No
llegamos a entrar en el aula. Don Francisco Ortiz, el mejor profesor de
literatura que hemos tenido, había anunciado su ausencia por enfermedad y la
clase de física que le seguía apenas nos interesaba. Llevábamos una radio
transistor que nos unía al exterior, al mundo inhóspito, a las noticias y la
diversión de la música. Radio popular emitía desde los estudios que mantenía en
la calle Vírgenes, un lugar que ahora se hunde en lo más recóndito de la
memoria, abstrayéndonos al romanticismo. José Manuel del Castillo y Mari Carmen
de las Casas amenizaban las tardes, en lo que hoy llamaríamos un magazine
vespertino, con la diferencia de la calidad de entonces a la basura que se
ofrece hoy, con un programa de ámbito local, donde la información giraba a las
novedades que ofrecía la ciudad, a la cultura que se abría paso en la vieja
Híspalis y al ocio que avenía desde los cines y los teatros hasta las novedades
musicales. Era un espacio abierto al público. Nos enteramos que aquella tarde
entrevistarían a Alberto Cortez, que andurreaba por Sevilla para presentar su
nuevo trabajo discográfico. Por entonces nuestras preferencias musicales
derivaban hacía el nuevo rock, con sello andaluz, de Triana, por la tendencia a
la canción protesta de Serrat o de Hilario Camacho. Así nos presentamos en el
estudio de Radio Popular. Al fin y al cabo sería mejor que dormitar oyendo la
rutinaria voz del profesor de física y química y la tarde, en las postrimerías
del otoño, comenzaba a declinar con languidez, a velar con su cálida luz las fachadas
de las casas del barrio de la Judería.
La
entrevista no debía durar más de media hora. En salón estudio, al que se
accedía tras subir cuatro tramos de escaleras, apenas nos hallábamos nosotros,
cuatro en total –Manolo Cruz, José María Caamaño, Javier Rodríguez y yo-, dos
periodistas y los protagonistas. En el pequeño escenario, un piano de cola.
Comenzó el diálogo. El cantautor nos fue embelesando con su majestuosa dicción,
con su música y sus poesías. Poco a poco, canción a canción nos fue ganando, a
mí para siempre. Terminó el programa y allí seguimos encandilados por aquel
hombre que demostró su sencillez y su excelencia poética. Siempre recordaré la
canción que nos dedicó a los cuatro “que
habíamos aguantado toda la tarde oyendo sus pamplinas”. A capela. Se
levantó del piano y dirigiéndose a nosotros cantó cuando un amigo se va.
Concluyó su
interpretación, con la emoción reflejada en su rostro, apostillando que es la
mayor de las soledades perder a un amigo.
Ésto es la
soledad. Un vacío que van ensombreciendo el alma conforme se acentúan las
ausencias, conforme profundiza el arañazo de la nostalgia. Ésto es la soledad.
Cuando un amigo se va, decía Alberto Cortez en su magnífica poesía musical, se
va creando un vacío que no lo puede llenar la llegada de otro amigo.
Hace
unos días se nos fue Javier. El amigo de la juventud que compartió aquel
instante que nos embargó con emociones y nos descubrió que la vida y las
emociones van unidas a la amistad.
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