuero a todos los que quisieran acudir a su casa donde
lo tenía expuesto en una vitrina junto a la entrada del épico encuentro y junto
al diploma del Ministerio de Educación y Ciencias que le distinguía como
bachiller elemental, el certificado de estudios primarios que consiguió al
término de la primera fase de la EGB. Esa era toda su gloria académica y la
única necesaria comenzar a trabajar en un taller de anuncios luminosos, donde
entró de aprendiz para guiarse entre neones y fluorescentes, entre escaleras y
ruedas de cables, entre rótulos luminiscentes
que llamaban la atención de los viandantes. Guiños de colores eléctricos para difundir
un producto, señuelo propagandístico parpadeando en los frontales de los bares o
en las esquinas de las grandes tiendas de confección anunciando el género. Muchas
de aquellas llamadas a la publicidad, que exponían los comerciantes como
reclamo, sustituyendo los viejos paneles informativos de llamativas caligrafías
y artísticas composiciones pictóricas,
habían sido instaladas por el equipo del que formaba parte y le gustaba
vanagloriarse de ello, le gustaba aquel trabajo que tenía hasta cierto riesgo y
que jamás supimos si nos engatusaba con sus alardes de equilibrio para instalar
el neón que anunciaba la central financiera del Monte de Piedad y Caja de
Ahorros o simplemente nos confundía para pavonearse ante las niñas,
especialmente ante Inés, en quién había puesto sus ojos el primer día que las
conocimos. Se jactaba de enunciar situaciones de alto riesgo, de vivir
situaciones de peligro de los que solo James Bond era capaz de salir airoso. Más
de una vez reíamos sarcásticamente aquella elucubraciones que solo debían habitar
en la febril mente de una persona enamorada, en una persona que pretendía
subsanar sus carencias culturales con aquellas aseveraciones que traspasaban
los límites de la realidad. En alguna que otra ocasión incluso, cuando se
levantaba para acercar los tanques de cerveza a la mesa, en aquellas tardes en
las que no teníamos mayor ocupación que la tertulia, al amparo de los bocoyes
de la bodega de los Modiles, Antonio nos hacía un guiño, un gesto de
complicidad, para restar importancia a lo que su hermano pregonaba con tanta
vehemencia. Pero todos aceptábamos aquellas fábulas, todos asentíamos en los
relatos de nobel instalador de anuncios, todos asumíamos la dudable
verisimilitud de sus narraciones porque necesitábamos que nos creyeran en la
nuestras, que se confabularan con nuestras disertaciones en las que siempre
intentábamos impresionar a la niña de nuestros ojos, necesitamos recubrirnos
del halo de heroicidad con los nos rodeábamos para sentirnos imprescindibles en
el argumento teatral que construíamos cada día. Qué sería de nosotros, en esa
edad en la caminamos vertiginosamente por los aleros de la mocedad, sin ese
ápice de fantasía que nos recupera a la infancia, que se nos hace
imprescindible para introducirnos en la pubertad, aún sabiendo que no éramos
creídos, que las historias morían adormecidas en las almohadas, tal vez
envueltas en una sonrisa de sarcasmo. Qué hubiera sido sin aquellas dosis de
ingenuidad que luego sirvieron para conformarnos en la verdad, para instruirnos
en la variedad sentimental que provocaría desengaños, desastres anímicos y
turbulencias tan extraordinarias en el corazón, que motivarían el desprecio y
la desconsideración hacía la existencia misma. Fantaseábamos y tergiversábamos la
realidad socavándola para sentirnos útiles, nuevos seres de una sociedad que comenzaba
excavar en el cielo para hallar soluciones de un pasado inaudito, de unas décadas
demolidas por la ignorancia, en la creación de una historia en la que nos
preconizaban un lugar destacado. Buceábamos en la manipulación de la propia
costumbre para poder inmiscuirnos en la profundidad de la inocencia, para
desasirnos de la cotidianidad que nos amenazaba con la ruindad de la rutina.
Queríamos dejar la infancia para convertirnos en hombres precipitadamente, sin
atender las épocas naturales, ni las reglas de las emociones que vienen
adscritas en cada una las etapas. Por eso nos figurábamos héroes en la condiciones
de la cotidianidad, para hacernos mayores de inmediato, para simular unas
vivencias que sólo eran posible en la ficción cinematográfica o en las páginas
tintadas de una novela de Julio Verne o Emilio Salgari, primeras lecturas donde
descubrimos galanes y protagonistas triunfadores en sus hazañas épicas, o de
Valle-Inclán, Baroja o Miguel de Unamuno, personajes apesadumbrados por la
fatalidad en el amor y en la vida. Necesitábamos de los modelos que se nos
presentaban, de la iconoclastia que llegaba a través de la televisión o de la
radio, figurarnos en la misma condición de los actores que nos falseaban la
vida, convertirnos incluso en intérpretes de nuestras propias experiencias, magnificándolas,
extrayéndolas de su natural contexto para poder simular una existencia que no
nos correspondía pero que nos concedía la posibilidad de crecer si éramos
capaces de ir seleccionando nuestras verdades, apartándolas de las ficciones y
elucubraciones, desechándolas a los arcenes y tomando solo aquellas que permitieran
reconocernos. Pero éramos adolescentes ahítos de inquietudes propias de nuestra
edad en tiempo de nuevas emociones, circunspectos espectadores de una transición
ideológica en un país que comenzaba una nueva era, de unos años que venían a
descubrirnos una manera distinta de vida, de enfrentarnos en ese tránsito a
condiciones inesperadas, a situaciones inauditas y extraordinarias. Jóvenes en
una ciudad de provincias que teníamos que luchar diariamente contra la atonía y
la monotonía de sus propias costumbres.
Todas
las tardes del verano comenzaron a ser distintas cuando tuvimos la suerte de
conocer aquel grupo de chicas. Bueno, yo conocía a mi hermana, evidentemente. Aquel
aliciente motivaba una especial satisfacción en nuestras conductas porque
descubrimos una visión de la vida diferente y que incluso, aquello que
comenzaba a ser cotidiano, mantenía durante aquella horas de encuentro visos de
hechos extraordinarios. Compartíamos sonrisas, vivencias y emociones. Hablar
para confirmar el conocimiento, la maravillosa sensación de participar de las
experiencias de los amigos, compartir confidencias y ser portadores de secretos
extraordinarios.
No
recuerdo ni el momento ni la persona que pronunció aquella emblemática palabra,
pero hubo un momento de silencio, un instante en el que el mundo pareció
detenerse a nuestro alrededor. Seríamos una pandilla y aquella declaración nos
otorgaba, intrínsecamente, la condición de la familiaridad, del acercamiento a
una nueva nucleación social. Era asumir nuevas directrices en las conductas
porque todos participaríamos de las emociones del resto, todos seríamos una
piña, todos para uno y uno para todos, como si Alejandro Dumas nos reescribiera
y nos convirtiera en una nueva serie de mosqueteros dispuestos a proteger el
nuevo reino que habíamos creado. Para celebrar la institución de aquella nueva
congregación de amigos propuso José Manuel regresar, el domingo, a la piscina
de Coria. Inmediatamente Antonio expresó su conformidad siempre que acudiéramos
en autobús y todos reímos la ocurrencia.
