Tras
una semana de recapacitación necesaria, de asentarme en esta nueva situación
que me sorprender e inquieta, de reconsiderar el tiempo que se avecina, y
someter a consideración esta nueva etapa de mi vida, vuelvo a este teclado
donde se esconden las ideas y los sentimientos que intento diariamente transcribir,
en una lucha incesante con ellas pues se esconden en los recovecos más
insólitos y menos accesibles. A veces siento sus risas manando por las
estrechísimas rendijas y cómo se mofan de mí cuando me ponen las cosas
difíciles. No es una tarea baladí ésta de enfrentarse diariamente al blancor de
una pantalla que relumbra y a veces es tan cegadora que se nos presenta inaccesible
para emborronarla con los disparates y los aciertos que alumbramos. Pero aquí
estoy, intentando sobreponerme al desesperante futuro, a superar la inquietud y
la inseguridad por cuánto se nos viene encima, intentado huir de la mansedumbre
con la que nos atosiga la desocupación.
Escribo
de nuevo porque lo necesito para evadirme de la ociosidad que procura el
desconcierto en el que se convierte una vida, en la sensación que me aturde la
evocación de casi treinta años desarrollando una ocupación. Ahora que la rutina
se ha desplomado sobre el tejado de la existencia, alterando el devenir de las
horas, trastocando las tareas laborales y convirtiéndolas en una especie de
recuerdos lejanos cuando hace muy pocos días de la debacle. Es una sensación
extraña que me ha estado atosigando en las últimas fechas, desabridas jornadas
en las que el fantasma del decaimiento ha sobrevolado mi espíritu y donde se
sopesa cualquier posibilidad de arrinconamiento. Huyo hoy de ellas porque he
visto que la luz de un amanecer nuevo comienza a iluminar un sendero por el que
ascender a nuevos proyectos, a procurarme una vida inesperada, tal vez mejor.
Fue
volver verle. Fui a renovar mi incomprensión, a rebatirle lo que tantas veces
había obviado porque lo desconocía. O mejor dicho, estuve a punto de no ir.
Este cúmulo de sensaciones contrarias que me arrinconaban, que iban
oscureciendo mi voluntad, me inhabilitaba para emprender un compromiso con la
realidad. Y toda este oscurantismo se desplomó a apenas cruce la linde del
estado donde toda gracia tiene fin consumida por la Gracia Plena que reina en
la alegría y en la ilusión. Allí, ¡como siempre!, estaba la mirada que redime
cualquier mal. Allí, enfrentándose al desasosiego y la desesperación, estaba la
luz del brillo de unos ojos que arrincona las tinieblas y deshace las grisáceas
nebulosas que se apropian cuando creemos que la derrota está próxima y aceptamos
su humillación porque nos creemos imposibilitados para la lucha, olvidando la
de veces que nos hemos levantado para volver con nuevos y emergentes bríos a la
batalla diaria para la supervivencia.
Allí
estaba, entronizada en el esplendor, elevada por las oraciones a la mejor
condición de quién aceptó los designios del Señor y se hizo esclava de su
voluntad. Fue pisar el territorio donde habita la Esperanza e inflamárseme el
corazón con la vitalidad propia que se irradia al orbe desde el camarín que La
ampara y protege. Y entonces oí aquello que conmocionó mis sentidos e hizo
tambalear las estructuras de mis emociones, que consolidó la gran certeza que siempre
he mantenido en mi corazón, aun sin yo tener conciencia de ello, por la dureza
de los momentos pasados. Aquella duda por acudir, motivo el retraso y propició
aquel encuentro. La mujer, junto a mí, elevó la más bella de las oraciones.
Unos segundos que pueden transformar vidas, cambiar el destino de las personas.
Unas sencillas palabras que brotan desde la humildad de unos labios que quizás
no conozcan las profundidades gramaticales, semánticas y semiológicas de la
lengua, pero que aglutinan la mayor de las verdades. Era víspera de la
Inmaculada. El Señor de la Sentencia imponía su grandeza desde el presbiterio.
Sus manos expuestas al reconocimiento de la devoción popular. Y aquella mujer
que se para y cruza su mirada con Él. “Menos
mal que siempre nos queda la Esperanza”, y se fue sin dejar de mirar hacia
arriba, donde la Virgen sigue invitándonos a no desfallecer. Y yo quiero seguir
asomándome a ese pretil del cielo, que esta basílica, donde vive la Madre de
Dios y desde donde se proclama la mejor ventura a los hombres.
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