No
es fácil captar lo que esconden las imágenes, y solo a unos pocos es ha sido
concedido el don traspasar las lindes del tiempo y vagar por esos senderos que
nos llevan al descubrimiento de una historia o vernos perdidos en el laberinto
de las dudas. Nos era fácil, en aquellos tiempos, sin los avances tecnológicos
de hoy, cuando las cámaras de fotografías apenas eran más una caja negra dotada
de una placa con virutas de plata. Obtener la fidelidad de una Imagen Sagrada
era construir una obra de arte. Y Serrano sí que tenía los mimbres para
realizar la mejor. A las pruebas me remito. No hay más que profundizar en su
obra para descubrir y reflotar el gran artista que era. La Hermandad de la
Macarena publica, amén ofrecerle un merecido homenaje, como portada del número
dos de Esperanza Nuestra, una
fotografía de la Virgen donde se recoge la verdadera esencia de la Reina de los
Cielos, de esos que verdean cuando la madrugada se troca en mañana y los
clamores nacen en las aceras para alabar la suerte de su presencia.
Uno se pone a
observar y no encuentra que más verdades. La disposición de la toca que
impermeabiliza del dolor y de la pena; los oropeles de un manto que se muestra
orgulloso de poder caer sobre los hombros de quien es capaz de soportarlo todo,
de resistir la más grande tragedia que ha padecido el género humano, y aún así es
capaz de esbozar una sonrisa; el oro de la corona que refleja el esplendor de
las sienes sobre las que descansa; la devoción y el amor prendidos en los
pétalos de unas mariquillas que se estremecen de saberse tan cerca del corazón;
los brillos de los anillos que resuelven los secretos de los besos que quedaron
presos de la misericordia de sus dedos. Todo queda ínfimamente en un segundo
plano ante el rostro de la Moza de San Gil, todo queda eclipsado por esa mirada
que retiene el dolor y expande la Gracia de la Esperanza. Pero pasada la
primera conmoción, esa turbación de enfrentarse a la divinidad, la vista pasea
en la curiosidad innata que nos hace esclavos de los instintos y descubre
matices que permanecen pendientes de la revelación, de que los ojos instiguen
en los vericuetos ropajes, recorra los paisajes que han captado un juego de
lentes, y aparezcan fantasmas del pasado. Y nos planteamos los interrogantes
más inverosímiles, misterios insondable que nos presenta la presencia de un ser
en un lugar tan bello como inapropiado, o tal vez nos lleve a esta conclusión
la insensatez de la envidia. Es un instante que queda retenido para la
eternidad, en una mezcla química, aleada con las emociones que brotan por la
presencia cercana de Quien todo lo puede, de Quién todo concede. Nos consumen
estos fuegos que se manifiestan por el descubrimiento.
Allí está,
acompañante perenne inmortal, sonriente, alejado de cualquier pesadumbre, ofreciéndonos
sus alegrías, como si ya nos hubiera advertido en el futuro, adelantándose a
nuestros años, sabedor de que sería descubierto, preso de la emoción de quien
le retuvo o tal vez cautivo ante la irrelevante ignorancia del artista que
centra su atención en Ella, incapaz de apartar su objetivo de este centro
universal de la virtud más hermosa.
Allí está Ella,
como la ideara Juan Manuel, como la cantara Muñoz Pabón, como ya la soñaba Juan
Miguel Sánchez, como la versara García Lorca. ¿Quién era este afortunado ser
que pendía de las gracias de la Virgen de la Esperanza? ¿Qué extraña casualidad
posibilitó su presencia junto a la Madre de Dios? ¿Por qué pendía de esa
alacena de sueños que son las manos de la Niña que pone en alerta la madrugada y
aviva las emociones apenas se asoma por el horizonte la primera luz? ¿Quién
éste hombre, este mortal bendecido por los hados del destino, que goza de
grande privilegio?
¿Suerte
o confabulación de la casuística? Nunca lo sabremos. Solo podremos mantener la
certidumbre de que duerme cerca de la Virgen y que un día mantuvo la suerte de
pender de la mano de la Madre de los macarenos, de saberse parte y obra de los
sueños que se explanan en las huertas celestiales donde se siembra, y se recoge
constantemente, la ESPERANZA.
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