Regresábamos
alegres de la festiva jornada. Asomándonos a los ventanales del autobús veíamos
pasar los postes eléctricos veloces, como queriéndonos dejar atrás, recordándonos
que las horas vividas, que las bromas disfrutadas, las risas compartidas, no
eran ya sino parte del recuerdo, un tiempo ya lejano que debía anclarse en la
memoria. El río aparecía de vez en cuando, tras los inmensos naranjales, con su
sinuoso recorrido abrigando los campos que le rodeaban. El vehículo nos
sorprendía con briosos saltos cuando tomaba algún bache, denotando la necesidad
de instalar nuevas traviesas en sus sistemas de amortiguación. Cuando llegamos
al Barranco sentimos un importante alivio. José María pensó que sería una buena
oportunidad de rematar el día tomándonos una cerveza en el Tremendo, un pequeño
bar situado en la feligresía de Santa Catalina. Y así nos dispusimos a recorrer
el trayecto, a pie, que había entre la terminal y la famosa expendiduría de
cerveza. Allí terminábamos muchos días, cuando concluían las clases del
instituto coincidiendo, en su maravillosa y amplia sala, en medio de la calle,
profesores y alumnos del San Isidoro, donde el alumnado era masculino y del
Velázquez, todas féminas, en aquella esquina rematada por una barra de bar,
donde se servía la mejor cerveza de toda la ciudad. Con el tiempo supimos que
la materia prima era la misma solo que en aquel establecimiento no se cesaba tirar.
Al
entrar en la calle Sierpes vimos un tenderete de un partido ultraderechista que
ofrecía recuerdos, fotos y emblemas del régimen que acaba de ser suprimido y
que aquellos jóvenes intentaban recordar, una pretensión que pasaba
desapercibida para muchos de los paseantes en aquella tarde de domingo. Dos
enseñas, una patria y otra del partido que auspiciaban, franqueaban la mesa
donde disponían sus artículos. Los miembros uniformados repartían folletos y
pasquines con mensajes propios y con las palabras de sus dirigentes. Algunos
entonaban himnos que yo recordaba de mi infancia, cuando nos disponían en
formación, en el patio central del colegio, y a la señal del director
comenzábamos las canciones patrióticas propias de aquellos años.
A
pesar de los años transcurridos, del tiempo laminando nuestros recuerdos, todavía
no he logrado comprender por qué y qué llevó a cabo aquel despropósito, cómo
terminamos en aquella situación que no reflejaba la realidad de nuestros
pensamientos, de nuestras todavía imberbes ideologías. Como yo iba fijo en los ojos
Carmen, intentando retener toda la chipa de su alegría, embebido en su imagen y
sus palabras, no aprecié nada que pudiera haber sido motivo de ofensa hacia
aquellos otros jóvenes, ninguna palabra que pudiera herir la sensibilidad, el
honor y el ideario que mostraban.
Fue
a la altura del cine Imperial, en el atrio de acceso al local, justo donde se
disponía el pequeño quiosco donde se expendían las entradas. Había un gran
mural de una obra de teatro que se representaba en aquella sala que compaginaba
el arte de la escena con las mejores proyecciones cinematográficas. De pronto
sentí un gran golpe en mi espalda y vi, en mi forzada caída, como Juan abrazaba
a mi hermana intentando protegerla de una agresión. Oí, ya en el suelo, como se
proferían vivas a España que fueron repetidas por Juanlu, intuí que en un rictus
automático de respuesta, y cómo éramos agredidos por aquellos jóvenes uniformados
y con boinas de colores. Como fuimos sorprendidos en el ataque recibimos la
primera andanada de golpes en el desconcierto. Ví como todas las chicas se refugiaban
en el acceso al local y aquello aminoró mi preocupación, especialmente por mi
hermana y por Carmen. Tras desprendernos de la sorpresa, sin tener conciencia
de aquel despropósito, respondimos al ataque y a fe que lo hicimos con la misma
bravura y el mismo empuje que ellos. Hasta tal punto que logramos desasirnos de
sus embates y poder responder con la misma contundencia, reagruparnos y
afirmarnos en nuestras posiciones. Isidoro no cesaba de golpear con sus puños a
unos de aquellos jóvenes, mucho más corpulento que él, pero al que había
acorralado, e incluso creí oír cómo le suplicaba que lo dejara salir. Antonio
tomó una barra de hierro y lanzaba al aire derrotes, con el fin de alejar a
cualquiera que intentara acercársele. Juanlu y Octavio daban cuenta de otros
dos oponentes. Yo me enzarcé con el que me había atacado a traición con un bate
que logré esquivar varias veces en su intento de abrirme la cabeza hasta que la
fortuna se alió conmigo y, tras golpear en un saliente, pude abrazarme a él,
primero, y derribarlo inmovilizándole su brazo izquierdo que, debo reconocer
que la furia desatada en mi interior, intenté romperle. Nos defendimos como los
héroes que intentábamos emular. Pero sin duda alguna, quien se llevó la peor
parte, fue el individuo que atacó a Alonso con una cadena, como la suerte para
el interfecto que, al segundo intento de golpeo, pudo asir la cadena por su
extremo, con un movimiento de muñeca extraordinariamente ágil, la religó a
ella, tirando con todas sus fuerzas hacia sí, con lo que el individuo perdió su
cobarde posición privilegio y conforme llegaba a su altura, le pegó tal
cabezazo que le rompió la nariz, por donde manó en abundancia la sangre.
