Son
demasiados años de idilio, demasiados unidos en esta relación. Hemos sufrido
tanto que hemos aprendido a querernos y no somos capaces de vivir el uno sin el
otro. Hemos glorificado los días hermosos en los que la dicha y la fortuna nos
sonreían. Son demasiados momentos los que hemos compartido, los que hemos
disfrutado, para que ahora, a la menor adversidad, nos mostremos rencores. Ni
tu ni yo somos seres resentidos, muy al contrario, nos han fortalecido todas
estas experiencias. No es preciso resaltar que estamos fundidos por una pasión
trascendental, que los lazos que nos atan son las cadenas del amor y que a veces, como en toda relación, nos hemos
visto sorprendidos por reacciones inesperadas de ruptura, pero solo eran rabias
propias en el desahogo de la pasión.
Demasiados
años, ¿verdad? Y sin embargo continuamos acrecentado esta unión. Y eso que han
intentado romper nuestras cadenas en muchas ocasiones. Pero somos
indestructibles porque hemos fundido el más valioso metal en la fragua del
corazón para construir grilletes de emociones, eslabones que han ido
configurando un cordón de sensaciones únicas, turbaciones que nos hacía
enloquecer de alegría o enturbiar la sinrazón en los peores momentos de tu
existencia.
Desde
que nos conocimos, yo era una intuición en dos miradas que se cruzaron y ya fluía en el éter el sentimiento que me
esclavizó a tu querencia, nos hemos cuidado mutuamente, correspondiéndonos en
el amor, sin divagaciones, con la certeza de sabernos ungidos por la verdad y
la emoción. Nunca, nunca nos hemos engañado. Yo sabía de las dificultades que comprenden
las travesías por los desiertos, esa diáspora por los campos donde solo es
posible la desesperación, las montañas que se interponían en la visión y
alargaban las sombras. Pero también sabía que las columnas que fundamentaban y
sustentaban tu razón de ser, se levantaron en el albor de la ilusión y la
esperanza y que siempre hay una luz, para enseñarnos el camino, al final de
cada trayecto. Siempre hemos coincidido en la aseveración de esta dificultad
por eso el cariño no nos ha relegado a la incredulidad de otros muchos que no pueden
comprender como, aún en la peor de las derrotas y tras los primeros momentos de
desconcierto, podemos alzar el galardón de una sonrisa, atravesar los espacios
donde habitan las peores miserias y elevar el galardón de la alegría.
No
nos importan ni las malas palabras ni los gestos groseros. Nos han hundido y
nos hemos levantado, hemos sanado las heridas y nos hemos enfrentado al destino
con valentía, siempre mirando al horizonte, como los guerreros de Esparta, sin
miedo porque sabíamos que nos esperaba la ventura, el reconocimiento a la
gloria en el Olimpo donde reinan los dioses que nos avalaron, que nos concedieron
la gracia y la protección de un escudo fundido por el sol en donde los tartesos
ya proferían, como un grito de guerra, su amor a la tierra que observaban, al
río que les daba la vida, tu nombre dulcificado y transmitido por las
generaciones. Trece columnas para sostener nuestro corazón, la devoción ultra filial
que nos aturde y nos alegra. La alternancia del albor y la esperanza, siempre
la esperanza como hito salvífico.
Será
locura de amor, pérdida de la razón en el vaivén de las emociones. Este vértigo
de la condición bética es el mejor certificado, la mejor y más clara
constancia, de sentir la vida en toda su grandeza. Sufrir y gozar y volver
sufrir. ¡Qué nos va a importar llorar! Los sentimientos ennoblecen a los seres
humanos y hasta nos fortalecen el espíritu. Hemos perdido una batalla, hemos caído
en el fragor de la contienda. Nos han herido. Seguimos viviendo y nos quedan
fuerzas para continuar enarbolando el pendón verdiblanco, para retomar el
escudo y reforzar esta magnificencia, esta idiosincrasia única. Aquí estamos.
Seguiremos alentándote, llenando los espacios con tu nombre, sin ruborizarnos
por haber caído. Alzaremos las banderas, ondearemos lábaros para pregonar la
leyenda que recorre el mundo entero, para refrendar que todo lo grande viene
precedido por lo menor y reanudaremos el camino con nuestra frase en los labios,
la que nos hizo grandes, la que no lograron disolver ni los peores vientos.
Vengo a refrendar mi idilio, a darte las gracias “viejo amigo”, a sentir cómo
el aire se enorgullece cuando lo taladra con el grito de “viva el Betis manque
pierda”.
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