Viene
la lluvia de estos días a certificar la conciencia del tiempo que estar por
llegar. Es como el marchamo que nos introduce en la voluntad que viene a ser
como el sello de la calidad de los productos alimenticios. Es la cuaresma un
tiempo de inequívoca reconversión, días
para elucubrar sobre nuestros comportamientos y poder llegas a
conclusiones nada triviales sobre las conductas vitales. Meditar sobre nuestros
comportamientos habituales regenera el propio ser, puede que llegue a rehabilitarnos
en el acercamiento a Dios.
Es
una melancólica sensación esta mansedumbre de agua que nos llega desde el
cielo, que purifica el ambiente y nos presenta un paisaje ceniciento que se
compagina con las trémulas nubecillas que despiden los pabilos de las velas que
se presentan en los altares de cultos cuaresmales.
En
las iglesias hay ebullición. Las luces menguan su intensidad para mostrarnos al
intimismo, para presentarnos los misterios que nos conmueven y nos mueven a la
misericordia. Es recorrer el tiempo, este tránsito hacia la Pascua. Es
recuperar las esencia primigenias de la voluntad de nuestros antepasados para
resolver los misterios de una entrega sin igual, de la pasión que aceptó
voluntariamente el Señor para redimirnos del pecado. Es tiempo vigilias y
esfuerzos. Una petición que nos cursa la Iglesia para adentrarnos en la propia
alma y desvalijar el dolor hasta convertir la existencia de modelo y ejemplo
para nuestros hermanos en la fe.
La
cuaresma se mueve como se alteran las mañanas y las tardes, una evolución de
luz que es heraldo de venturas. En los cultos que celebran las hermandades,
para preparar la estación de penitencia, se nos invita a compartir la piedad, a
reflejar nuestro compromiso de caridad y amor y solventar los problemas
cotidianos con el acercamiento a Dios y muy especialmente a su Santísima Madre.
Viene
esta lluvia de principios de marzo a perturbar las emociones. Miramos las
grises cielos y parece que los años se han inmolado en el espacio. Son estas
mañanas, recubiertas de nubes que espesan la luz y la quiebran, como aquellos
recuerdos de la infancia, como la poesía de Machado, aquellas letras que compaginábamos
con la poesía popular de Florencio Quintero o Antonio Osuna y que enervaba el espíritu
cofradiero que nos infundía el viejo profesor de literatura del colegio, aquel
hombre corvo, vencido ya por los años, pero aún con ilusión por enseñar, por
instruirnos en las letras y la poesía, preocupado siempre por la formación
humana. Don Vicente rellanaba las tardes de marzo con la nostalgia
semanasantera de su juventud, con las emociones que manaban de los versos
populares del padre Cué y nos invitaba a la lectura de Cernuda o Bécquer engatusándonos
con aquellas otras. Así conocimos a Dámaso Alonso, a Rafael Alberti, Gerardo Diego, Vicente Aleixandre
y tantos otros que marcaron la juventud que se asomaba a nuestros rostros. Era
la única clase, en aquel primero de BUP, al que corríamos para coger un sitio,
sin ese miedo ancestral del estudiante a ocupar las primeras bancas.
Eran
días de cuaresma, como el de hoy, con los cristales mojados y centenares de
gotas de lluvia recorriendo las trasparencias de los cristales, cuando
empezamos a conocer las profundidades de los misterios del Señor, de la grandeza
de su mensaje, declamando la poesía de la ventanita de la calle Feria, que yo
buscaba revestido de niño nazareno de la Macarena, en las estrecheces de esa
calle, o con el relato oral de la vuelta de la Virgen de Socorro, por la calle
Francos, y que buscábamos, en la noche de un domingo de ramos, para certificar
la belleza contada en el aula y refrendar con nuestras lágrimas las del viejo profesor.
Es
esta lluvia que mansamente alimenta las pilastras y las enredaderas, que tan
delicadamente cuida mi mujer, en el patio de nuestra casa, la que nos anuncia
la belleza y la alegría que está por llegar. Cosas de esta tierra que nos
posibilita la meditación y nos descubre, en los albores de la primavera, que
pronto estará la primera en la Campana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario