Esta es la ventana a la que me asomo cada día. Este es el alfeizar donde me apoyo para ver la ciudad, para disfrutarla, para sentirla, para amarla. Este es mi mirador desde el que pongo mi voz para destacar mis opiniones sobre los problemas de esta Sevilla nuestra

martes, 26 de marzo de 2013

Fiesta en el Cerro del Águila


Los años nos van marcando el destino. No hay premeditación en este discurrir por el ámbito terrenal. Todos sabemos el fin. Ya Jorge Manrique llora la muerte de su padre y el triste destino que nos espera. Si no fuera porque sabemos que hay una vida nueva, una dimensión celestial, gracias a la entrega del mismo Dios, la existencia sería una mera transición donde aparecerían los peores valores del hombre. Cristo nos redimió con su sufrimiento, con su entrega sin límites. Su palabra nos hizo libre y podemos, gracias a su mensaje salvífico, disfrutar de la vida con dignidad. Cada persona, cada cristiano sabe que tenemos un lugar en el paraíso y esto debiera confortarnos para concretar nuestros propósitos de felicidad, de extender la dicha entre nuestros semejantes y convocar al misterio del Espíritu Santo para que nos ilumine, como a los apóstoles en pentecostés, en nuestros actos.
Dios extiende sus obras en las almas de todos los hombres. Nadie puede quedar exento de su mensaje que se presenta cada amanecer, cada día. Porque es un motivo para encontrar la placidez del alma.
Esta mañana nubosa, esta tristeza que intenta anegar el alma, nos confirma la existencia del Padre Todopoderoso. Pronto la tranquilidad y el rumor de la tahona que tengo muy cerca, y que aromatiza el ambiente con la densidad fragante del pan recién elaborado ondeando el aire, surcando las primeras horas del día, se verán alteradas por una alegría sin igual. Las calles perderán la actividad comercial profusa de cualquier otra jornada del año. Ha cerrado la mercería y en su acristalada puerta luce un hermoso cartel que anuncia la festividad. Hay zapatos nuevos pisando el asfalto y niños que lucen rebequitas de punto. En los bares no hay más conversación que la provoca la dicha. Apenas la luz se va arrastrando por las fachadas de la casas y ya se han descolgado las túnicas de sus perchas y el capirote de terciopelo carmesí ha destronado la tristeza y las angustias. La humidad del aposento se ha tornado en cámara real donde un hombre se transfigura para entronar su más hermosa condición mientras mira, con inusitada ilusión, la escasa luz solar que se cuela por la ventana.
Hay gente ya apostada en las inmediaciones del templo. En los veladores de las cafeterías cercanas yacen abandonados los restos de un desayuno. Papeles de calentitos arrugados que presenta el paisaje de una postal romántica que quizás haya recogido, en el lienzo de la memoria, el nuevo Monet o un reencarnado Cézanne. Por la calle Afán de Ribera van apareciendo nazarenos dispuestos a rendir pleitesía al Cristo que llevan tatuado en el omoplato o a la Virgen que introdujeron, en forma de cromática estampa, en la cartera donde placen los papeles de la furgoneta y que le procura el sustento diario con la venta ambulante y que hoy, por ser fiesta, permanece detenida en una de las calles del barrio.
No hay luz radiante en los cielos. No hace falta. Hay resplandores en los ojos expectantes, en las esperas de los pies que ya comienzan a profesar la penitencia del duro caminar hacia la ciudad, del rotundo esplendor de las caras alegres que son pregones populares surcando la memoria de este barrio que se emociona tanto y  tan grandemente cuando llega el Martes Santo.
Hay conciencia de hermandad en este ámbito extramuros de la ciudad, en este barrio que se confiesa, entre vítores y aclamaciones populares, entre loas y vivas a la Virgen de los Dolores, como fiel seguidora de las enseñanzas de Jesús que enseña al centurión el verdadero camino hacia Dios.
Hoy es fiesta en el Cerro del Águila. Pase lo que pase en apenas unas horas, así el cielo se desplome y vacíe sus entrañas sobre las aristas y los tejados de sus casas, o se quiebre el velo gris y planee el sol sobre el azul de las azotes, donde se mecen las pertenencias de sus habitantes, como guirnaldas festivas, la alegría dejará paso a la devoción y brillará el sentimiento más popular de la ciudad que hace honor a la Gloria de María. Hoy es fiesta en Cerro del Águila. 

lunes, 25 de marzo de 2013

Mujeres en Santa Genoveva


            No tienen la menor noción de esa religiosidad pulcra y extática que se les demandaba desde las altas instancias eclesiásticas, ni tenían el más mínimo conocimiento de la nueva teología dogmática que elevan a la intelectualidad los escolásticos que merodean el mundo del misticismos para imponer tesis inescrutables para la mayoría de los mortales y que les envuelven en un tul de elucubraciones que escapan a sus razones y no pasarán de la participación de los esenciales ritos en la celebración de la sagrada eucaristía, el canto de la salve o la oración coral del padrenuestro en algunos momentos de la vida.
            Saben mucho de la desesperación y el desánimo, de sufrimientos intensos porque acucian los problemas en casa desde que se inició esta crisis y el paro se hizo presencia en los salones de la vivienda, que ya comparten tres generaciones de la misma familia y que son víctimas, aunque ahora quieran los verdaderos culpables, algunos dándose golpes en el pecho, que paguen los desvaríos y atropellos económicos que cometieron. Tienen que dar muchas vueltas a la cabeza para poder poner el plato de comida encima de la mesa, fomentando la imaginación para crear un ambiente de reconciliación familiar, que todos encuentren un momento de cordialidad para que no se fracturen los principales vínculos afectivos. Saben mucho de soledades y de martirios con las horas, intentando esquivar las sombras de la tarde mientras las garras de la tristeza ahondan en la garganta hasta provocar un dolor extraordinario, que disimulan con un gesto, símil de una sonrisa extraviada en el tiempo, para no acelerar la descomposición de la vida.
            Hoy se han revestido con su hábito. No tienen sedas bruñidas engarzadas con oros en bastidores de nobles bordadores, ni cíngulos trenzados que imitan las blondas de importantes casas conventuales, no congregaciones antiguas. No cubren sus pies con charoles ni las rematan con platas cinceladas donde se reproduce el nombre de una devoción. No tienen cubierto el rostro por el raso de un capirote. El ruán son las lágrimas de sus peticiones y si acaso se ciñen la cintura no lo hacen con rudos espartos, ni tienen ceñidores hilados con finos oropeles, que mortifican sus carnes, porque ya tienen oprimida el alma hasta las mismas aristas del sentimiento.
            A diario entran en el templo con cierta vergüenza, sin recordar que la tierra prometida será pisada por los desheredados, que antes entrara un camello por el ojo de una aguja que un rico en el reino de Dios, y no saben que el interior del Sagrario empieza relucir una luz especial y la sangre del que da la vida y ofrece su cuerpo se convierte en verbo para enunciar la gran dicha. ¿Quién me visita que hasta mí llega su gracia? Hoy se quedan fuera esperando que salga Él a verlas, a descubrir el resplandor que mana de unos ojos que se cristalizan apenas las sombras se transfiguran y dejan paso al sol y aparece altivo, abandonado por sus propios discípulos, deseando cruzar el umbral y resolver la dicotomía de la lucha entre el bien y el mal, de aclarar los por qués de su presencia y su prestancia en aquel lugar, para liberar la incógnita de una ecuación sentimental que tiene por solución un encuentro. El de Cristo con las mujeres.
            Allí están ellas. Pegadas al fulgor del dorado, donde no ven más que la bondad del Señor, donde encuentran palabras de sosiego a sus preocupaciones, donde dejan sus peticiones en la certidumbre de que serán escuchadas, que no caerán en el barranco del olvido, donde esconden las lágrimas por las promesas cumplidas, por la que están por llegar. Allí van, al socaire del mensaje de amor del Cristo Cautivo, solo y abandonado por los que proclamaban quererle, Acompañándolo por este trasiego del laberinto de estas mujeres, madres, esposas, hijas y hermanas que Lo sienten como el único asidero posible, como la única solución a los problemas que atosigan sus almas, que atormentan sus corazones, que luchan por sacar adelante lo que la sociedad les ha retirado inmisericordemente. Son las mujeres del Tiro de Línea. Allí se reproduce y recupera el mensaje salvífico del Dios que se hace hombre. En Santa Genoveva se recupera el mejor mensaje de amor y entrega. El de las mujeres que luchan por dar sentido a sus vidas y a los que les rodean. En Santa Genoveva el Señor nunca está solo.

