Esta es la ventana a la que me asomo cada día. Este es el alfeizar donde me apoyo para ver la ciudad, para disfrutarla, para sentirla, para amarla. Este es mi mirador desde el que pongo mi voz para destacar mis opiniones sobre los problemas de esta Sevilla nuestra

sábado, 29 de diciembre de 2012

Veladores, normas y obligaciones


            Por fín se toman medidas contra la instalación indiscriminada de veladores en las zonas turísticas de la ciudad, y muy especialmente en el casco antiguo, donde por algunas zonas era imposible el tránsito normal de los viandantes. Había calles que parecían lugares de eslalon urbanos. Ni en las mejores de los Alpes se dibujaban trayectos más espectaculares, donde los quiebros y los movimientos de cintura fueran tan excesivos. Lástima para los fisioterapeutas que pierden una importante cuota de clientes. Son los daños colaterales inevitables. Lo importante ahora será regular las nuevas normas de ocupación de vía pública y vigilar que las ordenanzas que se aprueben sean obligado cumplimiento para todos.
            Porque en esta ciudad, no olvidemos que ya en el siglo XVI éramos singulares y destacábamos en el mundo conocido por la picaresca para salvar situaciones de riesgo económico, estamos acostumbrados a no distinguir entre la educación mercantil y profesional y/o la voluntad sagrada de cada uno hace lo que le da la gana. Sé de muchos industriales de la restauración –entiéndase regentes de establecimientos gastronómicos y bares y no cómo operadores y conservadores de imágenes y objetos de obras de arte, que todo hay que explicarlo- que se ven entre la espada y la pared para atender a todas la obligaciones fiscales que son propias a sus negocios y que son acosados, literalmente por los organismos pertinentes, para que cumplan con las normas administrativas vigentes. Pequeños comercios que levantan la persiana diariamente conscientes de que parte de las ventas y ganancias de la jornada hay que destinarlas a sufragar impuestos municipales, autonómicos o estatales. Gente honrada que está luchando por mantener a flote sus negocios, en un marco legal que luego les deja desamparados.
            No debemos generalizar en las conductas y los manejos ilícitos de algunos que quieren aprovecharse de la situación de alegalidad de sus manejos mercantiles. No podemos criminalizar a quienes cumplen con sus obligaciones, coartando y minimizando sus ingresos con normativas, creo que justa para con el resto de la ciudadanía, y amparar a otros que se mueven en los márgenes de la ley. Basta con darse una vuelta por los aledaños de los mercados de abasto de la ciudad, donde se instalan puestecillos ambulantes que entran en directa y desleal competencia con los instalados en las plazas. Supongo que los placeros denunciarán estas situaciones y mucho me temo también que serán obviadas en la mayoría de las ocasiones porque siguen colocando sus tenderetes. En la calidad de los productos no me meto, pero si pueden ofrecerlos a un precio menor porque no tienen que hacer frente a los impuestos y tributos a los que están obligados quienes están en el interior del recinto.
            No hay más que darse una vuelta por los alrededores de los grandes centros comerciales para observar cómo la contundencia que actúa las fuerzas del orden público, precisamente en estas fechas, para implantar y hacer valer los derechos de las grandes superficies, una potestad totalmente legítima, que ven cómo pueden verse mermados sus beneficios con la proliferación de los manteros en las inmediaciones de sus negocios. Justo es reconocer, también, que quienes tienen reglamentados y en orden sus papeles para ejercer la actividad y pagan por ellos, siguen pudiendo establecer sus tenderetes en los lugares establecidos, pero no es justo que se atienda, regule y hasta se destinen fuerzas de seguridad a éstos mientras se deja en el mayor de los desamparos a otros, que también generan riqueza, aunque sea para las instituciones y el pago de sus desvaríos.
            Tal vez sea cuestión de tiempo y estemos precipitándonos en las conclusiones. Tal vez sería preciso revisar las normas y adecuarlas a las verdaderas necesidades comerciales de la ciudad, que está abocada al sector servicios, vamos a los bares y la industria de la restauración, consensuar a las partes y llegar a acuerdos. Pero debemos ser consecuentes con las actuaciones e igualar a los beneficiarios en derechos. Sí ya sé que no es lo mismo el Corte Inglés que confecciones Manolita, pero es que Manolita también tiene que comer, vestir y calzar todos los días y además da trabajo a dos familias que también viven durante todo el año.

