Los años nos van
marcando el destino. No hay premeditación en este discurrir por el ámbito
terrenal. Todos sabemos el fin. Ya Jorge Manrique llora la muerte de su padre y
el triste destino que nos espera. Si no fuera porque sabemos que hay una vida
nueva, una dimensión celestial, gracias a la entrega del mismo Dios, la
existencia sería una mera transición donde aparecerían los peores valores del
hombre. Cristo nos redimió con su sufrimiento, con su entrega sin límites. Su
palabra nos hizo libre y podemos, gracias a su mensaje salvífico, disfrutar de
la vida con dignidad. Cada persona, cada cristiano sabe que tenemos un lugar en
el paraíso y esto debiera confortarnos para concretar nuestros propósitos de
felicidad, de extender la dicha entre nuestros semejantes y convocar al
misterio del Espíritu Santo para que nos ilumine, como a los apóstoles en
pentecostés, en nuestros actos.
Dios extiende
sus obras en las almas de todos los hombres. Nadie puede quedar exento de su
mensaje que se presenta cada amanecer, cada día. Porque es un motivo para
encontrar la placidez del alma.
Esta mañana
nubosa, esta tristeza que intenta anegar el alma, nos confirma la existencia
del Padre Todopoderoso. Pronto la tranquilidad y el rumor de la tahona que
tengo muy cerca, y que aromatiza el ambiente con la densidad fragante del pan
recién elaborado ondeando el aire, surcando las primeras horas del día, se
verán alteradas por una alegría sin igual. Las calles perderán la actividad
comercial profusa de cualquier otra jornada del año. Ha cerrado la mercería y
en su acristalada puerta luce un hermoso cartel que anuncia la festividad. Hay
zapatos nuevos pisando el asfalto y niños que lucen rebequitas de punto. En los
bares no hay más conversación que la provoca la dicha. Apenas la luz se va
arrastrando por las fachadas de la casas y ya se han descolgado las túnicas de
sus perchas y el capirote de terciopelo carmesí ha destronado la tristeza y las
angustias. La humidad del aposento se ha tornado en cámara real donde un hombre
se transfigura para entronar su más hermosa condición mientras mira, con
inusitada ilusión, la escasa luz solar que se cuela por la ventana.
Hay gente ya
apostada en las inmediaciones del templo. En los veladores de las cafeterías cercanas
yacen abandonados los restos de un desayuno. Papeles de calentitos arrugados
que presenta el paisaje de una postal romántica que quizás haya recogido, en el
lienzo de la memoria, el nuevo Monet o un reencarnado Cézanne. Por la calle
Afán de Ribera van apareciendo nazarenos dispuestos a rendir pleitesía al
Cristo que llevan tatuado en el omoplato o a la Virgen que introdujeron, en
forma de cromática estampa, en la cartera donde placen los papeles de la
furgoneta y que le procura el sustento diario con la venta ambulante y que hoy,
por ser fiesta, permanece detenida en una de las calles del barrio.
No hay luz
radiante en los cielos. No hace falta. Hay resplandores en los ojos
expectantes, en las esperas de los pies que ya comienzan a profesar la
penitencia del duro caminar hacia la ciudad, del rotundo esplendor de las caras
alegres que son pregones populares surcando la memoria de este barrio que se
emociona tanto y tan grandemente cuando
llega el Martes Santo.
Hay conciencia
de hermandad en este ámbito extramuros de la ciudad, en este barrio que se
confiesa, entre vítores y aclamaciones populares, entre loas y vivas a la
Virgen de los Dolores, como fiel seguidora de las enseñanzas de Jesús que
enseña al centurión el verdadero camino hacia Dios.
Hoy es fiesta en
el Cerro del Águila. Pase lo que pase en apenas unas horas, así el cielo se
desplome y vacíe sus entrañas sobre las aristas y los tejados de sus casas, o
se quiebre el velo gris y planee el sol sobre el azul de las azotes, donde se
mecen las pertenencias de sus habitantes, como guirnaldas festivas, la alegría
dejará paso a la devoción y brillará el sentimiento más popular de la ciudad
que hace honor a la Gloria de María. Hoy es fiesta en Cerro del Águila.