jueves, 21 de marzo de 2013

El Pograma


            Fue en la espesura de la noche de un lunes santo, en un tiempo en el que  aún no vislumbraba masas cercando las calles y podíamos acceder a las aceras para la contemplación tranquila, pausada y reflexionar sobre la hermosura ténebre que se posicionaba frente a nosotros cuando pasaba el cortejo de la Vera Cruz de Cristo, y discutíamos sobre su antigüedad y divergíamos en las apreciaciones pues habíamos escuchado a Filiberto Mira, en el programa Cruz de Guía, unas fechas recientes sobre su fundación, cuestión que además hizo perder la Rosa de Pasión al grupo joven de una hermandad.
Salíamos al mediodía, con el sol en lo más alto del azul –¿por qué en estos recuerdos siempre hay luz y brillantez? ¿Será que éramos más felices y todo nos parecía hermoso? ¿O era la juventud que nos extrae la nostalgia y presenta las cosas de una manera distinta?- para desentrañar el litigio de amor que surcaba San Gonzalo o ver cómo salía la Virgen de Guadalupe, por última vez desde la Iglesia de San Bartolomé, en plena Judería, revolviendo esquinas imposibles, arrastrando un halo de tristeza que enseguida se disolvió cuando traspasaron el umbral de la capillita que asoma a las atarazanas, mientras un retén de soldados de artillería, en la guardia de la Caja de Reclutas, observaban asombrados cómo los pasos llegaban, casi solos, hasta aquel espacio estrecho y casi por hacer.
Apenas habíamos dejado atrás la hermosura de la Virgen de las Aguas navegando por el caudal de la calle Alfonso XII y encaminamos nuestros pasos al encuentro del Señor de las Penas de San Vicente. Llevábamos en nuestras manos un programa que nos habían entregado en la sucursal del Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Sevilla, tras muchas súplicas al cajero, que se arrogaba al derecho de entregar los ejemplares sólo a clientes de la entidad financiera y que accedió solo cuando Manolo Cruz, jugándose la vida, si acaso era descubierto, le enseño las papeletas de empeño de unas joyas de su madre. Solo entonces accedió, entre risas, a la entrega del Gota a gota. Aquel folletillo, que apenas señalaba el horario en varios puntos del discurrir de las cofradías, era nuestro único punto de referencia, nuestro guía y había que intuir el itinerario con las escasas referencias. Alguna que otra vez nos llevábamos gratísimas sorpresas y los errores en la interpretación de los horarios nos posibilitaban encuentros casuales sorprendentes, accidentes que terminaban en una gran ventura, porque gracias estos arbitrios, gracias a estas inerrables equivocaciones, fuimos descubriendo paisajes nuevos, desconocidos, y nos posibilitaban resolver momentos de entrañable intimidad, de acercamientos espiritual al Señor que iba muerto o a embobarnos con la inigualable belleza de la Virgen de los Dolores, de San Vicente, caminando sobre un ascua de luz, entre una vereda de naranjos, exultantes de aromas, mientras la banda de música del Maestro Tejera, con un jovencísimo Pepín  Tristán al frente, interpretaba Tus dolores son mis penas.
El “pograma”, como pregonaban improvisados vendedores, en los aledaños a la carrera oficial –antes no había esta extraordinaria profusión de programas del papel, que hasta cualquier comunidad de vecino edita el suyo cuando no suben una aplicación para teléfonos móviles, que no puede ser menos romántico- con los itinerarios de las cofradías y se iban vendiendo a pie de calle, nos instruía en el amor a Sevilla, en el aprecio a las tradiciones cofradieras y nos descubría la Semana Santa de nuestros padres, de nuestros abuelos. Días santos que nos fortificaban el alma en la creencia de un Dios bueno y cercano que se redimía por nosotros, por nuestros pecados, en los que el paisaje, la seriedad –que no tiene que ver nada con la tristeza- y el respeto a los valores intrínsecos de la mejor tradición se confabulaban para poner ante nuestros ojos la mejor y más grande escenificación de la Pasión, Muerte y Resurrección de nuestro Señor Jesucristo.
Fue una noche de lunes santo, cuando un error tipográfico, en el programa Gota a gota, nos entregó a la belleza y al retiro espiritual, en los aledaños de San Andrés, con la contemplación del misterio de Santa Marta cortando la oscuridad y presentándonos a Cristo como verdadero cordero de amor. Aquella imagen nos abrió el alma en mitad del silencio de la plaza mientras las campanas de la parroquia tocaban a muerto.

miércoles, 20 de marzo de 2013

Esperanza, el tiempo en sus manos


            Se ha parado el tiempo en mis manos. La espesura del aire se rasga cuando las aristas de su perfil la araña. El peso de los siglos, la sangre de quienes realizaron la misma hazaña, se deja caer contundentemente sobre el blancor de un mármol que no entiende que se pose tan suavemente, que se instale sobre él el Poder de los poderes y no se quiebre la tierra. Es el universo entero compendiándose en la majestuosidad de una mejilla, del edén que se muestra desperezando la atonía de la vida, porque en Ella se concentra cualquier vitalidad.
            Este primor que se muestra en la plenitud de la sencillez, que recorre el aire e impregna el alma con su Gracia, que destrona la tristeza aunque las lágrimas se desplomen de sus cuencas y desborden el sentir y la nostalgia, el recuerdo y la ambición de una mirada, es capaz de desarbolar la más profunda  angustia que se asienta en las entrañas, extraer la mejor condición humana y mostrarla desnuda, desposeernos de la infamia de la arrogancia por creernos propietarios de la vida sin saber que se nos marcha en la grandeza que se esconden en los perfiles de una cara, en los pómulos que albergan el saber y la elegancia, la trascendencia divina que el mismo Dios concibiera para apagar la miseria de la condición humana. Siendo Reina se presenta cortesana, sencilla, sin altivez ni soberbias alharacas, sin más presunción que su apresto y su presencia. Se deja llevar en las andas de unos brazos que tiemblan, que padecen el temor por no poder soportarla, no por falta de sus fuerzas, sino sabiendo que el alma puede romperse en dos si se La mira a la cara.
            Se ha parado el tiempo en mis manos y la osadía de tocarla me convence de la debilidad y la fragilidad de mi condición humana. No sé si estoy sollozando, ignoro si la razón se marcha cuando me asomo al pretil que me muestra la Esperanza y La siento tan cerquita, tan próxima, tan inmediata que soy incapaz de vencer esta temeridad de portarla, de asirla por la cintura, de acercar tanto su cara a la mía. Su mejilla es ahora mi alma que se escapa en busca de una mirada que estableció su morada junto a la suya, que me enseñó a quererla, a amarla, a convertirla en el norte de mi existencia. Se escapa el tiempo, se mueren estos siglos que soporto al Soportarla porque tengo que dejarla para que otros puedan soñar, temer no poder llevarla, recuperar sus nostalgias, compartir sus ilusiones y pensar que la razón los abandona al poder rozar su cara.
            Se ha parado el tiempo en mis manos. Avanzo por el pasillo y no veo más que Esperanza, miradas que me ignoran, porque no hay más visión que el resplandor de su cara, el fulgor de sus ojos y la atracción de sus manos que nos llaman. Una voz me reclama. Suavemente la poso sobre el suelo. He llevado la Esperanza anclada sobre mis hombros. Soy bienaventurado por escuchar su palabra como un arrullo, como un susurro que exclama. He llevado sobre mis hombros a la Madre del Señor, a la Reina que es capaz de descender de su morada para hacerse cortesana y gritar a los cuatro vientos esta felicidad inesperada, esta sensación de encontrarse en cielo.
            No soy dueño de este sueño, no soy dueño de mi alma. Ha crujido el corazón cuando dejo de abrazarla, de sostener en mi pecho el candor y la hermosura que transfigura su rostro, esta cara que nos presenta al Padre Eterno, al que La proclamó bendita por los siglos, al Todopoderoso que nos premia con tenerla siempre próxima, cercana para escuchar confidencias .
            Se ha parado el tiempo en otras manos. Yo corro al encuentro de mis años, a retener el privilegio que me ha sido asignado. Aceleró mis pasos, quiero aprehender mi memoria, que no escape. Me apresuro a retener los segundos en los que habité en la gloria. No me cuesta decirlo. He vivido el sueño de saberme portador de la Gracia del Señor, de haber deshecho mis penas tan solo viendo su cara muy cerca, tan cerca que la mía la rozaba. Yo he asido por la cintura a la Madre, a la Bienaventurada plena. El cielo es la Macarena. Yo he llevado a la Virgen que nos colma de Esperanza. 

