
Con el paso de
los años, el niño se hizo hombre y el hombre se convirtió leyenda viva de la
ciudad. Y comenzaron a trabar una amistad que deshizo cualquier atisbo de
deidad en la memoria. Uno siempre retiene lo mejor de las vivencias porque el subconsciente
se encarga de invernar los malos momentos. No es que se destruyan. Simplemente
los aparta y los deja en reposo para que el tiempo lime la dureza del dolor. Se
acercó el hombre sencillo y bueno que no muestra el rostro, que no vive en la
apariencia. Vino el ser humano que es capaz de llorar recordando la visita a un
hospital donde se ceba el dolor y la amargura en fisonomías infantiles o la
figura de la madre, que es una manera hermosa de recuperar la vida.
Es un héroe este
amigo mío que va repartiendo Esperanza allá por donde camina, por los suelos
que pisa y los espacios que cubre con su inmensa grandeza que reside en pedir
para los demás lo que para él no solicita, y eso le ennoblece. Es un titán
luchando por los suyos. Nunca desfallece a la adversidad y siempre, siempre,
haya un momento para escuchar a los suyos, a los que defiende como un verdadero
gigante.
Como lo fue para
mí, ahora es ídolo para los pequeños a los que dirige, a los que se acercan ya
signados por la gracia de la Esperanza, que los acoge y enseña en el difícil
arte de la música. Y ésto a algunos le puede molestar, porque llegan con la
pretensión de la presunción, con la intención de erigirse y hacer mal uso de un
sentimiento que no poseen. Ser macareno, como lo es él por los cuatro costados,
es una condición con la que se nace y se sabe pulir, si se llega a desvelar su
verdadera significación, confiere una distinción que se basa en humildad y la
sencillez. Porque se equivocan quienes llegan buscando otra cosa y allí está mi
amigo para mostrarles el camino de vuelta si no descubren el mensaje que se
retiene en la mirada más hermosa de una Mujer que bajó del cielo para hacerse
Macarena, que muy dice Joaquín Caro Romero.
Casi cuatro
décadas reponiendo el mensaje que cubre la ciudad, cada madrugada del Viernes Santo,
con el rebufo del pellejo tensado de su tambor como mandan los cánones sevillanos, marcando el andar del Cristo
que se ofrece y se humilla y se hace nuestro por la Resolana. Casi cuatro
décadas iluminando las caras de los niños que lo señalan cuando el sol quiebra
la calle Relator para convertirla en la Vía Apia que desemboca en el templo
donde reside y se expande la Esperanza y le hacen ruborizar el alma porque no
es más que el humilde servidor que se ofrece a su Hermandad.
Pepe Hidalgo,
brillantemente homenajeado ayer y merecedor del premio que le asignaron, nos
tensó la memoria, me hizo retomar el camino de la nostalgia, el sendero por el
que fluye apresurado el aprecio y la consideración que le tengo desde que mi
padre –él no recordará aquel momento- me acercó una mañana de julio de mi
infancia hasta las bodegas Peinado donde trabaja para que conociera in situ al
hombre que tocaba tan bien el tambor, que enardecía y sublevaba mis emociones,
aún hoy lo sigue haciendo, cuando oía el redoble, único y esplendoroso, que
hace vibrar la Macarena.
Es un orgullo
saberse amigo de él y es una suerte que nos premie con su condición. La
hermandad de la Macarena alcance su mayor plenitud gracias a la condición de su
gente, de personas como Pepe Hidalgo, que se vuelcan e inmolan por saberse hijos de la Esperanza. He
ahí la recompensa. Es, sin duda alguna, el hombre sencillo que todos deseamos
ser.
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