Cantaba
los goles con la misma felicidad con la que se celebra la obtención de un
premio gordo de la lotería. Era un apasionado del fútbol, exaltación deportiva
que compartíamos. No había nada mejor ni con mayor gloria que participar y
ganar en el deporte del balompié, actividad que nos unió en la amistad y la
consideración.
Cuando salíamos
de clase nos dirigíamos de inmediato al tramo final de la calle Fernández de
Guadalupe, donde la vía se ensanchaba hasta convertirse en plazoleta, un lugar
libre de vehículos y donde el tránsito peatonal era, por aquel entonces,
escaso, y que lo habilitaba casi a la perfección para situar un terreno de
juego urbano, donde los límites de espacio deportivo se encontraba en las
fachadas de las casas unifamiliares que lo delimitaban y las porterías se
localizaban en los portalones de un viejo y abandonado local, eventual almacén
de juguetes en las fechas próximas a la Navidad, y en su extremos opuesto, dos
frondosos pilotes de maletas y chalecos, que se erigían en postes y un
imaginario larguero, que posibilitaba siempre la duda de un gol cuando el balón
alcanzaba cierta altura y el portero no acertaba a detenerlo, o se dejaba guiar
por su intuición y gritaba, para escarnio de contrincantes, que la pelota había
sido alta, un arbitrio que muchas veces terminaba en disputa por la disparidad
de pareceres ante la eventualidad e incluso era motivo del evento deportivo si
el propietario del balón se sentía menospreciado por aquella decisión que le
afectaba en la consecución de sus propósitos de triunfo.
Se sentaba
expectante en el escalón que permitía el acceso a la vivienda. Desde su
prominente y privilegiada ubicación divisaba con claridad y perfección nuestra
evolución tras el balón. Era una pequeña casa en la que anteriormente se ejercía
el oficio más viejo del mundo, donde acudían los hombres de las proximidades,
cuando los campos y las huertas aún eran frecuentes y no habían sucumbido a la
especulación inmobiliaria que convertiría aquellos campos, en las medianías de
la década de los años treinta, en una zona residencial en torno al hospital de
la Cruz Roja, que fuera inaugurado por la reina Doña Victoria Eugenia, en 1923,
y que reformó sus espacios para adecuarlos al alquiler de las pequeñas
viviendas que resultaron de la nueva distribución del espacio.
Allí vivían
Antonio e Isidoro, y allí comenzamos una fructífera amistad. Se sentaba sobre
el desvaído mármol del escalón, con su bocadillo de mortadela, para
observarnos, para alentarnos en nuestros ímpetus deportivos. Cantaba los goles
con el mismo ímpetu y alegría con los que los vitoreábamos nosotros. Por eso no
podía pasar desapercibido, ni creo que jamás lo intentara. Muy al contrario,
siempre preguntaba si faltaba alguien para integrarse en cualquiera de los dos
equipos. Pero siempre recibía la misma respuesta: no hacía falta. Y volvía a su
lugar de observación, apesadumbrado y engullendo, a grandes bocados, su pan con
mortadela.
Fue una tarde de
sábado. Habíamos quedado para enfrentarnos a un equipo del Colegio Nacional
Calvo Sotelo, el lejano centro que se situaba en la calle Arrollo. Íbamos a
disputar nuestro primer partido en un campo de fútbol y sólo éramos diez con
suficientes garantías para afrontar aquel importante compromiso. La tarde antes
decidimos entrenar en el lugar habitual. Y allí estaba él, como cada día,
esperando nuestra invitación, observando y contando por si alguien fallaba.