lunes, 18 de marzo de 2013

La infancia recuperada


      No soy más que un niño ahíto de nuevas sensaciones. Un buscador incansable de la ilusión que se fija en la primavera hasta hacerse necesaria para la existencia. ¿Qué es la vida sino una aventura donde hacer realidad las ilusiones? Sigo en la búsqueda. No desfallezco en esta huida de la realidad que me atosiga apenas las palabras del pregonero pegan el aldabonazo definitivo, con sonidos de bronces que se bruñen en las espadañas de San Lorenzo, o que buscan el aire nuevo por Santa Isabel o Santa Inés, que abre las puertas de la sinrazón y deja expedita la entrada al alma de las mejores y más nobles sensaciones. Necesito, para ahogar la desazón, que se vayan abriendo claridades en las mañanas y que se alisen los cielos y se retiren del azul las últimas nubes, que allanen las arrugas de esas túnicas que ya penden en las esquinas de los dormitorios, recordándonos que el tiempo mejor ya está llamando a las puertas de la vida y que la inmortalidad dura siete días.
            Es imprescindible que vayamos marcando el camino a los ritos, esos que nos ponen en alerta los sentimientos, esos que nos devuelven a las entrañas de las emociones y que se retienen y sostienen en las esquirlas, finamente labradas, de los remates de unos varales, donde reposan las bambalinas, donde se acunan los sueños, donde se ancla el recuerdo.
            Vienen estas horas a confirmar la perdurabilidad de la razón del hombre, un estadio existencial del alma que nos llega a confundir, que nos extravía en la temporalidad y hace vertiginoso el discurso de las horas. Es esta antesala, donde se implanta la impaciencia, en la que permanecemos expectantes a cuánto sucede a nuestro alrededor. Confundimos el instante y marcamos los segundos rasgando la piel del espacio en el sublime intento de impermeabilizar, en el trascurso de los días, los recuerdos y las emociones que ya empezamos a vivir aunque estén por llegar todavía. Este tiempo que se nos va entre los dedos y aun no lo hemos gozado es sustituido por la inquietud. Esta es la gracia que nos hace perdurables, que nos retrotrae a la infancia y nos devuelve la caricia de las manos que ya nos están, que nos indicaban el camino y nos situaban en la primera línea de la emoción, cuando nos probaban el albor de una túnica, que guardaba aún el aroma del incienso y las loas hacía el Hombre que entraba en Jerusalén bajando la rampa del Salvador.
Vienen arropándonos los discursos, la solemnidad de los actos vividos, que son cuenta atrás, que es precipitación al derroche de emociones que se nos presentan. Y cuando lleguen nos sabremos diferenciar si estamos en el presente o un jeugo fabuloso del destino nos retrotrae a los años en los que descubrimos a Dios de la manera más hermosa, discurriendo por las calles, transitando las espesuras de la noche, rasgando el silencio, casi conventual, de una plaza donde ya no tiene cabida la alegría y sion embargo podíamos sentir el gozo de sabernos testigos del hecho sobrenatural de estar cerca de Cristo, de participara de los dolores de su bendita madre mientras se sublevaban los sentidos porque el aires se llenaba de Amarguras en forma de notas musicales o estallaban los pentagramas en las fachadas porque pasaba la Macarena, aunque la Virgen todavía seguía expectante donde las murallas se abren al mundo por la ojiva de un Arco, que es puerta del cielo.
Ya estamos deseando que las noches se diluyan, que los días se precipiten en los océanos del paso del tiempo y que las impaciencias se fundan en las fraguas del sentimiento. Estamos vencidos por la ansiedad y no vemos la hora de encontrarnos con el primer nazareno. Continuamos expectantes al devenir de los siglos, que eso nos parecen las horas cuando nos vence la excitación, porque necesitamos recuperar la mejor época de nuestra vida, restaurar la inocencia que nos devorará apenas amanezca en siete días y volvamos a instaurar la visión en el firmamento para comprobar que los cielos vuelven con su tersura azul a propiciar el advenimiento de la alegría. Porque será domingo de ramos y constataremos nuestra victoria sobre el tiempo y nadie nos podrá arrebatar el retorno a nuestra infancia. Sigo siendo un niño ahitó de esta horas.

miércoles, 13 de marzo de 2013

La ojana cofradiera


      Ser valiente no reporta ni requiere necesariamente ser irresponsable. Mostrar los pensamientos propios, aún conociendo que pueden no coincidir con la opinión de quien se encuentre enfrente, es un acto de lealtad con la conciencia unívoca de cada uno. Hace tiempo que ya no temo a pronunciarme sobre lo que creo justo o expresar mi verdad. Cierto es que puedo equivocarme pero ahí es donde tienen que acudir las razones convincentes, de quién se encuentre en condición de rebatirla con exactitudes y veracidades, a ejercer su labor. De otra manera, por imposición del ego o del absolutismo, me será imposible traspasar la línea que separa mi vedad personal y para instaurarme en otros campos de apacibles convicciones. Con voluntad todo se arregla. Pero callar la verdad no puede traer más que frustración cuando no desengaño e incomodidad en la conciencia.
            Y es verdad que hay personas incapaces de entender que no mostrarse realmente puede llegar a engrandecer la vanidad de algunos. Ayer el profesor y maestro Javier Criado, que algo sabe de conductas y emociones porque cada día se enfrenta y descubre en su gabinete psiquiátrico nuevas pautas en las comportamientos del ser humano, comentaba que no había más extraordinario e inigualable que mostrar siempre la verdad, andar de frente y con el paso seguro, que diríamos en el argot costaleril. Divulgar elogios hacia personas y situaciones que les rodean es muy de aquí y en cuánto vuelve la espalda se lanzan improperios hacia quienes instantes antes habíamos adulado y, en el caso de la más servil hipocresía, hasta habíamos abrazado efusivamente. En términos coloquiales locales, decía este psiquiatra con apariencia de orate pero que está más cuerdo que el resto de los que estábamos en la sala, a esto se le llama dar coba. O peor aún, dar ojana.
            En nuestra ciudad, y muy especialmente en el mundillo cofradiero, se dan situaciones tan grotescas como felicitar, con amplia sonrisa y fuerte achuchón, a personas que tras pronunciar un pregón taberneril, cuando hubiera sido mejor evitar el encuentro para no menospreciar la inteligencia del interfecto. En muchísimas ocasiones engañamos a nuestra verdad, actos que hacen sentirnos miserables porque enaltecemos la mentira en compensación por no herir la sensibilidad de otros. ¿Es una buena aptitud ésta? ¿Hay que enaltecer la vanidad con la mentira? Pues mire usted, no hace falta. Porque de otros modos lo que hacemos es engañarnos nosotros mismos. Intentamos congratularnos con personas a las que no profesamos amistad y, en el mayor de los casos, hasta no podemos soporta su presencia cerca de nosotros.
            Hace algunos años ya que reservo mis abrazos y los espacio, voy depurando estas muestras de afecto y las guardo para quienes entiendo la merecen. En la vida hay que tener valentía para saber disociar la amistad, la verdadera amistad, del conocimiento. Por eso no sé porque se extrañan de un comportamiento coherente al pensamiento que profeso. Sé de alguno que me ha retirado la palabra, para satisfacción mía, porque no se le ha concedido una insignia que por su antigüedad, para más inri, no le correspondía. O que me llenan los oídos con palabras hermosas y loas y en la barra de un bar, cuidado con lo que se habla en estos lugares tan dados al destripamiento, que nunca se sabe quién está oyendo, me han tirado a los más oscuros infiernos.
            Recuerdo un día en el que un conocido, y muy reputado cofrade sevillano, se deshacía en elogios y alabanzas a un capataz. No hacía más que pasarle la mano por el hombro, de acercar su pecho a su corazón. Si se hubiera instituido el premio Nóbel al capataz, se lo hubiera otorgado en aquel mismo momento, cuando lo tenía frente a él. No había hecho más el hombre que cruzar la puerta del local y las cañas se volvieron lanzas. Vamos poco menos que había que proponerlo para un auto de fe y montar la pira en la esquina del barrio para inmolarlo públicamente. Con una suficiencia extraordinaria, no solo ponía en duda la valía del hombre al frente del paso, sino que aparecieron hasta problemas familiares e íntimos que no debían competer más que al interesado. La ojana sevillana no ha hecho más que procurar males y desencuentros con la realidad. Un poco de valentía no vendría mal para crear un mundo mejor, más serio y auténtico. Hay que callar menos y manifestarse, aunque nos equivoquemos, que si hay alguien que nos pueda rebatir y demostrar su verdad, aquí estoy yo para asumir mi error.

martes, 12 de marzo de 2013

El hombre sencillo


El niño no salía de su asombro. Aquel era el hombre al que admiraba, el hombre que le sorprendía cada mañana de viernes santo. No lo cubría el resplandor de la plata, ni remataba su figura el coral balanceo de las plumas, ni anunciaba su rostro la alegría serena de saberse poseedor de la técnica. Dudó de la figura que estaba frente a él fuera la misma que le sorprendía, la misma que tenía la virtud de marcar los tiempos que va indicando el Cristo de la Sentencia por el entramado urbano. Las palabras del padre refutaban la credulidad y la confianza de saberse frente a él.
Con el paso de los años, el niño se hizo hombre y el hombre se convirtió leyenda viva de la ciudad. Y comenzaron a trabar una amistad que deshizo cualquier atisbo de deidad en la memoria. Uno siempre retiene lo mejor de las vivencias porque el subconsciente se encarga de invernar los malos momentos. No es que se destruyan. Simplemente los aparta y los deja en reposo para que el tiempo lime la dureza del dolor. Se acercó el hombre sencillo y bueno que no muestra el rostro, que no vive en la apariencia. Vino el ser humano que es capaz de llorar recordando la visita a un hospital donde se ceba el dolor y la amargura en fisonomías infantiles o la figura de la madre, que es una manera hermosa de recuperar la vida.
Es un héroe este amigo mío que va repartiendo Esperanza allá por donde camina, por los suelos que pisa y los espacios que cubre con su inmensa grandeza que reside en pedir para los demás lo que para él no solicita, y eso le ennoblece. Es un titán luchando por los suyos. Nunca desfallece a la adversidad y siempre, siempre, haya un momento para escuchar a los suyos, a los que defiende como un verdadero gigante.
Como lo fue para mí, ahora es ídolo para los pequeños a los que dirige, a los que se acercan ya signados por la gracia de la Esperanza, que los acoge y enseña en el difícil arte de la música. Y ésto a algunos le puede molestar, porque llegan con la pretensión de la presunción, con la intención de erigirse y hacer mal uso de un sentimiento que no poseen. Ser macareno, como lo es él por los cuatro costados, es una condición con la que se nace y se sabe pulir, si se llega a desvelar su verdadera significación, confiere una distinción que se basa en humildad y la sencillez. Porque se equivocan quienes llegan buscando otra cosa y allí está mi amigo para mostrarles el camino de vuelta si no descubren el mensaje que se retiene en la mirada más hermosa de una Mujer que bajó del cielo para hacerse Macarena, que muy dice Joaquín Caro Romero.
Casi cuatro décadas reponiendo el mensaje que cubre la ciudad, cada madrugada del Viernes Santo, con el rebufo del pellejo tensado de su tambor como mandan los cánones sevillanos, marcando el andar del Cristo que se ofrece y se humilla y se hace nuestro por la Resolana. Casi cuatro décadas iluminando las caras de los niños que lo señalan cuando el sol quiebra la calle Relator para convertirla en la Vía Apia que desemboca en el templo donde reside y se expande la Esperanza y le hacen ruborizar el alma porque no es más que el humilde servidor que se ofrece a su Hermandad.
Pepe Hidalgo, brillantemente homenajeado ayer y merecedor del premio que le asignaron, nos tensó la memoria, me hizo retomar el camino de la nostalgia, el sendero por el que fluye apresurado el aprecio y la consideración que le tengo desde que mi padre –él no recordará aquel momento- me acercó una mañana de julio de mi infancia hasta las bodegas Peinado donde trabaja para que conociera in situ al hombre que tocaba tan bien el tambor, que enardecía y sublevaba mis emociones, aún hoy lo sigue haciendo, cuando oía el redoble, único y esplendoroso, que hace vibrar la Macarena.
Es un orgullo saberse amigo de él y es una suerte que nos premie con su condición. La hermandad de la Macarena alcance su mayor plenitud gracias a la condición de su gente, de personas como Pepe Hidalgo, que se vuelcan  e inmolan por saberse hijos de la Esperanza. He ahí la recompensa. Es, sin duda alguna, el hombre sencillo que todos deseamos ser.

jueves, 7 de marzo de 2013

Cuaresma en la Macarena


            Las cosas más pequeñas suelen ser las más importantes. Nos llaman y nos atraen. Remueven los sentidos y nos señalan caminos que creíamos inexistentes y hasta nos conmueven cuando se presentan los signos que nos recuperan a la memoria.
            Se sesga la luz en el templo. Atenuado por la conciliación de la oración, el silencio rompe los espacios. Un rumor trasgrede la intimidad y resuenan los ecos de los cantos monásticos que se han implantado en la memoria. Poco a poco se va llenando la basílica. Las miradas se centran en el camarín que siempre reluce. No importa si la luz se ha marchado y busca nuevos confines, nuevos horizontes donde implantar su ley. Siempre brilla este lugar que guarda las esencias y el amor hacia la Santísima Virgen. Siempre hay un resplandor que descubre la grandeza espiritual que los siglos han impuesto como precepto para recuperar la vida, que nos guarda de la orfandad sentimental que nos produce la cotidianidad y la rutina. Es preciso todo cuanto acontece en este centro de devoción universal.
            La música sacra va escanciando las esencias que rebosan el alma de los presentes que atienden, con especial solemnidad, a los salmos y responsos que se ofrecen desde el púlpito, mientras se invoca a la Madre de Dios con su más hermosa plegaria. El servidor va relatando las estaciones y las voces responden coralmente a la secuencia imploratoria. Ruega por nosotros. Y cada respuesta es un eco de dulzura que transita el espacio hasta posarse en las planta de la Divina Mediadora. Es cuando se enaltecen los acontecimientos, cuando se restauran las huellas de la herencia y se hacen presentes los ruegos. No se oyen pero se presienten. La hermana que sufre en el silencio las humillaciones, el padre que soporta las ausencias y naufraga en su soledad, la madre que ya no está, el amigo enfermo que sufre. Todos se manifiestan en el dulzor del rostro que se muestra.
            La música sacra anuncia la eclosión de la ceremonia y una pequeña procesión transita por las estrecheces del presbiterio. Los servidores del altar se sitúan en sus respectivos lugares. El incienso anega nave presbiterial y conforma una nebulosa donde se proyectan las imágenes que se quedaron retenidas, un tul que desenmascara la escenografía religiosa que adorna y da fulgor al rito. Todo es imprescindible en esta ceremonia en la que se alaba a la Madre, en la que se muestra el agradecimiento por tanto otorgado, por tanta dicha repartida. La seriedad de los semblantes va transmutándose conforme avanzan los minutos, conforme se acortan las esperas. Nadie sale indiferente de este encuentro en el que se manifiestan las más gratas emociones. Los rezos son sacrificios que se ponen a disposición de Dios. Nadie se  marcha sin ver resueltas sus expectativas, sin conocer que sus palabras llegan al destino, que son oídas. Nadie vuelve al hogar sin tener la certeza de haber conseguido abrir una puerta a sus peticiones, sin ver atendidas sus demandas.
            Resuena el himno que evoca la grandeza macarena. Se abren nuevas emociones, se desvelan sensaciones que permanecían ocultas en lo más íntimo del alma. Es difícil contener la emoción. En los pechos tiemblan las medallas y los cordones son incapaces de contener el flujo excitado que provocan las palabras de Joaquín Caro Romero, el poeta que fue seducido por la Virgen, que plantó cara a la mentira del tiempo, Igual que ayer permanece, sale poco de su casa, esta casa que retiene en sus paredes la vida, que nos calienta y satisface el espíritu, que alimenta el corazón y lo llena de gloria. Nadie es desatendido cuando se planta frente a Ella, todos tiene acomodo en este hogar que fue construido para mostrarnos a Dios en su más hermosa expresión. Es el cuarto día del septenario que se dedica a Santísima Virgen. Por la Resolana resuenan las cornetas que proclaman la apertura de la cuenta atrás, el Arco se ve traspasado por la marcialidad que tiene origen en el mercao de la Feria y las cuarteladas de la Encarnación. Se confabulan las cosas pequeñas para construir el mayor santuario de la cristiandad, un templo sin más muros ni más paredes que las que son capaces de construir las miradas, las palabras, las oraciones y las lágrimas. Es tiempo de Cuaresma en la Macarena que ya anuncia la grandeza de la Esperanza.

lunes, 4 de marzo de 2013

Una cuaresma de infancia


       Viene la lluvia de estos días a certificar la conciencia del tiempo que estar por llegar. Es como el marchamo que nos introduce en la voluntad que viene a ser como el sello de la calidad de los productos alimenticios. Es la cuaresma un tiempo de inequívoca reconversión, días  para elucubrar sobre nuestros comportamientos y poder llegas a conclusiones nada triviales sobre las conductas vitales. Meditar sobre nuestros comportamientos habituales regenera el propio ser, puede que llegue a rehabilitarnos en el acercamiento a Dios.
            Es una melancólica sensación esta mansedumbre de agua que nos llega desde el cielo, que purifica el ambiente y nos presenta un paisaje ceniciento que se compagina con las trémulas nubecillas que despiden los pabilos de las velas que se presentan en los altares de cultos cuaresmales.
            En las iglesias hay ebullición. Las luces menguan su intensidad para mostrarnos al intimismo, para presentarnos los misterios que nos conmueven y nos mueven a la misericordia. Es recorrer el tiempo, este tránsito hacia la Pascua. Es recuperar las esencia primigenias de la voluntad de nuestros antepasados para resolver los misterios de una entrega sin igual, de la pasión que aceptó voluntariamente el Señor para redimirnos del pecado. Es tiempo vigilias y esfuerzos. Una petición que nos cursa la Iglesia para adentrarnos en la propia alma y desvalijar el dolor hasta convertir la existencia de modelo y ejemplo para nuestros hermanos en la fe.
            La cuaresma se mueve como se alteran las mañanas y las tardes, una evolución de luz que es heraldo de venturas. En los cultos que celebran las hermandades, para preparar la estación de penitencia, se nos invita a compartir la piedad, a reflejar nuestro compromiso de caridad y amor y solventar los problemas cotidianos con el acercamiento a Dios y muy especialmente a su Santísima Madre.
            Viene esta lluvia de principios de marzo a perturbar las emociones. Miramos las grises cielos y parece que los años se han inmolado en el espacio. Son estas mañanas, recubiertas de nubes que espesan la luz y la quiebran, como aquellos recuerdos de la infancia, como la poesía de Machado, aquellas letras que compaginábamos con la poesía popular de Florencio Quintero o Antonio Osuna y que enervaba el espíritu cofradiero que nos infundía el viejo profesor de literatura del colegio, aquel hombre corvo, vencido ya por los años, pero aún con ilusión por enseñar, por instruirnos en las letras y la poesía, preocupado siempre por la formación humana. Don Vicente rellanaba las tardes de marzo con la nostalgia semanasantera de su juventud, con las emociones que manaban de los versos populares del padre Cué y nos invitaba a la lectura de Cernuda o Bécquer engatusándonos con aquellas otras. Así conocimos a Dámaso Alonso,  a Rafael Alberti, Gerardo Diego, Vicente Aleixandre y tantos otros que marcaron la juventud que se asomaba a nuestros rostros. Era la única clase, en aquel primero de BUP, al que corríamos para coger un sitio, sin ese miedo ancestral del estudiante a ocupar las primeras bancas.
            Eran días de cuaresma, como el de hoy, con los cristales mojados y centenares de gotas de lluvia recorriendo las trasparencias de los cristales, cuando empezamos a conocer las profundidades de los misterios del Señor, de la grandeza de su mensaje, declamando la poesía de la ventanita de la calle Feria, que yo buscaba revestido de niño nazareno de la Macarena, en las estrecheces de esa calle, o con el relato oral de la vuelta de la Virgen de Socorro, por la calle Francos, y que buscábamos, en la noche de un domingo de ramos, para certificar la belleza contada en el aula y refrendar con nuestras lágrimas las del viejo profesor.
            Es esta lluvia que mansamente alimenta las pilastras y las enredaderas, que tan delicadamente cuida mi mujer, en el patio de nuestra casa, la que nos anuncia la belleza y la alegría que está por llegar. Cosas de esta tierra que nos posibilita la meditación y nos descubre, en los albores de la primavera, que pronto estará la primera en la Campana.

