Se
ha parado el tiempo en mis manos. La espesura del aire se rasga cuando las
aristas de su perfil la araña. El peso de los siglos, la sangre de quienes
realizaron la misma hazaña, se deja caer contundentemente sobre el blancor de
un mármol que no entiende que se pose tan suavemente, que se instale sobre él el
Poder de los poderes y no se quiebre la tierra. Es el universo entero compendiándose
en la majestuosidad de una mejilla, del edén que se muestra desperezando la
atonía de la vida, porque en Ella se concentra cualquier vitalidad.
Este
primor que se muestra en la plenitud de la sencillez, que recorre el aire e
impregna el alma con su Gracia, que destrona la tristeza aunque las lágrimas se
desplomen de sus cuencas y desborden el sentir y la nostalgia, el recuerdo y la
ambición de una mirada, es capaz de desarbolar la más profunda angustia que se asienta en las entrañas, extraer
la mejor condición humana y mostrarla desnuda, desposeernos de la infamia de la
arrogancia por creernos propietarios de la vida sin saber que se nos marcha en
la grandeza que se esconden en los perfiles de una cara, en los pómulos que
albergan el saber y la elegancia, la trascendencia divina que el mismo Dios
concibiera para apagar la miseria de la condición humana. Siendo Reina se
presenta cortesana, sencilla, sin altivez ni soberbias alharacas, sin más
presunción que su apresto y su presencia. Se deja llevar en las andas de unos
brazos que tiemblan, que padecen el temor por no poder soportarla, no por falta
de sus fuerzas, sino sabiendo que el alma puede romperse en dos si se La mira a
la cara.
Se
ha parado el tiempo en mis manos y la osadía de tocarla me convence de la
debilidad y la fragilidad de mi condición humana. No sé si estoy sollozando,
ignoro si la razón se marcha cuando me asomo al pretil que me muestra la
Esperanza y La siento tan cerquita, tan próxima, tan inmediata que soy incapaz
de vencer esta temeridad de portarla, de asirla por la cintura, de acercar
tanto su cara a la mía. Su mejilla es ahora mi alma que se escapa en busca de
una mirada que estableció su morada junto a la suya, que me enseñó a quererla,
a amarla, a convertirla en el norte de mi existencia. Se escapa el tiempo, se
mueren estos siglos que soporto al Soportarla porque tengo que dejarla para que
otros puedan soñar, temer no poder llevarla, recuperar sus nostalgias,
compartir sus ilusiones y pensar que la razón los abandona al poder rozar su
cara.
Se
ha parado el tiempo en mis manos. Avanzo por el pasillo y no veo más que
Esperanza, miradas que me ignoran, porque no hay más visión que el resplandor
de su cara, el fulgor de sus ojos y la atracción de sus manos que nos llaman.
Una voz me reclama. Suavemente la poso sobre el suelo. He llevado la Esperanza
anclada sobre mis hombros. Soy bienaventurado por escuchar su palabra como un
arrullo, como un susurro que exclama. He llevado sobre mis hombros a la Madre
del Señor, a la Reina que es capaz de descender de su morada para hacerse
cortesana y gritar a los cuatro vientos esta felicidad inesperada, esta sensación
de encontrarse en cielo.
No
soy dueño de este sueño, no soy dueño de mi alma. Ha crujido el corazón cuando
dejo de abrazarla, de sostener en mi pecho el candor y la hermosura que transfigura
su rostro, esta cara que nos presenta al Padre Eterno, al que La proclamó bendita
por los siglos, al Todopoderoso que nos premia con tenerla siempre próxima,
cercana para escuchar confidencias .
Se
ha parado el tiempo en otras manos. Yo corro al encuentro de mis años, a
retener el privilegio que me ha sido asignado. Aceleró mis pasos, quiero
aprehender mi memoria, que no escape. Me apresuro a retener los segundos en los
que habité en la gloria. No me cuesta decirlo. He vivido el sueño de saberme
portador de la Gracia del Señor, de haber deshecho mis penas tan solo viendo su
cara muy cerca, tan cerca que la mía la rozaba. Yo he asido por la cintura a la
Madre, a la Bienaventurada plena. El cielo es la Macarena. Yo he llevado a la
Virgen que nos colma de Esperanza.
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