
Rafael
sabe del frío y el calor, de la escarcha que riega y resbala por las monturas que
cubren las naves donde se divulga el mensaje de la pitanza, de la gente que
madruga y labora cuando aún el sol empieza a desperezarse por el Aljarafe y las
luces se transfiguran por las bocanas que dotan de vida el templo de Onmium
Santorum. Gente de la Macarena que se esfuerza por seguir enraizados, por
continuar con la herencia de otros que formaban en la gandinga de la mejor
guardia de la Roma que nace en las huertas y extiende sus leyendas allende las
fronteras que marca el Guadalquivir por la Barqueta.
Rafael
es notario de la infancia de muchos de nosotros. Él lo sabe y lo conoce. Al pie
siempre de su puesto de quesos, pendiente siempre de servir y de entregarse a
los amigos que confiaban en su profesionalidad. Como lo hacía mi madre, mis
tías y mis abuelas. Siempre atento a la demanda con una sonrisa, con un gesto
complaciente que servía para el acercamiento, siempre solícito a las
peticiones, siempre alegre poniendo a disposición del cliente la mejor de sus
sonrisas.
Es memoria que
transita por mis adentros, en estas mismas mañanas frías, junto a mi madre. Nos
acercábamos al mercado como quien se aproxima a cumplir el mejor de los ritos,
a cumplir con la liturgia diaria de la compra, a hacer la plaza como si
fuéramos infantes de lanceros dispuestos a la toma del asiento. Antes
alejábamos la gelidez de las mañanas con un café en Dionisio y nos acercábamos
hasta el puesto de calentitos de Marí Paz, la comunista que cerraba sus
ventanas y balcones cuando se acercaba la Virgen, únicos testigos ciegos en el
relumbre de la madrugada.´
Su cuartelá
comienza a sentar historia gracias al trabajo diario, por eso es mayor el
mérito, aunque no conozco ningún negocio de esta índole que no lleve aparejado
estas dosis de esfuerzos. En ella se expande la mejor y más sana esplendidez,
el exquisito aparejo que se acompaña de buen vino y nos engancha a la gula,
seres incapaces de negarnos a las bondades que nos ofrece.
Setenta y cinco
años de esfuerzos y entregas. Primero su padre, piedra inicial y fundamento de
su ser y su vida, valedor de su heredad, esa que fundió en finas monedas de
cariño y comprensión para retribuir la confianza que muchos pusieron en él.
Luego, Rafalito, así le llamaba mi madre cuando le pedía aquel trozo de queso
que servía para redimir el hambre de la media tarde, engrandeciendo el valor de
la pequeña industria. Setenta y cinco años. Toda una vida a la que rendimos
homenaje. Muchas cosas nos serían lo mismo sin Rafael Ramírez y su puesto de
delicias, como dicen los modernos, en esos accésit de finura con las que no
sorprenden a veces, en el rincón del gourmet. Un rincón tan grande como su
corazón, tan importante como el caudal que ha atesorado durante tantos
amaneceres, durante tantos días al pie del cañón para amasar la mejor y la más
grande de las fortunas, la mayor de las riquezas, una de las cosas que ha
logrado atesorar y disfrutar. Ser macareno, ser hijo de la Esperanza y haber
sido su costalero. Cosas grandes que se retienen en el cantón donde se
estableció un hito a la amistad. Setenta y cinco años que se recluyen en tu
persona, Rafael Ramirez, en tu buena persona.
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