viernes, 28 de diciembre de 2012

El niño de la calle Regina


            Quienes le vean caminando por Sevilla, esta ciudad a la que ama y venera, observarán algo muy distinto a lo que ven. La fisonomía nos engaña, nos confunde y tergiversa la realidad. Toda la magnitud, toda la esplendidez de su presencia, de su cuerpo esconde un gran secreto, un enigma que se resuelve apenas inicia la conversación, a la que es muy dado, la tertulia pausada que no lenta ni premiosa. Parece inaccesible porque el semblante delata una gran mentira. Es jovial, ameno, sincero consigo mismo y con los demás, cuando ha de decir algo lo expresa sin tapujos, directa y sanamente, nada presuntuoso y tan cercano en las maneras que pudiera pensarse estar frente a otra persona. Este profesor universitario serio y circunspecto, alejado de la realidad a que se enfrenta diariamente,  que combate los desmanes e injusticias que se cometen con la ciudad de los sueños, de nuestros sueños, aún no ha cumplido los cinco años. Sigue siendo un niño que recorre los senderos los recuerdos y los presenta a los demás con la naturalidad propia de la infancia. Este excelso periodista que conmuta la celeridad del tiempo, que lo cercena, lo acorta para hacerlo suyo, que altera el discurrir natural de los años, sigue jugueteando por calles alfombradas de adoquines, trastabillando sus pasos por la barreduela de la calle Regina, un reino que defiende, ampara y salvaguarda de la inequidad dándole cobijo en su memoria, alejándolo de los especuladores que comienzan degradar el paisaje por la calle Imagen, tras haber asolado las estrecheces para implantar un antinatural ensanche, monstruosidades capaces de alejar cualquier belleza de la visión, mantiene la ingenuidad innata de la infancia y sigue atravesando las cuarteladas del mercado de la Encarnación, rodeando la fuente que provee de agua a los recoveros y pescaderos, a los carniceros y a los de la gandinga que exponen los despojos de las reses que luego se servirán como manjares en el bar de la Centuria,  para acercarse hasta el 0’95 y pegar la nariz a la frialdad del cristal de la tienda de juguetes, un muro inquebrantable que separa de los objetos de sus sueños.
            Este hombre que se acerca tanto a la Esperanza para darla a los demás con la agilidad y destreza de su verbo, con la impagable humanidad que imprime en cada uno de sus escritos, no está loco cuando pregona, públicamente y sin temor alguno, que sigue creyendo en los Reyes Magos, que aún sitúa los zapatos en pretil de la ventana por la entra toda la ilusión y la fantasía para reconvertirla en realidad, que sigue poniendo agua y pan para los camellos, unas copas de anís para los servidores de sus Majestades y una bandeja de polvorones, que su madre ha adquirido en casa Sosa, para que vigoriza la fortaleza de los Magos de Oriente. Este sesentón, que sigue encandilado con la gran verdad de la comitiva que recorre Sevilla en la tarde de cada cinco de enero, se jacta de pregonar sus creencias, sus valores adquiridos en la transmisión ancestral de sus antepasados, en la vigencia de la tradición oral y escrita que refiere la presencia de unos Magos a los pies de una cuna en un pesebre, con mula y buey, donde reposa Dios hecho hombre.
            Ayer, Carlos Colón, nos retrotrajo a la infancia de cada uno de nosotros, con recuerdos inherentes al tiempo que se alargaba, que se prolongaba en el espacio, porque todo era sencillez y carecía de las prisas que nos impone la madurez. Ayer fuimos recluidos en la memoria de Carlos, que es la misma que disfrutamos quienes nos sumamos a la gran verdad que hizo público durante su emocionante alocución, esa declaración sentimental que muchos no nos atrevemos a pregonar por temor a ser encerrados en un manicomio por esa ralea de tristes que nos quieren sustraer de la verdad de la emoción y los sueños. Que los Reyes Magos existen, como existe Dios, como existe la luz y la alegría explosiva de las sonrisas cuando los vemos aparecer en sus tronos, y que en la madrugada del seis de enero depositan a los pies de nuestras camas el mejor obsequio, el majestuoso regalo del beso de nuestras madres, que llegan envueltos en brillante celofán de nuestra memoria. No estamos locos, Carlos. Sólo queremos ser felices y que los sean quienes nos rodean.

jueves, 27 de diciembre de 2012

Se busca Rey Mago


            Es como para echarse a llorar y no parar hasta llegar a Umbrete. La cosa tiene migas. Que a uno lo nombre para representar al Rey Gaspar en la cabalgara de Reyes de Triana, que es un referente para la ilusión de grandes y pequeños del viejo arrabal, y desistir de este glorioso empeño cuando apenas falta una semana para la representación y el recuerdo de la Epifanía del Señor, es una falta de respeto para la ciudadanía, por mucho arte y poca gracia que intente plasmar en el video que se ha colgado, en todas las redes sociales, con el fin de buscar un sustituto al sustituto, según palabras del renegado embajador de la ilusión. Triana no se merece esta desconsideración, ni por supuesto que suplante con esta payasada el sentimiento y el trabajo realizado por muchísimas personas para que el día seis de enero transite la ilusión, que tanta falta hace en estos tiempos, por las calles de este emblemático barrio.
            Si uno no está seguro de poder cumplir un compromiso, es preferible no aceptarlo. Se queda hasta mejor. ¡Cuántos trianeros, merecedores de este reconocimiento, habrán soñado con representar al Rey Gaspar! ¡Cuántos que han dedicado su vida por este bellísimo rincón sevillano se quedan con la frustración de no ser reconocidas sus labores y funciones! Pero claro, estamos a lo que estamos y en lo que estamos, a cumplir con la bendita y tradicional falseta de premiar a quienes pasan de puntillas, y eventualmente, por la fama, a traicionar a los que verdaderamente siente y sufren por las cosas de nuestra tierra, que por otra parte siempre están a disposición de ella, callan y siguen, porque el amor les puede, trabajando en las sombras.
            Ser Rey Mago en Sevilla no es cosa baladí, no es un tema con el que se pueda jugar. Es convertirse en portadores y expendidores de la ilusión. Personas que se transforman mágicamente para ungir los suelos de fantasía, alfombrando las calles con el celofán de la alegría. Ser Rey Mago es convertir la humanidad inherente de la condición del ser en la fastuosidad regia capaz de redivivir el mejor estado del hombre. Aceptar el nombramiento es asentir a la nigromancia de la fascinación de la que son portadores y que tienen su reflejo en las expresiones y en los ojos de los niños, que corresponden a la inocencia de la fe y la creencia, que es el mejor y más sentido estado del género humano. Ser Rey Mago es apartar cualquier vestigio de la realidad para convocar a la quimera y el ensueño, recuperar la entelequia de aquella edad que nunca pasó y que reside en la sangre de nuestra sangre y que vemos reflejada en la reencarnación de aquellos que siguieron la estrella que les guió hasta la presencia soberana de Dios hecho hombre, ante la sorpresa de la humidad de un Niño apostado entre las miserias de un establo.
            Toda esta mágica emulación de aquellas vivencias, toda la grandeza que se presentaba en la cabalgata, se derrumba con la convocatoria pública para suplantar el espíritu y derrocar a la majestad del sublime acontecimiento. Ha  republicanizado la regia comitiva, secularizando la entronización de la ilusión y guillotinando los atisbos de los sueños. Les ha faltado poner carteles por las farolas y árboles, como reclamos para llenar un hueco, que eso entenderán quienes están encargados de organizar la cabalgata, o montar una tómbola en el Altozano, con el estridente y sonoro nombre reluciendo en la pañoleta superior de “La improvisación”, con sus potentes altavoces convocando a la participación, con el siempre toca barriendo el aire para vergüenza de quienes se sienten trianeros y auspician aún sueños.
            El trono queda vacío. En estos tiempos es un hito y un privilegio poder trabajar, pero que lo hagan en festivo sólo conozco a farmacéuticos y quiosqueros. Y esta es la cuestión. Gaspar será reemplazado por una persona que vendrá a suplir al sustituto, que así se autodenomina el elegido, el que ha renunciado a la gloria de poder verter la fantasía y recuperar, aunque sólo fuere por unos instantes, un brillo de ilusión en la mirada de un niño, un hito de esperanza que defenestre la desilusión de tantos que no saben qué será de ellos mañana. Ha renunciado al premio y ahora se busca a un Rey Mago, como si eso fuera tan sencillo.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

La importancia de la Navidad


            Con la materialización de las cosas más hermosas vamos destruyendo la armonía del tiempo. Todo es apresuramiento, prisas ante cualquier situación. Queremos resolver los problemas con apremio, convirtiendo con ello las cuestiones más nimias en razones de estado. La pausa para el estudio ha pasado a mejor vida y todo aquello a lo que no se encuentre una solución, en los primeros instantes de su planteamiento, tiene todas las papeletas para su defunción. Esta urgencia se está enquistando en el devenir de la cotidianidad y va marcando los comportamientos, cada vez más agresivos, si los resultados que se obtienen, además, no son los esperados. No digo que haya situaciones en las que la necesidad no requiera de una solución inmediata, y ésas hay que darles esta consideración. Pero hay otras muchas en las que dejarlas cocer a fuego lento les procurara mayor consistencia, más firmeza y longevidad.
            Ignoramos la providencialidad de las emociones, de cómo se nos presentan en el recuerdo. Son imágenes que transitan si prisas por la mente y en la mayoría de las ocasiones vienen adscritas y unidas a los sentimientos. Se detienen las imágenes y las figuras parecen ralentizar el devenir de las horas, tal vez porque en su procedencia no conocen el apresuramiento, porque no tienen prisas, porque habitan en las certezas de la eternidad. Son premiosas estas apariciones que nos retrotraen y nos acercan al tiempo, a su realidad, a la relatividad de las vivencias particulares y a la singularidad de las emociones que nos cautivan.
            Esta maduración de la existencia nos recuerda la importancia de las cosas más trascendentales, de esa materia que nos envuelve para disimular la miseria de las imperfecciones que hemos alcanzado. No es un mérito para resaltar porque durante el trayecto nos hemos deshecho de la sustancial naturaleza con la que fuimos concebidos. Tan es así que continuamos vulgarizando la trascendencia de los hechos de Dios, la Palabra que nos lleva al rejuvenecimiento. Hemos logrado degradar, dejándonos arrastrar por los nuevos gurús del mercantilismo, el verdadero sentido de la Navidad. Lo que prima ahora es el consumismo. Nos dejado vencer por las premisas secundarias de la alegría, banalizándola hasta convertirla en barahúnda, en un conglomerado de incongruencias que desasiste al mensaje de redención que se nos ofrece. La secularización de la fiesta religiosa que ha logrado restarle su importancia.
            Pensamos que la celebración del nacimiento de Jesús no es trascendental porque nos engañamos con la conformidad de la solidaridad puntual, que la vida nueva que nos llega no tiene más carácter que el festivo. Sin embargo la verdadera y trascendental importancia radica en renovar la ilusión de la fe, en la necesidad de recuperar la memoria religiosa, en la importancia de Dios como centro de la vida del hombre, como referente de sus comportamientos, aptitudes y actitudes.
            La Navidad es una fiesta alegre, intrínsecamente, porque es Dios quién intenta acercársenos, quién llega para alzarnos en el poder de la gloria, un domino cuya jurisdicción no es terrenal, sino arraigada en el alma. No debemos conformarnos con la superficialidad. Hemos de meditar y afrontar la importancia de su celebración, compartir la alegría de la nueva vida con la familia, con los amigos incluso con quienes no conocemos y se nos presentan en forma de dolor y desesperación. La importancia de la Navidad no radica en los obsequios envueltos en lujosos papeles. El valor de la Navidad viene en el calor de un abrazo, en la mirada que comienza a brillar cuando retomamos la senda de los recuerdos y se sustancian los besos que creíamos perdidos, en la recuperación de la imagen de los seres más queridos, en compartir los sentimientos con los hermanos y sentir cómo nos llega el aliento de la voz que nos infunde el amor a la maternidad. La importancia de la Navidad nos es la grandilocuencia de los efectos luminotécnicos en una calle. Lo importante de la Navidad es saber que estamos abiertos a la consideración del amor, a sentir la sensación que nos rejuvenece, que nos acorta el tiempo y lo hace imperecedero, lento y premioso, como la caricia de una mano que siempre nos consuela o echar de menos la sonrisa de la madre y perpetuar el recuerdo de su presencia. Ésa es la Navidad que revitaliza la vida. Lo que intentan presentarnos no es más que la consecuencia de la avaricia del hombre, algo banal y sin importancia que se diluye en la magnificencia de Dios, que nos ofrece la vida y el amor, propiedades de las que jamás podrán deshauciarnos.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

