Este
cielo plomizo, sin más contraste cromático que la aspereza de la escala de
grises fotografiándose en un charco, donde la lluvia golpea su propia luz, el
que viene a consolidar la tristeza que anega espíritus y potencia zozobras
anímicas. Es esta luminosidad apagada, casi fluorescente, carente de fuerza, la
que trasmite la certidumbre de la ceniza que confirma el final del hombre.
Viene rasgando la memoria, descubriendo la pequeñez de la razón humana, enfrentándose
a la certidumbre de una conclusión común. Es el otoño mostrándose, invitándonos
a la reclusión del salón, convertido en claustro para la contemplación de la
cotidianidad, de la rutina que nos convierte al sosiego y la paz, al
aislamiento en la lectura pausada mientras gorgorean, en llaneza del alfeizar
de la ventana, las gotas de lluvia que pugnan por compartir la musicalidad,
estridente y majestuosa, del maestro Rodrigo.
Son
estas tardes, confinados en los recuerdos, en esos que nos subyugan a la
tristeza o nos sublevan a la alegría, mientras vemos caer la luz y llegan las
abstracciones de las sombras inundando los espacios, acaparando los lugares
donde se vigorizan durante unas horas, las que formalizan los sentimientos, las
que nos seducen y atrapan con la melancolía. El ritmo de la lluvia amplificada
en el silencio depura el alma. Hay una conversión mística mientras nos
confesamos con la evocación y hay imágenes que asoman al pretil de nuestra memoria,
que se van materializando, mostrándonos edificios opacos, grises, relucientes,
como recién bañados, desbocando el perfume de la tierra mojada y produce una
inquietud en los sentidos mientras se difuminan los paisajes que construimos
cuando el cielo se tiñe de azul inmaculado.
Es
la hora de Valdés Leal repintando las sombras en sus lienzos, desde donde
emerge la fuerza indomable de la muerte, los pinceles que van recitando imágenes,
transcribiendo los versos de Manrique, las coplas que recuerdan los límites y las
limitaciones que conlleva poder vivir, residir en este mundo que nos va
mostrando la belleza y el dolor, la alegría y la pena para que podamos
discernir en los valores verdaderos de la vida, de este viaje por el cosmos y
que nos lleva inevitablemente, sin remisión, a morar en la eternidad. Es la
hora de la comitiva espectral que vaga en busca de los Mañaras que son
incapaces de advertir el futuro que se les muestra y prefieren ignorar la
evidencia; es la procesión que llega para inocular la razón del sentimiento, la
voracidad de las horas que nos conducen irremediablemente a la serenidad.
Frente
a la vieja fotografía se ha encendido una minúscula luz, con un gesto de candor
ha eclosionado una irradiación de vida y un levísimo resplandor que va
sorteando las sombras, confiriendo un halo de misterio a la mujer que aparece
en el retrato. Una suave brisa hace mecer la llama y provoca un balanceo
contraluces que consume horas y guarda secretos. Sobre el óleo, que santifica y
retiene las oraciones, se magnifican los poderes y la gloria de las sonrisas
que se adivinan en la figura que se asoma a los perfiles de la fotografía, tan
gris como el cielo que se asoma al salón por la ventana. Este rito que retiene
vivo a los muertos, esta tradición de procurar la inmortalidad al natural
destino único del hombre, despierta las emociones y deja traslucida el alma,
vulnerable a cualquier asalto de la nostalgia.
Vencido
por el sopor, trastocado por el cansancio, por la somnolencia, descabeza el
sueño en el sillón, en las vísperas de la tarde que enrola la melancolía,
mientras se deslizan y se enredan las horas en la filigrana de la cancela. Mil
novecientos treinta y siete, ostenta en el arco superior. Una proclamación de
la victoria sobre el tiempo. Ya no hay claridades invadiendo los espacios de la
estancia, han huido de este paraninfo que me reúne con la soledad y la memoria.
La humilde mariposa que da lustre al rostro de la mujer continúa consumiéndose,
estampando la belleza perdida en las profundidades de la emoción, que confunde
la realidad, en ese vaivén que muestra la mirada que siempre ofrece ayuda y
esperanza, que nunca rehuyó del amor y el cariño fraterno. Los labios de la
memoria acaban de posar un beso en mi frente.
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