
Beatus Ille me fascinó, el Invierno en Lisboa o Beltenebros, me
certificaron que me encontraba ante un escritor de formación intelectual
especial. Luego vino el encumbramiento con El
jinete polaco, premio Planeta en 1991. No creo que exista un autor que haya
conseguido construir un mundo en torno a su literatura como Muñoz Molina, desde
que William Faulkner ambientara sus novelas en el condado ficticio de Yoknapatawpha,
que tiene su origen en la circunscripción de Lafayette, Misisipi. El ubetense
ha ideado su propia comarca para desarrollar gran parte de las tramas
argumentales de sus novelas. Mágina, es la ciudad donde convergen los dramas,
las alegrías, las penas y hasta las bromas, de un tiempo en el que este país
paso por el terrible trance de una guerra civil, una traumática postguerra, mientras
en el mundo tenía lugar un genocidio contra los judíos, un tiempo de
asentamiento y planes de desarrollo, la muerte de un dictador, una transición
que intentó no hurgar en heridas y un época de desmanes económicos que han
acabado con cualquier ilusión y hasta ideologías partidistas por encubrir y
hasta participar de la desvalijamiento y expoliación de la economía española.
Una época trascendental en la historia de España que Muñoz Molina ha ido
desgajando y enseñándonosla, como él la entiende, como la entendemos los de su
generación, que comenzamos a ser la conciencia madura, sin estridencias y ni
pasiones, de este país, de su sistema de vida, tan degradado políticamente, y
tan minusvalorado por las nuevas tendencias ideológicas. Por eso, nos enganchamos a sus novelas. Porque nos
reconocemos. Porque nos sentimos protagonistas de las acciones que desarrollan
sus personajes y porque la narración es excelente, exuberante y extraordinaria.
Porque muchas de sus obras guardan una hilaridad común y podemos descubrir a
personajes de Beatus Ille paseando
por el Madrid del principio de los setenta en El dueño del secreto; marqueses y condes arruinados que mantiene el
status social en el entorno provinciano de Mágina; comerciantes con dotes
detectivescas que solucionan problemas o convidados de piedra, amigos de
charlas en el casino, en su novela Sefarat
a los que un escultor los emula para un pasaje de la pasión del Señor, en un
trono para la Semana Santa.
La
literatura de Muñoz Molina sobrepasa la dimensión de la fábula y mantiene su
compromiso social en sus artículos periodísticos, en sus ensayos y en sus
recopilaciones de cuentos y novela corta. Creo, además, ha trazado una línea
separatoria en el entendimiento sobre la concepción literaria en nuestro país,
quizás junto con Luis Landero y su obra Juegos
de la edad tardía, marcando un antes y después, con la aparición de sus
escritos.
Muñoz
Molina no es un hombre con suerte, como él ha declarado en muchas ocasiones,
sino un hombre valiente, que se ha entregado a la literatura con pasión, y
hasta con fervor. Lo dejó todo por ella y cuando tiene esos accesos de
patriotismo con sus pensamientos, el azar no hace más que corresponder a la acción.
Cada
día me alegro más de que cayera en mis manos, hace veintiséis años, aquella
novela de un jiennense desconocido, que había ganado el premio Ícaro en 1986,
llamada Beatus Ille.
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