El mapping y los paseos


            Lo que cambian los tiempos. A esta Sevilla nuestra no le queda ya ni siquiera el derecho al pataleo de la nostalgia. Intentan suplementarnos los recuerdos con innovadores acontecimientos. Nos van sustrayendo las cosas más esenciales de la manera más deplorable y siempre con la premiosa banalidad que esconden los pronunciamientos sobre la aplicación de la modernidad, que quedan reducidos a una cateta expresión con la anuencia adormecida de la ciudadanía, la adecuación de los tiempos a las costumbres, lo que nos sume  en el gran error de considerar que para la implantación de nuevos vínculo arquitectónicos hay que destruir lo anterior y superponer monstruosidades como las famosas setas, un pozo negro donde se vierten los escasos fondos de la comunidad mientras se dejan caer monumento de gran interés, cítese Santa Catalina o la fábrica de Artillería de San Bernardo.
            La grandiosidad de las propuestas de ocio, del ayuntamiento de la ciudad, se contrapone con la escasez y la precariedad que asola a muchísimos sevillano, una situación más que preocupante y que está arrinconando a muchas familias en los umbrales de la pobreza. Somos muchos los que estamos recomponiendo nuestras vidas con mucho esfuerzo, pasando alguna que otra calamidad. Las autoridades nos piden austeridad, nos solicitan esta colaboración para intentar restituir la normalidad en el orden económico. Pero hay piezas en este puzle que no encajan. Estas llamadas a la sobriedad no se corresponden con los hechos pues quienes manifiestan estas y sugieren estas propuestas no las llevan a la práctica. Siguen formalizando espectáculos que nos cuestan una fortuna y las contraprestaciones no se corresponden con las expectativas. Atraer al centro de la ciudad a los sevillanos, con distracciones para el ocio como el celebrado mapping, que se proyecta sobre la fachada del ayuntamiento, en dos sesiones como en los viejos cines de barrio, y que tiene unos efectos especiales tan sorprendentes, no tiene la repercusión que debiera producir. Los comercios y los bares siguen sumidos en la bajada de las ventas, salvo las excepciones de siempre, y la muchedumbre pasea de un lado hacia otro con las manos en los bolsillos o asiendo a sus hijos mientras que les muestran los escaparates. ¿Quedan todavía escaparates de comercios tradicionales? ¿Quedan todavía esos espacios repletos de ilusiones, de cestas majestuosas colmadas de manjares envueltos en papel de celofán y atractivos colorines? El mapping, una obra multimedia de inmensa calidad, eso nadie lo puede negar, donde incluso se simula una nevada sobre la plaza de San Francisco, bien pudiera haberse obviado y dedicar los esfuerzos económicos que se le han destinado, a fomentar y promocionar los pocos comercios tradicionales que se mantienen en la ciudad.
            En los tiempos que corren, que servirán para recuperar el verdadero nivel de vida que nos corresponde, que nos situará en la tierra, tras la vertiginosa y fraudulenta ascensión que potenciaban y pregonaban los filibusteros que teníamos en la clase política, asociada a la banca para no perder el poder que les otorgaban con nuestros dineros, mejor hubiera sido poner la imaginación a funcionar, reducir costes para no tener que incrementar los impuestos a esos establecimientos que están abocados a la desaparición en favor de los grandes centros comerciales, a los que sí habría gravar con tributos conforme a sus ganancias. No es de recibo que un quiosco de prensa, con su volumen de ventas disminuyendo progresiva y proporcionalmente, tenga asignados los mismos valores impositivos que el Corte Inglés, porque los baremos que se utilizan son idénticos en relación a la zona donde desarrollan la actividad y no a los beneficios que se obtienen de la misma.
            Habrá que seguir abrigándose bien, ajustarse la bufanda al cuello y proponerse pasar las horas paseando por esas zonas comerciales que, de momento y no quiero dar ideas, siguen siendo gratuitos. Estaremos reconsiderando nuestra posición, reordenando nuestra condición. Volvemos a la añoranza por la posesión de bienes que, hasta hace unos años, eran comunes en las mesas y las casas y que con esta nueva situación están pasando a ser considerados como artículos de lujo. Voy a ver si cojo sitio en la plaza de San Francisco para ver como nieva sobre ella. A ver si se nos enfrían los excesos que nos están esclavizando en la actualidad.

