
Y
es verdad que hay personas incapaces de entender que no mostrarse realmente
puede llegar a engrandecer la vanidad de algunos. Ayer el profesor y maestro
Javier Criado, que algo sabe de conductas y emociones porque cada día se
enfrenta y descubre en su gabinete psiquiátrico nuevas pautas en las
comportamientos del ser humano, comentaba que no había más extraordinario e
inigualable que mostrar siempre la verdad, andar de frente y con el paso seguro,
que diríamos en el argot costaleril. Divulgar elogios hacia personas y
situaciones que les rodean es muy de aquí y en cuánto vuelve la espalda se
lanzan improperios hacia quienes instantes antes habíamos adulado y, en el caso
de la más servil hipocresía, hasta habíamos abrazado efusivamente. En términos
coloquiales locales, decía este psiquiatra con apariencia de orate pero que está
más cuerdo que el resto de los que estábamos en la sala, a esto se le llama dar
coba. O peor aún, dar ojana.
En
nuestra ciudad, y muy especialmente en el mundillo cofradiero, se dan
situaciones tan grotescas como felicitar, con amplia sonrisa y fuerte achuchón,
a personas que tras pronunciar un pregón taberneril, cuando hubiera sido mejor
evitar el encuentro para no menospreciar la inteligencia del interfecto. En muchísimas
ocasiones engañamos a nuestra verdad, actos que hacen sentirnos miserables
porque enaltecemos la mentira en compensación por no herir la sensibilidad de
otros. ¿Es una buena aptitud ésta? ¿Hay que enaltecer la vanidad con la
mentira? Pues mire usted, no hace falta. Porque de otros modos lo que hacemos
es engañarnos nosotros mismos. Intentamos congratularnos con personas a las que
no profesamos amistad y, en el mayor de los casos, hasta no podemos soporta su
presencia cerca de nosotros.
Hace
algunos años ya que reservo mis abrazos y los espacio, voy depurando estas
muestras de afecto y las guardo para quienes entiendo la merecen. En la vida
hay que tener valentía para saber disociar la amistad, la verdadera amistad,
del conocimiento. Por eso no sé porque se extrañan de un comportamiento coherente
al pensamiento que profeso. Sé de alguno que me ha retirado la palabra, para
satisfacción mía, porque no se le ha concedido una insignia que por su antigüedad,
para más inri, no le correspondía. O que me llenan los oídos con palabras
hermosas y loas y en la barra de un bar, cuidado con lo que se habla en estos
lugares tan dados al destripamiento, que nunca se sabe quién está oyendo, me
han tirado a los más oscuros infiernos.
Recuerdo
un día en el que un conocido, y muy reputado cofrade sevillano, se deshacía en
elogios y alabanzas a un capataz. No hacía más que pasarle la mano por el
hombro, de acercar su pecho a su corazón. Si se hubiera instituido el premio
Nóbel al capataz, se lo hubiera otorgado en aquel mismo momento, cuando lo
tenía frente a él. No había hecho más el hombre que cruzar la puerta del local
y las cañas se volvieron lanzas. Vamos poco menos que había que proponerlo para
un auto de fe y montar la pira en la esquina del barrio para inmolarlo
públicamente. Con una suficiencia extraordinaria, no solo ponía en duda la valía
del hombre al frente del paso, sino que aparecieron hasta problemas familiares
e íntimos que no debían competer más que al interesado. La ojana sevillana no
ha hecho más que procurar males y desencuentros con la realidad. Un poco de
valentía no vendría mal para crear un mundo mejor, más serio y auténtico. Hay
que callar menos y manifestarse, aunque nos equivoquemos, que si hay alguien
que nos pueda rebatir y demostrar su verdad, aquí estoy yo para asumir mi
error.
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