Cinco contra cinco. Isidoro llegó con su padre y éste acarició al segundo hijo,
revolviéndole el cabello. Antonio apenas prestó atención al gesto de cariño e
hizo un ademán de desaprobación. Alonso disputaba los balones como si se jugara
la final de la copa del Generalísimo y José María le correspondía con la misma
contundencia. Dicen que los huesos, a esas edades, están por formar y algo de
verdad tendrá el dicho, porque de ser incierto, de no guardar la elasticidad
propia de la infancia, la consistencia y fortaleza de la fibra filamentosa,
hubiésemos padecido alguna que otra rotura ósea. Pero la edad y la providencia
siempre nos preservaron de aquellos males.
El balón quedó
dividido tras un forzado despeje de Jesús María, que hacía las veces de portero
y defensa al mismo tiempo, facultado por su innegable robustez y por brío
asturiano, y allá que fuímos a disputarlo Juanlu y yo, llevándoselo con una
habilidad extraordinaria y dejándome fuera de cualquier posible actuación, así
que lo agarré y la pelota continuó con su díscolo y casi incontrolado periplo.
Los dos bravos jugadores, el salmantino y el jiennense, fueron como trenes; uno
al despeje, el otro a intentar gobernarlo. Creo recordar que ambos lograron
impactar en el balón al mismo tiempo, elevándolo hasta una altura considerable,
en vertical a sus testas, y cayendo a plomo sobre la de Alonso, impactando en
su coronilla y volviendo a salir despedida, describiendo en su nueva
trayectoria una elipsis inverosímil e ilógica que la hizo colar, por la ventana
abierta al bonanza de la tarde, en el saloncito –después supimos que también,
durante la noche, se convertía en dormitorio de los hermanos- golpeando en la
mesa camilla y provocando un susto enorme en quienes contemplaban, en la
televisión en blanco y negro, a Alan Ladd en sus aventuras en la película
Raíces, que emitían aquel día en Sesión de Tarde.
Todos quedamos
atónitos observando cómo perdíamos el balón, cómo era engullido por aquel
monstruo que nos dejaba sin posibilidad de continuar con el juego. Antonio se
levantó de inmediato y corrió hacia el interior de su casa, desde donde
proferían gritos y alguna que otra maledicencia. A los pocos segundos salió con
el esférico entre las manos, sonriendo con cierta malicia, sabedor de su
posición de ventaja en aquella situación, y espetó, con toda la ingenua maldad
para la consecución de un propósito, que la devolvía si le dejábamos jugar. Nos
miramos y asentimos, especialmente Juanlu que era el propietario del cuero.
Aquella tarde, Antonio metió dos goles en la portería que defendía Jesús María,
más por la alianza con la casualidad y la suerte, que también hay que saber
buscarla, que por sus habilidades en los fundamentos futbolísticos. Y además
conseguíamos el jugador que necesitábamos para el encuentro del día siguiente,
que por cierto perdimos catorce a dos, en un desastre de planteamiento ante un
terreno de juego con las dimensiones normales, con sus portería, equipadas con
sus redes y todo, con dimensiones reglamentarias, por lo que cada vez que
tiraban a puerta era gol casi seguro. El portero, Jesús María, no cogía el
balón mas que cuando lo arrancaba del fondo de las mallas, demostrando que la
fortaleza nada tiene que ver con la destreza y la habilidad.