martes, 18 de diciembre de 2012

Los niños de la Esperanza


            Están tan cerca que pueden oír su respiración. Se encuentran tan próximos que pueden apreciar cómo su pecherín de ensancha con los suspiros que le llegan y que los convierte en suyos. Están tan atentos a sus cuidados que cada pose del pañuelo se convierte en bálsamo de santificación. Son como pequeños ángeles que se manifiestan junto a la Madre y se aproximan tanto que se convierten en guardianes de los secretos que se posan en sus manos.
            Viven durante todo el año la grandeza de participar en los cultos, en los actos, en la cotidianidad litúrgica que acoge este templo que es puerta de acceso al mismo cielo. Por eso han obtenido estos privilegios, la concesión de estos favores de recoger en el pañuelo las caricias de los besos. Son celosos en sus menesteres, en los que les encomiendan y muestran tanta fidelidad a ellos, que convierten su entusiasmo en fervor, en amor a La que todo lo puedo. Han adquirido esa sabiduría en las magnas aulas de la experiencia que se le transmite desde el sentimiento que queda preso en estos muros que retienen la mejor de las gracias y se han doctorado en el amor a la Virgen siguiendo las enseñanzas de sus mayores.
            No importa que apenas puedan dejar a un lado los juegos, ni que sean incapaces de retener sus vigorosas actitudes que lleva intrínseca la infancia. Corretean por los pasillos interiores de  la Basílica y gastan bromas. Es el tiempo que les corresponden y que algún recordarán con nostalgia. Están embriagados por la ilusión y saben, y son conscientes de ello aunque muchos piensen que los años son los que nos convierten al compromiso y a la seriedad, de la responsabilidad que entraña. Cambian sus modales y dulcifican sus conductas cuando comienza a vestirse, a imponerse la túnica y luego la esclavina aterciopelada que les cubre los hombros, para transformarse en modélicos guardianes de los secretos de la Virgen.
            Apostados a sus plantas ignoran el cansancio y transmiten las emociones de la que los devotos les hacen partícipes. Sueñan con estos días. Y muestran sus ansias. Merodean con inquietud los alrededores de la Basílica y cuando les llega el turno se apresuran y apresuran a quienes no quieren dejar de ser guardián y depositario de las miradas, de las oraciones, de las confidencias que transmiten a la Virgen.
            Ellos no lo saben pero ya están bendecidos para la eternidad. Viven con la naturalidad de la inocencia, con la sabiduría de la infancia, estos momentos íntimos. Soportan el dolor de las lágrimas que cruzan el aire y encharca la mirada de la Virgen y se convierten en cómplices de la exultación del fervor. Lo desconocen pero habitan en la memoria de muchos macarenos, de generaciones que pasan y traspasan las lindes de los recuerdos. Son parte de la historia de las emociones que pasan, del peso de los años que soporta la mirada de la Madre de Dios, de la expectación que se incrusta en el fondo del alma conforme se avanza en la fila, en la lentitud de los pasos que desgasta el mármol y que se manifiesta en la presencia de la Gran Señora que ha bajado para ofrecer la mano que alivia toda aflicción, que retiene toda la angustia para transformarla en exultante alegría.
            Son los monaguillos de la Macarena, estos serafines que salmodian con sus risas la presencia de la Virgen entre nosotros, que van recogiendo las peticiones, las oraciones, los secretos, las alegrías o las penas, en los encajes de un pañuelo. Niños que mantienen en un halo las virtudes de la Nuestra Señora, fidelísimos arcángeles que transforman sus alas en terciopelo verde y esconden sus desnudeces en el merino que guarda las esencias y las vivencias de una madrugada. No son sueños. Son realidades que conocen como nadie los secretos que guarda la Esperanza.

*Gonzalo Corro, Raúl Alejandro, Rafael Durá, Arturo Candau, Pablo Martín, Fausto Pino, Samuel Cano, Sergio Ledesma, Álvaro del Pino, Abel Picorel, Javier Rodríguez, Antonio Campos, Pedro Salado, Juan Borjabad, Alfonso Vargas, Marcos Bejano, Jesús Bello, Pablo Espejo, Carlos de Castro, Nacho Neira, Antonio Gullermo, Álvaro Benítez, pablo Salado, Fabían Pacheco y J. A. Olmedo.

