No
había más que darse una vuelta, a primeras horas de la mañana de ayer, por
cualquier calle o avenida de la ciudad para constatar el infortunio cultural y la
pérdida de valores ancestrales que está azotando a la juventud, y muy preocupantemente
a la sevillana. Jóvenes con mascarillas de maquillaje desvaídas, consumidas por
el tiempo y la humedad de la madrugada, como extraídos de una película de
terror de clase B, aquellas que llenaban las pantallas con salsa de tomate, emulando
manchas de sangre deambulando con las
primeras luces del día, con la macilenta claridad que comenzaba a torna el gris
por los azules que abren paso por los Alcores.
Jóvenes
que se pierden en el desconocimiento, en la necedad de importar tradiciones de
lugares a los que critican, contra los que se rebelan, a veces quemando sus
símbolos y banderas, por considerarlos el origen de todos los males que nos
aquejan, que nos corroen, inductores de una crisis que azota a nuestra
particular sociedad y que la tiene sumergida en la devastación y en la pobreza.
Jóvenes incongruentes que no quieren reconocer sus tradiciones, que las ignoran
porque las consideran desfasas y arcaicas. Jóvenes que militan en el gran
partido de la ociosidad, que no tienen más horizonte que la diversión extraña,
que agotan su tiempo en la necedad del consumismo exacerbado. Dejan de lado la
vasta cultura que nos abriga para inmiscuirse en el vacio de una tradición
anglosajona, que se ha adueñado del tiempo de nuestros difuntos.
Desconocen
la verdadera magnitud de esta decisión. Sus almas libres, que tanto claman
contra las instituciones norteamericanas, se están ligando a las galeras de las
que pretenden huir. Prefieren convertirse en siervos de los dictámenes
comerciales que llegan desde el otro lado del océano antes que perderse en los
campos y las sendas de las tradiciones españolas. Son producto de la
multiculturalidad, que en demasiadas ocasiones torna y se convierte en
incultura.
Y cuán gritan esos malditos[1].
Pasan la noche entera dando saltos y gritos, ataviados con ropajes extraños, de
orígenes foráneos, y disfrazando sus rostros con pinturas que simulan descarnes
y heridas, monstruos y seres infernales. No saben que las bregas que se
esconden en la poesía o en la novela romántica, que nos descubre a Don Juan
Tenorio, son la esencia de la cultura sevillana, referente de heroicidad frente
al amor y la muerte. Que don Miguel de Mañara ya obraba como pendenciero y
mujeriego galán algunos siglos antes de que se estancara la normanda tradición
en la sociedad civil estadounidense, y que tras contemplar su propio entierro
decidió entregarse al servicio de los pobres. Debieran preocuparse por mantener
sus tradiciones y dejarse embaucar por éstas que les esclavizan a otras.
Debieran ser consecuentes, como lo son aquellos a los que pretenden emular, y
dejarse colonizar por estas escenificaciones que conllevan siempre al consumo
de sus productos. Debieran ser más consecuentes, incluso, con sus creencias
religiosas. No debemos obviar que la celebración de hallowen es una tradición pagana,
que elude los compromisos cristianos y que se manifiesta abiertamente contra la
fe, de la que luego presumen viendo un paso de palio o un Nazareno que se
recoge con el trino de los pájaros.
La belleza de nuestras tradiciones, que
siempre guardan un componente romántico, por mucho drama, por mucha muerte que
mantengan, no pueden verse ahogadas por estas celebraciones importadas, banales
y paganizadas. Esperemos que éstos que ahora se jactan, movidos por sus
efluvios de juventud, recapaciten y mediten sobre la idoneidad de mantener
nuestras costumbres y no caigan en la servidumbre anglosajona que tanto daño
hace a nuestras tradiciones.
Y
no olvidemos que honrar a nuestros difuntos es conservar nuestra memoria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario