Fue
en la espesura de la noche de un lunes santo, en un tiempo en el que aún no vislumbraba masas cercando las calles y
podíamos acceder a las aceras para la contemplación tranquila, pausada y reflexionar
sobre la hermosura ténebre que se posicionaba frente a nosotros cuando pasaba
el cortejo de la Vera Cruz de Cristo, y discutíamos sobre su antigüedad y
divergíamos en las apreciaciones pues habíamos escuchado a Filiberto Mira, en
el programa Cruz de Guía, unas fechas recientes sobre su fundación, cuestión
que además hizo perder la Rosa de Pasión al grupo joven de una hermandad.
Salíamos al
mediodía, con el sol en lo más alto del azul –¿por qué en estos recuerdos
siempre hay luz y brillantez? ¿Será que éramos más felices y todo nos parecía
hermoso? ¿O era la juventud que nos extrae la nostalgia y presenta las cosas de
una manera distinta?- para desentrañar el litigio de amor que surcaba San
Gonzalo o ver cómo salía la Virgen de Guadalupe, por última vez desde la
Iglesia de San Bartolomé, en plena Judería, revolviendo esquinas imposibles,
arrastrando un halo de tristeza que enseguida se disolvió cuando traspasaron el
umbral de la capillita que asoma a las atarazanas, mientras un retén de
soldados de artillería, en la guardia de la Caja de Reclutas, observaban
asombrados cómo los pasos llegaban, casi solos, hasta aquel espacio estrecho y
casi por hacer.
Apenas habíamos
dejado atrás la hermosura de la Virgen de las Aguas navegando por el caudal de
la calle Alfonso XII y encaminamos nuestros pasos al encuentro del Señor de las
Penas de San Vicente. Llevábamos en nuestras manos un programa que nos habían
entregado en la sucursal del Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Sevilla, tras
muchas súplicas al cajero, que se arrogaba al derecho de entregar los
ejemplares sólo a clientes de la entidad financiera y que accedió solo cuando
Manolo Cruz, jugándose la vida, si acaso era descubierto, le enseño las
papeletas de empeño de unas joyas de su madre. Solo entonces accedió, entre
risas, a la entrega del Gota a gota.
Aquel folletillo, que apenas señalaba el horario en varios puntos del discurrir
de las cofradías, era nuestro único punto de referencia, nuestro guía y había
que intuir el itinerario con las escasas referencias. Alguna que otra vez nos llevábamos
gratísimas sorpresas y los errores en la interpretación de los horarios nos
posibilitaban encuentros casuales sorprendentes, accidentes que terminaban en
una gran ventura, porque gracias estos arbitrios, gracias a estas inerrables equivocaciones,
fuimos descubriendo paisajes nuevos, desconocidos, y nos posibilitaban resolver
momentos de entrañable intimidad, de acercamientos espiritual al Señor que iba
muerto o a embobarnos con la inigualable belleza de la Virgen de los Dolores,
de San Vicente, caminando sobre un ascua de luz, entre una vereda de naranjos,
exultantes de aromas, mientras la banda de música del Maestro Tejera, con un jovencísimo
Pepín Tristán al frente, interpretaba Tus dolores son mis penas.
El “pograma”, como pregonaban improvisados
vendedores, en los aledaños a la carrera oficial –antes no había esta extraordinaria
profusión de programas del papel, que hasta cualquier comunidad de vecino edita
el suyo cuando no suben una aplicación para teléfonos móviles, que no puede ser
menos romántico- con los itinerarios de las cofradías y se iban vendiendo a pie
de calle, nos instruía en el amor a Sevilla, en el aprecio a las tradiciones
cofradieras y nos descubría la Semana Santa de nuestros padres, de nuestros
abuelos. Días santos que nos fortificaban el alma en la creencia de un Dios bueno
y cercano que se redimía por nosotros, por nuestros pecados, en los que el
paisaje, la seriedad –que no tiene que ver nada con la tristeza- y el respeto a
los valores intrínsecos de la mejor tradición se confabulaban para poner ante
nuestros ojos la mejor y más grande escenificación de la Pasión, Muerte y
Resurrección de nuestro Señor Jesucristo.
Fue una noche de
lunes santo, cuando un error tipográfico, en el programa Gota a gota, nos entregó a la belleza y al retiro espiritual, en
los aledaños de San Andrés, con la contemplación del misterio de Santa Marta
cortando la oscuridad y presentándonos a Cristo como verdadero cordero de amor.
Aquella imagen nos abrió el alma en mitad del silencio de la plaza mientras las
campanas de la parroquia tocaban a muerto.
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