Dicen que este dolor es un mero tránsito hasta que la
realidad cubra el primer estrato del sentimiento, ese que se aferra al corazón
para demoler la alegría de la presencia, el júbilo de un beso. Dicen que en
donde yace el consuelo hay un lugar reservado para nosotros, un espacio roto y
que no se recompondrá hasta que las lágrimas solidifiquen y sedimenten las
entrañas y conformen un prado donde se amortigüe la pena, donde florecerán la
nostalgia y el recuerdo, flores que se riegan con suspiros y que irán
repoblando la desértica estepa del sufrimiento hasta convertirla en vergel de
sonrisas y sueños. Esta sensación de vacío sideral, esta sacudida
emocional que mortifica el alma, que la estrangula y la comprime para extraer
la congoja gota a gota, prescribirá y volverán la rutina y la cotidianidad a
difuminar las ausencias, que no los recuerdos, cuando una mirada nos eleve en
el tiempo y aparezca entre nosotros su figura, la menudez de su cuerpo, aquella
inmensa alegría que encubría tantos sufrimientos, tanta escasez, la penuria de
la infancia arrancada por la necesidad. Por eso seguía siendo una niña, por eso
añoraba las muñecas que se le negaron cuando trocó los juegos por el trabajo,
cuando la vida seccionó los sueños de la infancia y desangró toda la crudeza
que subyace en la vida.
Se
fue en busca de sus recuerdos, a reencontrarse con su nostalgia, con los ojos
que fueron espejos para sus actos, con los labios que le enseñaron a besar, con
las manos que tantas caricias le procuraron, a reencontrarse con los suyos que
habitan en el mismo lugar donde ocurrían sus sueños. Se marchó con un hatillo
repleto del cariño y el amor que le profesamos, con un arrullo, con una
serenata de besos.
Y nos quedamos sobreviviendo en el vacío,
levitando sobre la nada, confundidos todavía por una extraña realidad, por unas
vivencias que suponíamos correspondían a otros, por un dolor que creíamos ajeno
pero que nos descubre a la verdad y nos desgaja el corazón. Nos quedamos ahítos
de su presencia, añorando sus palabras, luchando para que el olvido no se imponga
en nuestras almas, para que no nos robe sus rostro, para que sus ojos sigan
iluminando nuestras vidas con aquel resplandor que solo es capaz de manar de
los ojos de una madre, para sus risas sigan confiriendo momentos de felicidad,
para que sus silencios perpetúen los secretos que compartimos, aquellas
ilusiones primeras que nos ahogaban.
Se marchó y con su marcha se rompió el
tiempo. Sigo pensando en ti como si estuvieras, como si fueras a llegar en
cualquier momento, profiriendo mi nombre y dotando mi existencia de sentido.
Sigo enfrentándome a esta realidad inamovible que me martiriza, a este clamor
de la razón que dices que te fuiste. Continúo en esta resistencia inútil por no
dejarte partir, por huir de la tristeza, por no poder contener las lágrimas que
brotan de las profundidades de mi ser, por no saber controlar la pena, por
aférrame a ti y sentir cómo se espesa la sangre cuando traigo tus recuerdos.
La historia de tu vida removiendo los
cimientos de la mía. Busco tu pasado, ahondo en tus vivencias, en los relatos
sobre tu infancia, en los hitos que ahora corren al encuentro de otros días, de
otros sueños, de otros momentos. Pienso en ti y apago mi sufrimiento. No me
importa llorar porque el llanto libera mis sentimientos, porque logro fugarme de
esta cárcel de tormento. Pienso en ti y te siento cerca. Noto tu presencia
fundiéndose en el alma porque hubo un tiempo que fuimos uno, que compartimos el
agua y el alimento, que me dotaste del amor y me hiciste comprender que si fe
no hay camino que recorrer. Pienso en ti y veo el cielo, el inmenso azul del
mar que se refleja en el espejo del firmamento, rompiéndose al saberse que
estás en sus adentros. Pienso en ti y rasgo los lamentos hasta convertirlos en
una secuencia de besos. Pienso en ti, mamá, y cuanto más pienso menos solo me
siento. Aunque llore, aunque pene, aunque lamente tu ausencia, aunque se fundan
mis fueros por la impotencia que sufro, no dejo de pensar en ti y sentir cuánto
te quiero. Aunque te fuiste no te perdí porque vives en el centro de mi alma,
en la ilusión del recuerdo de una noche de reyes, de una madrugada de sueños,
de una mañana de gloria, siendo yo costalero del Señor del que siempre aprendo,
oír tu voz pronunciando mi nombre, palabras surcando el aire para remozar mi
esfuerzo, del brazo que me condujo al altar donde reside la Vida, para poder
casarme. No puedo seguir, anega mi ser esta extrañeza que mezcla dolor y
felicidad, la suerte de haber sido tu hijo. Siempre, por mucho que pase la vida
y marque mi corazón, siempre te querré, mamá.
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