Quizás
la memoria atenúe las sensaciones, fingiendo el descolorimiento de los
ambientes y paisajes, convirtiéndolos en acuarelas grises, en situaciones donde
se prevarica con las emociones, para protegernos del dolor y de las miserias de
las leyes de la vida. Quizás nos prevengan de la nostalgia por las ausencias,
de la añoranza de los brazos que nos sostenían y que nos elevaban para que nos
viese la Virgen. No somos conscientes de estos gestos maternos, de la grandeza que
encubren, pero sí nos dotó Dios de alma, que es como la valija en la que se depositan
todas estas situaciones que creemos perdidas, todas estas emociones que supones
nos son arrancadas porque no habíamos formado ni la conciencia ni la razón. Es
el alma lo que nos subleva contra ellos y nos lo devuelve todo en esta singular
forma de la recreación del tiempo que no nos corresponde pero que nos
pertenece.
Aún
no ha salido el sol. Presiento que algo especial sucederá. Por los cuarterones
de la ventana comienza vislumbrarse un primer resplandor, un grieta en la
oscuridad que pronto se transformara en leve albor y que será radiante y sereno
azul, rotundo para entoldar la ciudad de luz con su luz. Hay trasiego por las
habitaciones contiguas y las luces del comedor se cuelan por la rendija de la
puerta de mi dormitorio dotando de brillos al perfil de mi cama. Me gustaría
preguntar qué pasa. He soñado con un caballo de cartón que se ha quedado en
casa. Las pisadas son leves, no tienen mayor repercusión acústica que la del
desplazamiento para no molestar. En la habitación contigua duerme mi abuela
Carmen, que reposa en el sueño. No se ha levantado, ni lo hará porque está
cansada de tanto trasiego de años y tantos madrugones para abrir la panadería y
porque dice que ya está harta de pregonar y solicitar sueños que nunca llegan.
Veo a mi madre asomarse, con disimulo y discreción, por la abertura que hay
entre la puerta y el marco. Sonríe. Tal vez porque yo he sonreído al verla, al
reconocer su aroma, al experimentar la misma alegría que ella siente por este
reencuentro diario, por este reconocimiento protector que experimento cuando me
toma en sus brazos y me acerca a su pecho. Los corazones laten al mismo son y
me alegra esta posición que respalda la certeza de la entrega de la vida, con
estas caricias que someten y estimulan mi alma, que acrecienta la sensación de
amor.
Me
lleva en brazos por las calles. La luz comienza a tornarse clara. En las
esquinas, sobre algunas fachadas, comienza a dorarse la cal. En el cristal de
una de las ventanas de la antigua Audiencia vio reflejado mi rostro y el primer
esplendor del sol. Hay mucha gente a mi alrededor. Tanta que no dejo de
distraerme. Miro hacia un lado y a otro. Ella solo mira hacia el frente,
intentando esquivar el muro de cabezas que le impiden asegurarse una buena
visión. La música que llega me gusta. Se oye lejos todavía porque un grupo va
cantando y pregonando salmos. Pero a mí me gusta el redoble del tambor. La
tumbilla va apareciendo por la esquina de la Plaza del Triunfo. Mi madre, me
coge por la cintura y me eleva sobre la multitud. Y entonces veo a la Virgen de
los Reyes. No he cumplido aún el año. Pero ya he tenido frente a mí la primera
visión de la Madre de Dios, que fue cómplice con mi madre para este hecho que
muchos años después repetí siendo yo padre.
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