Mantengo
una duda, una asombrosa incertidumbre, que sigue rondando mi cabeza. ¿Cuál es
ese secreto que se asoma a tu socarrona sonrisa cuando se habla de la Virgen de
la Esperanza? Cuando supimos que la vida se te iba, que buscaba salidas para
dejarte en la frontera de la inmortalidad, aquella que los héroes griegos presentían se encontraba en
el Olimpo, nos perforó el alma un sentimiento extraño, que no conocíamos,
arietes que fragmentaban las barreras que nos salvaguardaban del dolor y las
noticias nos auguraban que te harías inolvidable, que tu figura se agigantaría
en la memoria de quienes tenemos la dicha de conocerte. Los galenos que te
cuidaban, que no cesaban de proporcionarte fármacos y técnicas para evitar el
destino final, que no abandonaban el enfrentamiento ni se resistían a dejarte
ir, nos predisponían a lo peor. Claro que ellos no sabían de ti, no te
conocían, no alcanzaban ni adivinaban de lejos, tu fortaleza curtida en miles
de batallas cotidianas, enfrentándote a gigantes que sucumbían a la honda que
transforma cualquier pesadumbre en ilusión, ni sabían de los Aliados que te
procuraban cobertura, en estas lides, si acaso era precisa una retirada. Esos
médicos, a los que tanto debemos, a los que tanto tenemos que agradecer, dicen que
se extrañaban cuando emitían un comunicado, alertando sobre las posibilidades
de supervivencia, y se quedaban perplejos observando los rostros de familiares
y amigos, que nunca faltaron a la cabecera de tu cama, aunque ésta solo se
pudiera advertir a través de una puerta, y veían un resplandor en los ojos, un
hito de confianza en la recuperación. Era la fe, el rezo unánime de muchos que
nos oponíamos a doblegar las rodillas, a soltar la rodela y el machete, y
darnos por vencido ante la dama oscura.
Ellos
no sabían que tu sueño era premeditado, una ocasión para recibir las consignas
que transmitirías a los que seguimos empeñados en blandir la enseña de la
esperanza. Ignoraban este artificio, esta guasa que mantienes con todos, esta
ida y vuelta a los confines del universo, para refrendar que la verdad, la
ventura y el futuro se reúnen en la faz de la Niña de San Gil, en un entrecejo
capaz de acopiar la más grande desventura y convertirla en felicidad. Fuiste a
corroborar que la vida no tiene sentido, carece de valor intrínseco, si su presencia,
sin Poderla ver cada día, sin poder Soñarla cada noche, que el tiempo es una
mentira cuando La miras, y no sabes si los minutos van o vienen, si ha
transcurrido un siglo o se nos va en un suspiro. Tu sueño, Carre, es la
experiencia divina que a muy pocos les ha sido concedida. Tener junto a ti al
Señor, fiel escudero, velando por ti, contándote esas anécdotas que solo tú y
el conocéis, compartiendo una amalgama de recuerdos, apoyados en la barra del
Mariano que hay en cielo, justifica este dolor que nos hiciste padecer. Nunca
nos dirás de qué hablasteis, de qué os reísteis. Es una cosa entre tú y Él,
secretos del corazón, axiomas que permanecerán en vilo hasta que dentro de cien
años os volváis a ver.
Ésta
sí que es tu hora, Carre. Ahora es el turno de tu vida, de gozar, de sonreír
socarronamente, de darle vueltas a tu ingenio para sorprender a un niño que
impávido permanece, con una estampita de Biosca en la mano, mientras la más
noble tropa lo sortea con marcialidad, inocente que no sabe de tu guasa, de la
sutileza del humor que gastas, que para éso formas parte de la escolta del Hijo
de la siempre Bienaventurada.
Y
es nuestra hora también, amigo. La de compartir tus sonrisas, tus recuerdos,
tus vivencias, tus alegrías y tus penas. ¡Qué hubiera sido de nosotros sin
saberte al lado nuestra! Estás ungido por una Gracia especial, honrado por la
vida, laureado porque venciste a la dama negra, que huye despavorida cada vez que
te presiente, cada que advierte de tu presencia. Como cada tarde de jueves
santo, cuando llevaste tan dicha a las camas de un hospital donde se acuna el
dolor en los brazos de una madre hasta que el niño, acogido en el confort maternal,
alzó su cabeza y sonrió cuando tu egregia figura, doncel del primor que se
despoja del casco y las plumas, traspasó el umbral de la habitación y sus
labios exhalaron el más hermoso de los salmos. “Mamá, ya están aquí los armaos”,
y adivinaste, porque se enturbia la visión, como en su rostro se aparecía la
Virgen, la misma que advertiste en tus sueños, la misma que encamina tus pasos,
la misma es pródiga en bendiciones, la misma que te guió por la oscuridad y te
llevó donde alumbra su Esperanza. Ya es tu hora, Carre, ahora tienes toda la
vida por delante. Y un secreto que asoma a tu
socarrona sonrisa.
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