
Quienes se encuentran en la burbuja de lo que creen la sociedad del bienestar ni siquiera ven a este fantasma que deambula de acera en acera, buscando ahora las sombras como antes, apenas hace unos días, buscaba el amparo de los aleros y los balcones donde refugiarse de la lluvia y el frío, de la humedad que laceraba la fibra de su escasa musculatura corporal.
A pesar del anuncio de su abandono físico, a pesar de los signos de descuidos inherentes, propios de su situación, que asoman a su fisonomía, procura mantener el aseo y la decencia corporal. Desaparece por la esquina con su jergón y el perrito bodeguero que le acompaña siempre y que es un apéndice más de sus piernas. Volverá al caer la tarde buscando el auxilio que la calle no puede proporcionarle. Hace unos meses fue apaleado por unos desaprensivos y pasó unos días en un hospital, donde vuelve cada día para pasar las horas de la siesta, huyendo de la calima vespertina y del rigor del sol, que deja la ciudad vacía y ausente de signos vitales. Llamará a la puerta. La mujer abrirá la ventanilla y sonreirá. Casi no cruzan palabras. Le entrega un bocadillo y la lata de refresco que servirá de cena. Aún se le saltan las lágrimas. Es un gesto que considera y al que otorga el valor que merece, desconociendo que en ese hogar también empieza a surgir la escasez. Pero es bueno compartir lo poco cuando lo poco es mucho. Asienta y da tranquilidad al alma. Es la forma de conseguir paz y aunar la solidaridad con la felicidad. Saltará la reja de la casa abandonada, se tenderá en el jergón y mirará las estrellas de estas noches de verano.
Hoy ha vuelto a pasar como cada mañana, desandando el tiempo, dando los buenos días, recién peinado para iniciar este periplo por el olvido, un fantasma que deambula por las calles batallando con las horas que para él no tienen sesenta minutos sino sesenta eternidades.
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