Hay momentos en la vida en los que hay
que tomar decisiones importantes, dar el paso para cambiar el rumbo. A veces
nos quedamos ateridos por el miedo al cambio, por las circunstancias que nos
puedan alterar la normalidad, cuando la normalidad no se convierte en constante
drama, en angustia o en ansiedad. Pesan muchos los años al frente de una
actividad, conviviendo con cientos de personas, conociendo amaneceres de
pesadumbre, soportando el frío hiriente de mañanas entoldadas con grisácea nubosidad
que hacían aún menos soportables esas agujas que se clavaban en la piel,
soportando las ventiscas y las lluvias o la canícula de los meses de verano,
abrasado por la mortificante calor de esta tierra. Pesan los años cuando
recuerdas los días en los que sufrimos algún asalto y la tremenda e
insoportables sensación de impotencia ante los destrozos o la mercancía sustraída.
Vienen los recuerdos a desarmarme en esta mañana, tan igual a otras y tan distinta.
Está el mismo sol asomando por viejos muros de la fábrica, donde han quedado
preso los fantasmas de la juventud; está la quietud magnifica del mediodía
asombrado a los jardines cercanos, rodeando el antiguo barrio y sembrando de
tranquilidad las calles ancestrales, los accesos con nombres fernandinos que
nos recuerdan el logro y la hazaña de la recuperación de la ciudad por las
huestes del rey de Castilla y León, las calles que mantienen todavía la memoria
de los campamentos y de los enseres de la batalla que se fundieron en las
piedras, que iniciaron una nueva era. Pesan los años cuando pasan las primeras
y ya lejanas imágenes de los
trabajadores saliendo en aluvión para tomar el bocadillo, para deshacerse de la
rutina del trabajo, del ruido de los talleres donde se forjaron los mejores
cañones, las mejores armas, donde se fundieron los leones que presiden la entrada
de la cámara nacional, y que han sido incapaces de contener el acceso a la
mayor sinvergonzonería.
Todo
en la vida tiene su ciclo. Y cada ciclo mantiene recluida en su ser la ambivalencia
de la tristeza y la alegría. Estos periodos de tiempo pueden ser asombros para
muchos y menos precios para algunos. No es fácil asimilar la desazón ni ver
cómo nos sorprende la magnitud de un desastre, por muy anunciado que lo
tengamos. Pero también es cierto que el ser humano se fortalece con las
adversidades. Caer no tiene importancia siempre que mantengas el espíritu
fuerte para poder levantarte, erguirte sobre la hecatombe y adivinar en el
horizonte un resplandor de esperanza.
Pesa
bastante la toma de la decisión. Darle vueltas, sopesar alternativas, lograr
adquirir cierta tranquilidad cuando sientes el apoyo de los que te quieren, de
los que siempre tienden esa mano a la que sujetarte, ese cabo de auxilio que
aparece en ese momento en el que la aguas comienzan a devorarte.
Hay
mucho sosiego en este día. Se han liberado las dudas y vienen, sin
aturdimientos, sin perturbaciones, nuevas sensaciones que confieren momentos de
serenidad, que inyectan en el espíritu la tranquilidad necesaria para poder
afrontar el trance de un nuevo camino, de una senda desconocida por la que
nunca se transita voluntariamente, una cañada que no tiene más dirección que la
marcada por el futuro, que a cada paso se va deshaciendo el camino,
convirtiendo cada uno de ellos en irrevocable.
Hay
momentos en la vida en las que las decisiones son trascendentales porque se
abren nuevos ámbitos, nuevas expectativas, se establecen nuevas metas y se convocan
nuevas ilusiones. Hay instantes en los que el tiempo se para y retorna al
segundo con nuevas e inusitadas esperanzas. El tiempo me debe tiempo. Y quiero
confirmar en mis propias posibilidades este adeudo, recuperar el hito en la
confianza que muchos ponen en mí, en solventar un tributo que me impongo para
rehabilitar la serenidad, la tranquilidad y el estado emocional. Trabajamos
para vivir pero me ha dado cuenta que muchas veces somos esclavos de la
necesidad y cuando se sucumbe a esto comienzas a no vivir.
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