
No hay nada
mejor, ni nada más gratificante, que dedicar tiempo a los nuestros, a nuestros
hijos en sus primeros años de vida. Es un premio para quienes hemos tenido esa
gran dicha. Llevarla por primera vez al colegio, recogerla aquel mismo día,
abrazarte con ella, sentir el orgullo de participar en su primera comunión, que
te acompañe, en la mañana del viernes santo, cuando aún las mujeres no podían
salir de nazarenos, por la calle Feria, cogidos de las manos, con su medalla al
cuello, compartir sus primeros logros estudiantiles, ampararla y darle un beso en
sus desengaños emocionales y verla salir con orgullo con su diploma
universitario. Es una dicha, un premio, como digo, que todos los padres
debiéramos disfrutar. Lo que pasa es que a algunos le cercenaron estos
parabienes pegándoles un tiro por la espalda o situando una bomba lapa en los
bajos de sus vehículos. Fueron privados de participar en la vida familiar, de
pasear con sus hijos, o con sus nietos, de poder besarlos cada mañana y hasta
enfadarse con ellos por muchos motivos. Alguien, no se sabe muy bien en nombre
de qué o de quién, la vida es el don más precioso del hombre, le sustrajo la
oportunidad de compartir estas vivencias. Se despidieron un dúa de ello
desconociendo que los asesinos ya habían dictaminado sus futuros, ya habían decido
que sus existencias llevarían las orlas del dolor y la amargura para siempre.
Allí estaba.
Paseando. Arrepentido, sí, pero con muertes a sus espaldas. Bien podría haber
mostrado esa contrición cuando organizaba los atentados, o apuntaba la cabeza
de un ser humano, cobarde y vilmente, y les descerrajaba unos tiros. Ésta es la
justicia del país. Un condenado a trescientos setenta años, por su
participación en
siete asesinatos, todos del valeroso modo del tiro en la nuca, es decir,
por la espalada, paseaba con toda tranquilidad por la calles de su pueblo, tras
abandonar las dependencias de la guardia civil después de haberse personado y firmado
por su condición de agraciado del permiso penitenciario que se le ha concedido.
Muy bien se conserva este individuo tras haber cumplido su pena. Ha debido
encontrar la fuente de la eterna juventud y no como sus víctimas que se han podrido
en un nicho, sin que las lágrimas y el dolor de sus familiares hayan podio
conservar sus cuerpos.
Es
la realidad. Éstos solo sucede en sociedades que se van degenerando. En condiciones
normales, y en otros lugares del globo, cuyo estado democrático no desmerece al
nuestro, este individuo estaría a la sombra, en el mismo régimen carcelario que
cualquier delincuente de su calaña y con los mismos favores que un asesino en
serie. Aislado. Pero estamos aquí, donde la víctima ve pasar al asesino por su
puerta. Cosas particulares de nuestra tierra. Idiosincrasia que se llama.
Y
no es cuestión de dirigir nuestras opiniones desde el odio y el rencor. Salvajes
y dementes siempre habrá. Es cuestión de solicitar justicia de una vez, de que
las penas se cumplan, que las sentencias sean para expiar culpas. Que se ha
arrepentido. Pues bueno, que le den un flan. Lo que quiere es beneficiarse de
los favores que no les son concedidos a otros que han robado, que han profanado
fincas, y que ha sido castigados por ello, cosa que me parece extraordinaria. Porque
las víctimas no tienen, parece ser que todavía no se encontrado el modo, ninguna
otra opción la que de vivir en el recuerdo de los suyos. Y mientras, los
asesinos dando paseítos
por las calles, tomando cervezas en las tabernas y viviendo a costa del
dinero de nuestros impuestos.
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