En
estos días previos a la gran celebración de la cristiandad, a esta renovación
de la fe que nos guía, en este tiempo de adviento que nos prepara para
reconocer al Niño que vuelve a nacer para elevarnos a la dicha de la redención
del género humano, siento estupor al comprobar cómo se va desmitificando el
soberbio hecho de la llegada del Hijo de Dios a nuestros corazones y se
suplanta el verdadero sentido de la celebración por la vanidad y el ego consumista
que nos han implantado, del que pretenden hacernos esclavos para beneficio de
unos pocos.
Pero
no todo va a ser malo en el sufrimiento de esta crisis económica. Nos está amoldando
en las exageraciones y nos lleva al ajuste, a la comprensión de los desmanes monetarios
a los que hemos abocados, a ese consumismo sin límites que nos estaba devorando
sin darnos apenas cuenta. Esta sensación del vencimiento de la materialidad, que
se implanta en el corazón, tiene efectos emocionales y nos centran en las
actitudes y actuaciones.
Ayer
volvía a hacer frío y un hálito de nostalgia recorría las calles transformando
su fisonomía. Hacía mucho tiempo que no podía hacer aquello, pasear sin prisas,
sin el atosigamiento y la preocupación que llevaban adheridos mis compromisos
profesionale. Ayer volví a recuperar la inocencia del niño que se esconde en lo
más recóndito de mi ser y que se asoma de vez en cuando para sorprenderme, para
aniquilar el peso de los años y recordar que existió ese tiempo en el que todo
parece inmenso, imperturbable, imperecedero y que, conforme pasan las décadas,
se intenta desprender por los acantilados del sufrimiento y la desilusión. Ayer
ví cómo retornaba parte de mi existencia, de una edad en la que no tenía
sentido la ofuscación, un tiempo en el que no cabía más que la felicidad por
las cosas pequeñas. Esta confabulación extrasensorial que nos transporta a los
cofines de la memoria sobresaltó las emociones y me retrajo a estos mismos días
en los que nos abrigábamos para visitar los belenes. El abrigo de botones
dorados que se cruzaban en el pecho y nos acoraban para enfrentarnos a la
humedad y el frío; los guantes de lana que se adherían a la gélida
transparencia de los escaparates, donde se mostraban los sueños inalcanzables
en forma de scalextric, o el deambular por la calle José Gestoso donde se
exponían las más bellas piezas del nacimiento, los borreguitos asaltando la
imaginación, los pastores, los reyes magos sobre un puente de corcho que
sorteaban un río espejado y reluciente.
Ayer
ví gente como en los años de mi infancia. Deambulando por las céntricas calles
donde habita la memoria de muchos de nosotros. Era una masa de niños que aferraban
a sus hijos de las manos y les señalaban los lugares por donde transitaban sus
recuerdos, momentos vivificados en gestos y brillos en los ojos. Ayer, cuando
caía la noche sobre la ciudad, recuperé el sentimiento de felicidad que anegaba
nuestros espíritus en los días previos a la Navidad, cuando los polvorones de
San Buenaventura eran un primor y una excelencia para el paladar, aún hoy lo
sigue siendo, o los roscos de vino saciaban cualquier expectativa. Éramos felices
con lo que teníamos y no alterábamos nuestro humor porque sabíamos, porque nos
habían inculcado, donde teníamos nuestros límites. Éramos más felices
participando de la alegría de un coro de villancicos que nos asaltaba en las
primeras horas de la noche con tonadas que nos hablaban de peces en el río que se
bebían el mismo caudal del Guadalquivir exaltados por el nacimiento del Niño
Dios, canciones que sobrevolaban el aire de las viejas casas del barrio de la
Macarena, patios de vecinos de mis travesuras, en estos preámbulos del gozo y
la dicha, en esta antesala de la misericordia que es la Navidad.
No
necesitábamos tanto como hasta hace unos años, cuando todo nos parecía escaso y
nos hundíamos en las bagatelas de la desmesura del consumo. Con poco, con lo
que teníamos, con lo que nos daban, servía para saciarnos y desprendernos de
cualquier ansiedad. Ayer mucha gente caminaba anclada al verdadero sentido de
estas fiestas religiosas. Generaciones unidas por las manos desafiando al frío,
soñando con las emociones que resuelven un escaparate repleto de juguetes o un
mostrador plagado de pastores y ovejas, de Reyes que esperan a que los situemos
en el puente que salva el río de los desaprensivos que nos ocultaron, con la
falsedad de unos oropeles de plásticos, que el verdadero Dios llega al mundo en
un pesebre, y no en un avión particular, con el extraordinario regalo de la
felicidad.
¡Quién
nos iba a decir que esta escasez nos descubriría el verdadero sentido de la
Navidad y el gozo de poder desfrutarla!
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