jueves, 13 de diciembre de 2012

Rafael Ramírez Romero

           Rafael Ramírez tiene sesenta y siete años, ocho menos que el negocio que regenta y al que ha dedicado toda su vida. En el mercado de la Fería, ese río por el que navega la mayor y mejor devoción de la Virgen, tiene su cuartelá. Allí vio amaneceres de obreros de fábricas de cerillas, de los maestros que realizaban los sombreros que luego lucía otros en la feria o apartaban repelucos de rocío cuando la mañana del Viernes Santo se abría y aparecía, portentoso y majestuoso, como propietario del sentimiento popular que resbala por las esquinas, el Señor que escucha la declaración del relator, voz del pergamino que se pregona la Sentencia de amor.
            Rafael sabe del frío y el calor, de la escarcha que riega y resbala por las monturas que cubren las naves donde se divulga el mensaje de la pitanza, de la gente que madruga y labora cuando aún el sol empieza a desperezarse por el Aljarafe y las luces se transfiguran por las bocanas que dotan de vida el templo de Onmium Santorum. Gente de la Macarena que se esfuerza por seguir enraizados, por continuar con la herencia de otros que formaban en la gandinga de la mejor guardia de la Roma que nace en las huertas y extiende sus leyendas allende las fronteras que marca el Guadalquivir por la Barqueta.
            Rafael es notario de la infancia de muchos de nosotros. Él lo sabe y lo conoce. Al pie siempre de su puesto de quesos, pendiente siempre de servir y de entregarse a los amigos que confiaban en su profesionalidad. Como lo hacía mi madre, mis tías y mis abuelas. Siempre atento a la demanda con una sonrisa, con un gesto complaciente que servía para el acercamiento, siempre solícito a las peticiones, siempre alegre poniendo a disposición del cliente la mejor de sus sonrisas.
Es memoria que transita por mis adentros, en estas mismas mañanas frías, junto a mi madre. Nos acercábamos al mercado como quien se aproxima a cumplir el mejor de los ritos, a cumplir con la liturgia diaria de la compra, a hacer la plaza como si fuéramos infantes de lanceros dispuestos a la toma del asiento. Antes alejábamos la gelidez de las mañanas con un café en Dionisio y nos acercábamos hasta el puesto de calentitos de Marí Paz, la comunista que cerraba sus ventanas y balcones cuando se acercaba la Virgen, únicos testigos ciegos en el relumbre de la madrugada.´
Su cuartelá comienza a sentar historia gracias al trabajo diario, por eso es mayor el mérito, aunque no conozco ningún negocio de esta índole que no lleve aparejado estas dosis de esfuerzos. En ella se expande la mejor y más sana esplendidez, el exquisito aparejo que se acompaña de buen vino y nos engancha a la gula, seres incapaces de negarnos a las bondades que nos ofrece.
Setenta y cinco años de esfuerzos y entregas. Primero su padre, piedra inicial y fundamento de su ser y su vida, valedor de su heredad, esa que fundió en finas monedas de cariño y comprensión para retribuir la confianza que muchos pusieron en él. Luego, Rafalito, así le llamaba mi madre cuando le pedía aquel trozo de queso que servía para redimir el hambre de la media tarde, engrandeciendo el valor de la pequeña industria. Setenta y cinco años. Toda una vida a la que rendimos homenaje. Muchas cosas nos serían lo mismo sin Rafael Ramírez y su puesto de delicias, como dicen los modernos, en esos accésit de finura con las que no sorprenden a veces, en el rincón del gourmet. Un rincón tan grande como su corazón, tan importante como el caudal que ha atesorado durante tantos amaneceres, durante tantos días al pie del cañón para amasar la mejor y la más grande de las fortunas, la mayor de las riquezas, una de las cosas que ha logrado atesorar y disfrutar. Ser macareno, ser hijo de la Esperanza y haber sido su costalero. Cosas grandes que se retienen en el cantón donde se estableció un hito a la amistad. Setenta y cinco años que se recluyen en tu persona, Rafael Ramirez, en tu buena persona.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Un hombre llamado Manuel


            ¿Quién era Manuel? ¿Por qué despertaba tanta admiración, tanto cariño entre quienes le llegaron a conocer? Hay unas esquelas pegadas a la pared de su refugio, de su hogar, un lugar inhóspito, a la intemperie. Hay palabras de trazos infantiles, manchando folios y páginas arrancados a unos cuadernos, abriendo el corazón a los sentimientos de los curiosos que nos acercamos al saliente de la fachada, del local comercial, que le daba amparo, que medio le salvaguardaba de las púas del agua que helaban su piel en los días de lluvia, acercándonos a los que no teníamos constancia de su vida, de su existencia. Allí buscaba refugio cuando las frías y húmedas noches del invierno en ciernes, cubrían y lustraban el asfalto de esta ciudad. Solo la compañía de sus perros, al parecer la única familia, mitigaba los asaltos de la soledad.
            Dicen algunas de las proclamas que era un hombre bueno, un ser vencido por el destino, abocado al desamparo. Siempre me he preguntado qué puede llevar a una persona a despeñarse por las laderas de la desesperación y terminar en una situación de precariedad social tan importante. El romanticismo o la locura, la pérdida de la fortuna o el conformismo ante la desgracia. ¿Quién sabe? Una concatenación de hechos que nos transforma y nos lleva a toma de una decisión. Manuel dormía a la intemperie, no acudía al auxilio que ofrecen las instituciones municipales por no dejar a sus perros, por no dejar que padecieran lo que él esquivaría bajo el techo de un albergue. No había hospedaje posible para sus amigos y él tomó la resolución de compartir su soledad con los fieles canes. Eso le define. Ya quisieran algunos que presumen de esta condición, y se dan golpes de pecho, actuar de manera tan ejemplar.
            Están los rótulos descubriéndonos a la realidad del presente, al atisbo de precariedad que ya asoma por el horizonte de muchos de los ciudadanos que nunca pensaron que este tren de avaricia y mezquindad económica acabaría arrollándoles. Ya hay pobres que no se atreven a pedir porque el pudor y la vergüenza les superan, porque su condición ha traspasado los límites de la humildad. Buenas personas que ha sido asaltados por los desmanes del dinero, de una banca a la que se le sigue inyectando el dinero que hace falta para cubrir muchas necesidades básicas, y que está sirviendo para desarraigar la verdad, para implantar la peor chabacanería y dejar como un solar las virtudes de las familias, a las que se les arrebata el techo, el trabajo y hasta la dignidad.
            Manuel murió de improviso, de una puñalada en el corazón que le lanzó esta nueva situación social, donde los pobres ya ni siquiera pueden morir al abrigo de una cama o tratado en un hospital. Es la nueva realidad que se contextualiza con la apatía de los gobernantes que se despreocupan de las cosas importantes, que no son las grandes fortunas ni los emporios bursátiles. ¿Padecía Manuel algún mal, alguna enfermedad? Nunca lo sabré porque era un desconocido, un paria que vivía gracias a la generosidad de los vecinos de la zona, los únicos, que a fuerza de verlo todos los días, de contemplar su soledad y la compañía de sus perros, lo auxiliaban. Siempre la caridad como solución al vencimiento de la pobreza.
            En las mismas puertas de Opencor, en el mismo centro de la ciudad, se forjó la leyenda del vagabundo, de Manuel y sus perros. A cinco metros, gente que entraba y salía. Algunos le auxiliaban. Muchos, dicen esas lápidas embutidas con celofán en la fachada del comercio, llegaron a entablar amistad, a cruzar unas palabras que mitigarían las carencias afectivas que procura soledad, el saber que la sociedad no ha sabido dar una respuesta a estas personas, hombres y mujeres que duermen al abrigo de las noche, padeciendo los rigores del tiempo y las inclemencias climatológicas.
            Ayer paré mi bicicleta junto al túmulo funerario que se ha erigido en la fachada de uno de los colosos comerciales que rigen en el país curiosidad. Fue la innata del que escribe, la necesidad de satisfacer las inquietudes, la que me hizo detener. Tras leer con avidez me ví sorprendido por la tristeza. ¡Qué pena! En esta ciudad, hasta los méritos de los indigentes, especialmente éstos, llegan con el laurel póstumo del reconocimiento.

