Me siento un hombre afortunado. No tengo
mayor riqueza que mis ideas, mis vivencias y la gente que me rodea. No tengo más
caudales que la pasión y el amor. Me sigo sintiendo un hombre afortunado aunque
la tristeza anegue estos días mi corazón, aunque la nostalgia se manifieste
ante el más pequeño de los gestos se me presentan y remueva mi sangre hasta
reconvertirse en dolor. Sigo adelante en mi diaria lucha contra los elementos
económicos y aunque me ahoguen, aunque intenten sepultarme tengo la dicha de
saberme afortunado.
He
comprendido, de golpe pero sin traumas, que hay momentos en la vida en las que
tomar decisiones, verter todo lo que ennegrece el espíritu en el lodazal del
olvido e intentar comenzar empresas nuevas. Hay siempre un sol resplandeciendo
en el horizonte, una luz que alumbra nuestro camino, que lo ensancha o lo
ajusta a nuestras necesidades de felicidad. No puedo separar estos sentimientos
que manan con tanta fuerza de la fuente del alma. Soy incapaz de contener estas
emociones que oscilan entre el dolor y la alegría. Uno quisiera que la vida
fuera un sueño y despertar en los momentos de aflicción, tal vez una secuencia
cinematográfica o un capítulo de una novela, ser Unamuno para poder determinar,
en la sujeción de la conciencia, el desenlace de la vida de los personajes, Los
recuerdos a veces afilan las hojas de sus cuchillos para perforar el
sentimiento y blanden sus incisivas armas para detener la gloria y la dicha, para
hacernos desistir del olvido.
Este dolor que
atraviesa los sentidos nos hace también sentirnos vivos. Este dolor nos curte y
nos fortalece, ahonda en la sensación vital y nos comprender mejor la felicidad.
Soy afortunado porque tengo un enorme bastión donde apoyarme: en la fe. Estoy
convencido, plenamente convencido, de la existencia de una vida superior, de un
lugar donde acuden las almas buenas, los seres queridos. Tengo la enorme suerte
de plantearme la existencia desde la Esperanza, una fuerza que me sustenta y me
procura felicidad. Suerte de mantener mis recuerdos con todo su vigor.
Fue un jueves
santo, en esas horas en el que el aire comienza cortejar las murallas, esas que
pegan dentelladas en el cielo, a acariciar con inusitado primor las arboledas
que sirven de escarpias para fijar las emociones que acontecerían en pocas
horas. Los presagios de la felicidad corrían para aposentarse en los confines
de un templo donde todo esplendor, donde toda magnificencia se concentra en una
mirada. Mi padre, mi hermano y yo nos dirigíamos al lugar donde se resguardan
las vivencias de nuestros ancestros, de los antepasados que inocularon el rito que
nos hace fuertes, aunque entonces aun no mantenía ninguna certidumbre de
aquella constancia. Los tres con nuestros hábitos penitenciales. Los tres con una
ilusión inquebrantable para cumplir con la lealtad de nuestros sentimientos, a
fijar toda la religiosidad popular que nos confiere pertenecer a la hermandad
de la Macarena. Mi padre y mi hermano preconizando la ventura que se extendería
por las barreduelas y calles como una inmensa marea, altaneros y jactándose de
la elegancia de sus merinos y terciopelos, esas catedrales de telas que
figurara el genio de Rodríguez Ojeda y que nos aíslan en las meditaciones durante
la estación de penitencia, y yo con el mío, con mi camiseta, el costal y mi
faja. Sería mi primera madrugada como costalero en el paso del Cristo de la
Sentencia. No cabía en mí, ignorando lo que en el futuro significaría, la
importancia con la que dotaría mi vida. Pasaron las horas y pronto la mañana
vino a remozar las oscuridades, tornando el lienzo universal en turquesa y
luego un radiante y magnífico azul inmaculado. La experiencia me iba
engrandeciendo el alma. Mi Cristo fue confiriendo y grabando en mi alma unas
emociones desconocidas. Compartir el trabajo, aunar el esfuerzo, coordinar las
mecidas, un inmenso compañerismo que refrendaba el mejor titulo de hermandad,
fue anegando mi ser, fue abriendo nuevas perspectivas, nuevos conocimientos
sobre el amor. Bajo las trabajaderas adquirí la fuerza de la fe. Este preludio
de desbocadas sensaciones, esta cascada de satisfacciones, transgredió los
límites de la razón y fortificó mi ser con el poder de la Fe, esos cimientos que
nos abren la mente para comprender la necesidad de acercarnos a Dios. Durante
diecisiete años fui sus pies para guiarle por las calles de esta Jerusalén
occidental. En aquellas hermosas galeras, que nos encadenaban a la mirada del
Hombre que asumió la Sentencia de toda la humanidad, descubrí la fraternidad,
surgieron amistades que transformamos en familiaridad y el Señor de la
Sentencia pasó a formar parte esencial de mi vida. Ante Él, del brazo de mi
madre, me casé, a Él me encomendé en los momentos de dificultad y nunca me
falló. Sus ojos tienen perpetuada la primera visión de mi hija, a Él acudo para agradecerle cuanto de me sucede y
ante Él me postro para que fortalezca mi alma en los peores momentos. Sin Él mi
vida sería otra. Y ahora es el sustento que me mantiene en esta aceptación de
las leyes vitales. Él me conduce a la Esperanza y ahí deposito mi legado. En
aquella enraicé mi devoción y ésta ha sustentado mi Fe. Fui su costalero. Y ese
sueño, mi Señor de la Sentencia, me permite seguir en pie. Soy un hombre
afortunado.
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