Así nos
conocimos, así llegamos a acrecentar nuestra amistad. Conforme crecíamos
descubríamos nuevas facetas que nos hacían cómplices en nuestros
comportamientos, en unas pautas de conducta que fuimos compartiendo,
aprendiendo el uno del otro cuando recorríamos el itinerario diario hacia el
instituto, participando durante muchos años en las penas y las alegrías de cada
uno, en las injusticias con las que nos iba maleando la vida, endureciéndonos
conforme la íbamos entendiendo, conforme nos sometía a sus dictámenes y sus
tiránicos mandatos. Como en aquel verano del setenta y ocho, cuando
diagnosticaron cáncer a Pepa, su madre, una enfermedad que solo ella tomó con
resignación y una abnegación digna de encomio, con una valentía, ahora que se
remonta en mis recuerdos, merecedora de la santidad, pero que supuso para mis
amigos un profundo y doloroso proceso que concluyó cinco años después, un
lustro que fue costrando la primera herida con capas de tibieza y paciencia,
asentimiento sobre lo ineludible del final de aquella mujer que cantaba las
romanzas y coplas de Marifé de Triana mientras realizaba las labores del hogar,
con la sonrisa en los labios, a la que jamás oí en una queja, durante aquellos
advenimientos del dolor, en aquellos accesos de melancolía que debieron
presentársele y que supo siempre disimular. Aquella entereza era la
preconización de la entereza que quería transmitir a su esposo e hijos, la
preparación sobre la pena que la afligía por el dolor de los suyos y que los
martirizaba son su pena y dolor, sobre la desesperación que advertí aquel
jueves dos de marzo, cuando nos hizo entrega de las entradas y las bufandas
verdiblancas que ella misma había confeccionado, para sus antonios su Isidoro,
para contemplar aquella eliminatoria de cuartos de la Recopa de Europa, en la
que nuestro Betis, aquel Betis de la heroicidad por haber ganado la primera
copa del Rey, un año antes, dirimiría contra el poder ruso, contra el Dínamo de
Moscú.
Caminábamos
aturdidos por las palabras y a mí me costaba sostenerle la mirada porque
bordeaban sus ojos unas lágrimas, rodeados de aficionados que gozaban camino
del estadio, soñando con la proeza, que para eso habíamos eliminado al Milán,
preconizando al aire resultados en los que no haría falta celebrar el partido
de vuelta. Ondeo felices de banderas albiverdes, cánticos de alirones, versos
alegres sobre un equipo que redimía y alejaba las frustraciones, mientras
nosotros tres caminábamos ahítos de un suspiro que nos hiciera recuperar el
resuello, que nos devolviera el aire acongojado que se había aposentado en
nuestros espíritus y que no éramos capaces de arrancar a pesar de estar
rodeados de tanta felicidad, de aquel preámbulos en el que la fantasía era enarbolada,
un mensaje que se transmitía por el mundo, aquella riada sentimental que
intentaba arrastrarnos hasta la vorágine de la dicha que traspasaba los límites
deportivos para mantener el sentimiento, como un hito, en el mismo centro del
alma.
Se desataron las
emociones cuando saltaron al campo los equipos. El Betis arreciaba pero era
incapaz de materializar las ocasiones
que creaba. El público coreaba, a modo de los cánticos británicos, el nombre
del equipo, alargando melosa y melódicamente, suspendiendo los sentimientos en
las dos sílabas que conforman el recuerdo del río que baña a la ciudad, que le
da la vida y la sostiene, y que ya los romanos nominaban de esta armónica
forma. Durante aquellos noventa minutos nos olvidamos de la tristeza, aliviamos
el corazón de la pena, embriagando las horas con el rumor de la felicidad. Nos
abrazamos y nos emocionamos cuando el encuentro terminó. Y lloramos. Porque el
Real Betis, el equipo de nuestros amores, mantenía abierta la puerta de la
esperanza, y porque en el subconsciente yacía, aunque la fortuna y la ventura
del momento lo encubriese con un tul de la ilusión heredada y transmitida, la
constancia del verdadero sentido de la vida, de la constancia y la certeza del
natural tránsito de la materia, que ni se crea ni destruye, sino se transforma.
Y aquella noche mantuvimos la certidumbre de que esa evolución científica se
concentraba en el recuerdo y los sentimientos. Allí se aposentaría toda la
vigorosa energía de Pepa, y de los seres que siembran en nosotros el amor.
Y ya no volvimos
a hablar más de la enfermedad de aquella mujer, ni aún cuando la despedíamos,
cinco años después de que el Betis jugara su primeros cuartos de final de la
Recopa de Europa, en las puertas del cementerio y una canción de Marifé de
Triana taladró nuestros sentidos.
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