Quienes
le vean caminando por Sevilla, esta ciudad a la que ama y venera, observarán
algo muy distinto a lo que ven. La fisonomía nos engaña, nos confunde y tergiversa
la realidad. Toda la magnitud, toda la esplendidez de su presencia, de su
cuerpo esconde un gran secreto, un enigma que se resuelve apenas inicia la
conversación, a la que es muy dado, la tertulia pausada que no lenta ni
premiosa. Parece inaccesible porque el semblante delata una gran mentira. Es
jovial, ameno, sincero consigo mismo y con los demás, cuando ha de decir algo
lo expresa sin tapujos, directa y sanamente, nada presuntuoso y tan cercano en
las maneras que pudiera pensarse estar frente a otra persona. Este profesor
universitario serio y circunspecto, alejado de la realidad a que se enfrenta
diariamente, que combate los desmanes e
injusticias que se cometen con la ciudad de los sueños, de nuestros sueños, aún
no ha cumplido los cinco años. Sigue siendo un niño que recorre los senderos
los recuerdos y los presenta a los demás con la naturalidad propia de la
infancia. Este excelso periodista que conmuta la celeridad del tiempo, que lo
cercena, lo acorta para hacerlo suyo, que altera el discurrir natural de los
años, sigue jugueteando por calles alfombradas de adoquines, trastabillando sus
pasos por la barreduela de la calle Regina, un reino que defiende, ampara y salvaguarda
de la inequidad dándole cobijo en su memoria, alejándolo de los especuladores
que comienzan degradar el paisaje por la calle Imagen, tras haber asolado las
estrecheces para implantar un antinatural ensanche, monstruosidades capaces de
alejar cualquier belleza de la visión, mantiene la ingenuidad innata de la
infancia y sigue atravesando las cuarteladas del mercado de la Encarnación,
rodeando la fuente que provee de agua a los recoveros y pescaderos, a los
carniceros y a los de la gandinga que exponen los despojos de las reses que
luego se servirán como manjares en el bar de la Centuria, para acercarse hasta el 0’95 y pegar la nariz
a la frialdad del cristal de la tienda de juguetes, un muro inquebrantable que
separa de los objetos de sus sueños.
Este
hombre que se acerca tanto a la Esperanza para darla a los demás con la
agilidad y destreza de su verbo, con la impagable humanidad que imprime en cada
uno de sus escritos, no está loco cuando pregona, públicamente y sin temor
alguno, que sigue creyendo en los Reyes Magos, que aún sitúa los zapatos en
pretil de la ventana por la entra toda la ilusión y la fantasía para
reconvertirla en realidad, que sigue poniendo agua y pan para los camellos,
unas copas de anís para los servidores de sus Majestades y una bandeja de
polvorones, que su madre ha adquirido en casa Sosa, para que vigoriza la
fortaleza de los Magos de Oriente. Este sesentón, que sigue encandilado con la
gran verdad de la comitiva que recorre Sevilla en la tarde de cada cinco de
enero, se jacta de pregonar sus creencias, sus valores adquiridos en la
transmisión ancestral de sus antepasados, en la vigencia de la tradición oral y
escrita que refiere la presencia de unos Magos a los pies de una cuna en un
pesebre, con mula y buey, donde reposa Dios hecho hombre.
Ayer,
Carlos Colón, nos retrotrajo a la infancia de cada uno de nosotros, con
recuerdos inherentes al tiempo que se alargaba, que se prolongaba en el
espacio, porque todo era sencillez y carecía de las prisas que nos impone la
madurez. Ayer fuimos recluidos en la memoria de Carlos, que es la misma que
disfrutamos quienes nos sumamos a la gran verdad que hizo público durante su
emocionante alocución, esa declaración sentimental que muchos no nos atrevemos
a pregonar por temor a ser encerrados en un manicomio por esa ralea de tristes
que nos quieren sustraer de la verdad de la emoción y los sueños. Que los Reyes
Magos existen, como existe Dios, como existe la luz y la alegría explosiva de
las sonrisas cuando los vemos aparecer en sus tronos, y que en la madrugada del
seis de enero depositan a los pies de nuestras camas el mejor obsequio, el
majestuoso regalo del beso de nuestras madres, que llegan envueltos en
brillante celofán de nuestra memoria. No estamos locos, Carlos. Sólo queremos
ser felices y que los sean quienes nos rodean.
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