Todavía permanece en mi memoria aquella secuencia, reproduciéndose a cámara
lenta. Alonso tirando de la cadena, sus ojos desorbitados y fijos en la presa,
la lengua asomándose y apretujada en las hileras de dientes, y el movimiento de
su cabeza hacia atrás, tomando impulso, convirtiéndola en un proyectil certero
y preciso, y el gesto de inmenso dolor del atacante cuando impactó en su
rostro. Cayó de rodillas, en frontispicio de agredido, tapándose, con las
manos, la zona por la que fluía todo el caudal de su sangre. Sabiéndose desprotegido,
ante los embates del fiero sabioteño, y un intento de preservar su cuerpo, tomó
una posición fetal para recibir los cadenazos del joven aprendiz de mecánico.
Sus compañeros huyeron despavoridos al verse sorprendidos por nuestra reacción,
al ver que el factor sorpresa se tornaba para ser ellos los sorprendidos. Solo
el que parecía ser su hermano se quedó para suplicar, entre sollozos, que no lo
matara. José María asió por la cintura a Alonso mientras Juanlu le quitaba la
cadena y la proyectaba sobre los grandes ventanales del Círculo de Labradores.
Los agresores derrotados escaparon asidos el uno del otro, no sin antes
Antonio, que había salido del refugio que había supuesto una de las esquinas
del atrio, darle una patada en el culo a uno de ellos.
Nos
reagrupamos y salimos de la encerrona enfilando la calle Laraña, luego Imagen hasta
encontrarnos en la esquina de Santa Catalina, en el Tremendo, donde José María
se tomó dos tanques del tirón, Alonso otros dos, mientras los demás hacíamos
una revisión de daños, que milagrosamente eran nimios, arañazos sin importancia
y algún que otro hematoma en la espalda.
Aquella
noche mentimos a mi madre, cuando me preguntó por el origen de aquella herida,
aquel coagulo que se mostraba indolente y pretencioso en mi zona lumbar, y con
la complicidad de mi hermana, le referí un accidente en la piscina.
En
el fragor de mis sueños, transformé aquel suceso, en una referencia épica, en
la epopeya de una aventura en la que debía enfrentarme a malvados que intentaban
ofender a mi heroína, que tenía el rostro, el pelo, los labios y el cuerpo de
Carmen, y yo la libraba de toda maldad. Y pensé en Isidoro subiendo a los
aleros de una azotea para instalar aquellos tubos luminotécnicos, desplazándose
por los estribos de las fachadas, venciendo al vértigo para sostener aquellos
neones que ofrecían productos o anunciaban empresas, y recapacité en sus
palabras, que tal vez fueran verdad sus relatos y que no tenía nada de malo
querer ser como los demás porque no utilizaba violencia ni condenaba al dolor a
sus oyentes, muy al contrario, gozábamos con sus historias de funambulista que
iban dirigidas a su heroína, a una obtener un gesto y una sonrisa de admiración
de Inés.
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