Con
la materialización de las cosas más hermosas vamos destruyendo la armonía del
tiempo. Todo es apresuramiento, prisas ante cualquier situación. Queremos
resolver los problemas con apremio, convirtiendo con ello las cuestiones más
nimias en razones de estado. La pausa para el estudio ha pasado a mejor vida y
todo aquello a lo que no se encuentre una solución, en los primeros instantes
de su planteamiento, tiene todas las papeletas para su defunción. Esta urgencia
se está enquistando en el devenir de la cotidianidad y va marcando los
comportamientos, cada vez más agresivos, si los resultados que se obtienen,
además, no son los esperados. No digo que haya situaciones en las que la
necesidad no requiera de una solución inmediata, y ésas hay que darles esta
consideración. Pero hay otras muchas en las que dejarlas cocer a fuego lento
les procurara mayor consistencia, más firmeza y longevidad.
Ignoramos
la providencialidad de las emociones, de cómo se nos presentan en el recuerdo.
Son imágenes que transitan si prisas por la mente y en la mayoría de las
ocasiones vienen adscritas y unidas a los sentimientos. Se detienen las
imágenes y las figuras parecen ralentizar el devenir de las horas, tal vez
porque en su procedencia no conocen el apresuramiento, porque no tienen prisas,
porque habitan en las certezas de la eternidad. Son premiosas estas apariciones
que nos retrotraen y nos acercan al tiempo, a su realidad, a la relatividad de
las vivencias particulares y a la singularidad de las emociones que nos cautivan.
Esta
maduración de la existencia nos recuerda la importancia de las cosas más
trascendentales, de esa materia que nos envuelve para disimular la miseria de
las imperfecciones que hemos alcanzado. No es un mérito para resaltar porque
durante el trayecto nos hemos deshecho de la sustancial naturaleza con la que
fuimos concebidos. Tan es así que continuamos vulgarizando la trascendencia de
los hechos de Dios, la Palabra que nos lleva al rejuvenecimiento. Hemos logrado
degradar, dejándonos arrastrar por los nuevos gurús del mercantilismo, el
verdadero sentido de la Navidad. Lo que prima ahora es el consumismo. Nos
dejado vencer por las premisas secundarias de la alegría, banalizándola hasta
convertirla en barahúnda, en un conglomerado de incongruencias que desasiste al
mensaje de redención que se nos ofrece. La secularización de la fiesta
religiosa que ha logrado restarle su importancia.
Pensamos
que la celebración del nacimiento de Jesús no es trascendental porque nos
engañamos con la conformidad de la solidaridad puntual, que la vida nueva que nos
llega no tiene más carácter que el festivo. Sin embargo la verdadera y
trascendental importancia radica en renovar la ilusión de la fe, en la
necesidad de recuperar la memoria religiosa, en la importancia de Dios como
centro de la vida del hombre, como referente de sus comportamientos, aptitudes
y actitudes.
La
Navidad es una fiesta alegre, intrínsecamente, porque es Dios quién intenta acercársenos,
quién llega para alzarnos en el poder de la gloria, un domino cuya jurisdicción
no es terrenal, sino arraigada en el alma. No debemos conformarnos con la
superficialidad. Hemos de meditar y afrontar la importancia de su celebración,
compartir la alegría de la nueva vida con la familia, con los amigos incluso
con quienes no conocemos y se nos presentan en forma de dolor y desesperación. La
importancia de la Navidad no radica en los obsequios envueltos en lujosos
papeles. El valor de la Navidad viene en el calor de un abrazo, en la mirada
que comienza a brillar cuando retomamos la senda de los recuerdos y se
sustancian los besos que creíamos perdidos, en la recuperación de la imagen de
los seres más queridos, en compartir los sentimientos con los hermanos y sentir
cómo nos llega el aliento de la voz que nos infunde el amor a la maternidad. La
importancia de la Navidad nos es la grandilocuencia de los efectos luminotécnicos
en una calle. Lo importante de la Navidad es saber que estamos abiertos a la
consideración del amor, a sentir la sensación que nos rejuvenece, que nos
acorta el tiempo y lo hace imperecedero, lento y premioso, como la caricia de
una mano que siempre nos consuela o echar de menos la sonrisa de la madre y perpetuar
el recuerdo de su presencia. Ésa es la Navidad que revitaliza la vida. Lo que
intentan presentarnos no es más que la consecuencia de la avaricia del hombre,
algo banal y sin importancia que se diluye en la magnificencia de Dios, que nos
ofrece la vida y el amor, propiedades de las que jamás podrán deshauciarnos.
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