lunes, 10 de diciembre de 2012

El adviento que nos descubrió la crisis


            En estos días previos a la gran celebración de la cristiandad, a esta renovación de la fe que nos guía, en este tiempo de adviento que nos prepara para reconocer al Niño que vuelve a nacer para elevarnos a la dicha de la redención del género humano, siento estupor al comprobar cómo se va desmitificando el soberbio hecho de la llegada del Hijo de Dios a nuestros corazones y se suplanta el verdadero sentido de la celebración por la vanidad y el ego consumista que nos han implantado, del que pretenden hacernos esclavos para beneficio de unos pocos.
            Pero no todo va a ser malo en el sufrimiento de esta crisis económica. Nos está amoldando en las exageraciones y nos lleva al ajuste, a la comprensión de los desmanes monetarios a los que hemos abocados, a ese consumismo sin límites que nos estaba devorando sin darnos apenas cuenta. Esta sensación del vencimiento de la materialidad, que se implanta en el corazón, tiene efectos emocionales y nos centran en las actitudes y actuaciones.
            Ayer volvía a hacer frío y un hálito de nostalgia recorría las calles transformando su fisonomía. Hacía mucho tiempo que no podía hacer aquello, pasear sin prisas, sin el atosigamiento y la preocupación que llevaban adheridos mis compromisos profesionale. Ayer volví a recuperar la inocencia del niño que se esconde en lo más recóndito de mi ser y que se asoma de vez en cuando para sorprenderme, para aniquilar el peso de los años y recordar que existió ese tiempo en el que todo parece inmenso, imperturbable, imperecedero y que, conforme pasan las décadas, se intenta desprender por los acantilados del sufrimiento y la desilusión. Ayer ví cómo retornaba parte de mi existencia, de una edad en la que no tenía sentido la ofuscación, un tiempo en el que no cabía más que la felicidad por las cosas pequeñas. Esta confabulación extrasensorial que nos transporta a los cofines de la memoria sobresaltó las emociones y me retrajo a estos mismos días en los que nos abrigábamos para visitar los belenes. El abrigo de botones dorados que se cruzaban en el pecho y nos acoraban para enfrentarnos a la humedad y el frío; los guantes de lana que se adherían a la gélida transparencia de los escaparates, donde se mostraban los sueños inalcanzables en forma de scalextric, o el deambular por la calle José Gestoso donde se exponían las más bellas piezas del nacimiento, los borreguitos asaltando la imaginación, los pastores, los reyes magos sobre un puente de corcho que sorteaban un río espejado y reluciente.
            Ayer ví gente como en los años de mi infancia. Deambulando por las céntricas calles donde habita la memoria de muchos de nosotros. Era una masa de niños que aferraban a sus hijos de las manos y les señalaban los lugares por donde transitaban sus recuerdos, momentos vivificados en gestos y brillos en los ojos. Ayer, cuando caía la noche sobre la ciudad, recuperé el sentimiento de felicidad que anegaba nuestros espíritus en los días previos a la Navidad, cuando los polvorones de San Buenaventura eran un primor y una excelencia para el paladar, aún hoy lo sigue siendo, o los roscos de vino saciaban cualquier expectativa. Éramos felices con lo que teníamos y no alterábamos nuestro humor porque sabíamos, porque nos habían inculcado, donde teníamos nuestros límites. Éramos más felices participando de la alegría de un coro de villancicos que nos asaltaba en las primeras horas de la noche con tonadas que nos hablaban de peces en el río que se bebían el mismo caudal del Guadalquivir exaltados por el nacimiento del Niño Dios, canciones que sobrevolaban el aire de las viejas casas del barrio de la Macarena, patios de vecinos de mis travesuras, en estos preámbulos del gozo y la dicha, en esta antesala de la misericordia que es la Navidad.
            No necesitábamos tanto como hasta hace unos años, cuando todo nos parecía escaso y nos hundíamos en las bagatelas de la desmesura del consumo. Con poco, con lo que teníamos, con lo que nos daban, servía para saciarnos y desprendernos de cualquier ansiedad. Ayer mucha gente caminaba anclada al verdadero sentido de estas fiestas religiosas. Generaciones unidas por las manos desafiando al frío, soñando con las emociones que resuelven un escaparate repleto de juguetes o un mostrador plagado de pastores y ovejas, de Reyes que esperan a que los situemos en el puente que salva el río de los desaprensivos que nos ocultaron, con la falsedad de unos oropeles de plásticos, que el verdadero Dios llega al mundo en un pesebre, y no en un avión particular, con el extraordinario regalo de la felicidad.
            ¡Quién nos iba a decir que esta escasez nos descubriría el verdadero sentido de la Navidad y el gozo de poder desfrutarla!