viernes, 1 de marzo de 2013

Primer viernes de marzo en San Lorenzo


            Hay rumores de pisadas nuevas recorriendo la memoria de la plaza. Están alteradas porque los tiempos no se corresponden con los cielos. Es una confusión que altera y descoloca los sentidos. Un revuelo de gorriones se aposenta, como un abanico que se despliega sobre la lozanía de los elementos que recubren el suelo, alrededor de las migajas que una mujer desparrama cada mañana. Hay un ajetreo constante de trancos y voces infantiles recorriendo el lugar, dotándolo de la alegría y de la ingenuidad de la que se fortalece y alimenta el espacio. Son las únicas sensaciones de cotidianidad porque un trasiego de prisas nuevas, que van y vienen, que salen y entran, anuncian por la bocana del templo que la Virtud Grandiosa del Hombre está siendo reverenciada. Hay extrañezas en las ramas de los árboles que comienzan a espesar las sombras sobre la fachada cárdena que un día fuera el pesebre que acogía y disponía, el Mayor de los Poderes y que ahora es sagrario que ampara y da calor a la Madre sola y hundida por el dolor, La misma que se muestra en las entrañas de mis recuerdos, que florece al unísono llamamiento de nostalgias que fueron transmitidas y que sobreviven al paso de los años porque anidan en el alma. Apartadme la luz, quitadme esas velas/ quede Sóla con mi pena debajo de esta cruz./ Que mi hijo ha muerto/ Dejadme en Soledad, porque aunque Él ha de volver, yo me he de consolar. Es el dolor de la Virgen por la ausencia, un dolor que siempre permanece cuando la muerte se presenta, un dolor por las horas en Soledad.
            Hay églogas voces que versan y cantan en el silencio, que transmiten la piedad y acogen, en el sosiego de las horas temprana, la semblanza de la humildad. Saben que el talón es un pasaje del evangelio, que es un proverbio que acerca a la razón y sentido de Dios. Saben que el beso es la mancha que escribe las plegarias, el pigmento que transcribe las alegrías y el reconocimiento. Hay serenidades que marcan la vida y sufrimientos que alegran la existencia. Allí está el Todopoderoso, capaz de soportar el peso de tu cruz y conseguir que la vida sonría. Allí está esperándonos el que todo lo puede, el que calma la sed y mortifica el dolor. Allí está dispuesto a inmolarse para evitar la condena, para procurar salvarnos de la prisión de la congoja, para calmar el sufrimiento y aún así, si agudizamos el oído del corazón podremos oír cómo sus palabras patrocinan la verdad y la sencillez de la gloria. ¿Quién me ha tocado que hasta mí llega su gracia? Y todo el poder del universo, toda la alegría va acogiéndose en tu alma y las venturas iluminan tu rostro y cuando vuelves a pisar las claridades que mantienen júbilo en la plaza, sientes cómo brota la inmensa alegría, cómo sientes rejuvenecer el cuerpo, porque las súplicas, las peticiones y hasta las promesas se van cumpliendo.
            Es primer viernes de marzo y Dios se presenta en su Basílica, en la casa que Lo aguarda y protege, en templo que mejor y más sabe de la devoción popular, del cariño y del amor. El Señor surge entre las tinieblas para instaurar un nuevo orden: el de la alegría y la felicidad. Las lágrimas son espejos donde se reflejan las dudas, por donde escapan la ignominia y la ruindad del hombre, el bálsamo purificador que aclara las inquietudes. Llegan investidos por el temor y salen glorificados con la Esperanza. Es el mensaje y el Poder del talón de Cristo, del mismo Hombre que camina impertérrito por el laberinto de la humanidad,  que asoma su Divinidad a la condición humana para sanear su espíritu.
            Serpentean buscando el refugio al viento y al frío. Pasan bajo el recuerdo del retablo, en la frontera de las emociones antiguas, donde aún pervive la memoria, donde se aún queda un hito de su presencia, junto a la Virgen que espera sola, en la misma puerta que quedaron prendidos los suspiros en muchos amaneceres de Viernes Santo. La cola avanza con lentitud pero el tiempo, aquí en San Lorenzo es una mentira. Las agujas que marcan las horas están justo enfrente.
Es primer viernes de marzo y corre la nostalgia al interior del templo. Una mano separa el esterón y por un instante los ojos se nos llenan de gloria. Una avalancha de paz y armonía derriba nuestra dureza. El Señor del Gran Poder sigue esperándonos para otorgarnos la gracia y el Perdón. Dios en su misericordia frente a nosotros y aunque solo veamos y besemos su talón sabemos que seremos bienaventurados por los siglos de los siglos.