sábado, 8 de diciembre de 2012

El pretil de la Esperanza


                        Tras una semana de recapacitación necesaria, de asentarme en esta nueva situación que me sorprender e inquieta, de reconsiderar el tiempo que se avecina, y someter a consideración esta nueva etapa de mi vida, vuelvo a este teclado donde se esconden las ideas y los sentimientos que intento diariamente transcribir, en una lucha incesante con ellas pues se esconden en los recovecos más insólitos y menos accesibles. A veces siento sus risas manando por las estrechísimas rendijas y cómo se mofan de mí cuando me ponen las cosas difíciles. No es una tarea baladí ésta de enfrentarse diariamente al blancor de una pantalla que relumbra y a veces es tan cegadora que se nos presenta inaccesible para emborronarla con los disparates y los aciertos que alumbramos. Pero aquí estoy, intentando sobreponerme al desesperante futuro, a superar la inquietud y la inseguridad por cuánto se nos viene encima, intentado huir de la mansedumbre con la que nos atosiga la desocupación.
            Escribo de nuevo porque lo necesito para evadirme de la ociosidad que procura el desconcierto en el que se convierte una vida, en la sensación que me aturde la evocación de casi treinta años desarrollando una ocupación. Ahora que la rutina se ha desplomado sobre el tejado de la existencia, alterando el devenir de las horas, trastocando las tareas laborales y convirtiéndolas en una especie de recuerdos lejanos cuando hace muy pocos días de la debacle. Es una sensación extraña que me ha estado atosigando en las últimas fechas, desabridas jornadas en las que el fantasma del decaimiento ha sobrevolado mi espíritu y donde se sopesa cualquier posibilidad de arrinconamiento. Huyo hoy de ellas porque he visto que la luz de un amanecer nuevo comienza a iluminar un sendero por el que ascender a nuevos proyectos, a procurarme una vida inesperada, tal vez mejor.
            Fue volver verle. Fui a renovar mi incomprensión, a rebatirle lo que tantas veces había obviado porque lo desconocía. O mejor dicho, estuve a punto de no ir. Este cúmulo de sensaciones contrarias que me arrinconaban, que iban oscureciendo mi voluntad, me inhabilitaba para emprender un compromiso con la realidad. Y toda este oscurantismo se desplomó a apenas cruce la linde del estado donde toda gracia tiene fin consumida por la Gracia Plena que reina en la alegría y en la ilusión. Allí, ¡como siempre!, estaba la mirada que redime cualquier mal. Allí, enfrentándose al desasosiego y la desesperación, estaba la luz del brillo de unos ojos que arrincona las tinieblas y deshace las grisáceas nebulosas que se apropian cuando creemos que la derrota está próxima y aceptamos su humillación porque nos creemos imposibilitados para la lucha, olvidando la de veces que nos hemos levantado para volver con nuevos y emergentes bríos a la batalla diaria para la supervivencia.
            Allí estaba, entronizada en el esplendor, elevada por las oraciones a la mejor condición de quién aceptó los designios del Señor y se hizo esclava de su voluntad. Fue pisar el territorio donde habita la Esperanza e inflamárseme el corazón con la vitalidad propia que se irradia al orbe desde el camarín que La ampara y protege. Y entonces oí aquello que conmocionó mis sentidos e hizo tambalear las estructuras de mis emociones, que consolidó la gran certeza que siempre he mantenido en mi corazón, aun sin yo tener conciencia de ello, por la dureza de los momentos pasados. Aquella duda por acudir, motivo el retraso y propició aquel encuentro. La mujer, junto a mí, elevó la más bella de las oraciones. Unos segundos que pueden transformar vidas, cambiar el destino de las personas. Unas sencillas palabras que brotan desde la humildad de unos labios que quizás no conozcan las profundidades gramaticales, semánticas y semiológicas de la lengua, pero que aglutinan la mayor de las verdades. Era víspera de la Inmaculada. El Señor de la Sentencia imponía su grandeza desde el presbiterio. Sus manos expuestas al reconocimiento de la devoción popular. Y aquella mujer que se para y cruza su mirada con Él. “Menos mal que siempre nos queda la Esperanza”, y se fue sin dejar de mirar hacia arriba, donde la Virgen sigue invitándonos a no desfallecer. Y yo quiero seguir asomándome a ese pretil del cielo, que esta basílica, donde vive la Madre de Dios y desde donde se proclama la mejor ventura a los hombres.