En los centros
educativos, con los constantes cambios en los planes de estudio, donde se ha
llegado a obviar el valor pedagógico de la comunicación, el fomento del estudio
por medio del esfuerzo y la entrega , para sistematizar los objetivos
formativos. Ni siquiera se concede el premio al estudio, la distinción que
añoraran otros, otorgándose una valoración mancomunada, donde las notas igualan
a todos por lo bajo. Si progresa adecuadamente, lo hacen el que se ha dejado la
piel, en nuestra época sacaba un diez, o el que aprueba por los pelos con un
raspante cinco. El mérito no es igual pero claro la situación de desigualdad
para éstos puede acarrearle problemas psicológicos que alterarían las conductas
emocionales. El que se esfuerza ve cómo su dedicación lo equipara al desastre
que se encuentra a su lado y que pasará el curso con un ochenta por ciento
menos de esfuerzo de lo que él ha dedicado. Estos planes de estudios han
vulgarizado la formación. Sólo la voluntad, ya lo decía Azorín, que por cierto
muchos no saben de su existencia y del esplendor que dio a las letras hispanas
este escritor, puede alterar los resultados finales. A los estudiantes de hoy,
y no me refiero a los universitarios, que ese es otro tema, pues algunos no
saben ni escribir correctamente su nombre, a esos niños que dicen serán nuestro
futuro, no se les aplica ningún tipo de rigor para reconducir sus
comportamientos, no se les puede reprender y mucho menos castigar, cuando
cometen alguna imprudencia en sus acciones, en el anterior de las aulas o en
los espacios comunes de los centros educativos. No hay más que darse una vuelta
por las hemerotecas y certificar cuánto digo. Profesores acosados por sus
alumnos, padres que agreden a los maestros, bajas indefinidas del profesora por
depresión, ataques de los alumnos cuando son recriminados por sus conductas o
destrozos en el mobiliario escolar, dando muestras del escaso aprecio que tienen
hacia su formación. Enseguida iba a tolerar don Felipe que uno de nosotros
actuara de esta manera, ni mucho menos levantara la voz. Y un don Felipe era un
magnífico profesor y una excelente persona, al que sigo apreciando por cuanto
me enseñó, dentro y fuera de las aulas, y eso que una vez nos tiró un martillo
de carpintero porque le teníamos harto con nuestra desatención. La disciplina
con la que crecimos nos hacía valorar las cosas, pensar para llegar a
conclusiones, discurrir para solucionar problemas. Por eso, nunca se nos
ocurrió, y fuimos jóvenes rebeldes, motivamos un cambio en la sociedad, que no
se le olvide a esta plebe que pulula por las ciudades actuando como verdaderos
vándalos, arrasar el mobiliario urbano por mero capricho, por el mero hecho de
concretar la maldad o desasirse del aburrimiento. Los hecho que tienen unos
culpables materiales y otros subsidiarios. Los padres.
Somos los
progenitores que hemos desatendido la cuestión educativa, exigiéndonos
compromisos para poder dar a nuestros hijos lo que no nosotros no tuvimos, sin
darnos cuenta que fuimos unos privilegiados, seres escogidos porque tuvimos
acceso al conocimiento de las cosas importantes y nos hicieron que la
estructura básica de la sociedad era la familia, que si ésta funcionaba, con
sus normas y sus obligaciones, funcionaría aquella. Saber que fuimos felices
con nuestras condiciones vitales, sin tantos caprichos, ni tantos objetos y
maquinitas que fomentan la incomunicación, nos permite poder enjuiciar la
actual forma de vida.
Creo que soy una
persona normal, que adolezco de complejos y que me siento realizado. No
necesito liberar mis instintos –nunca lo he necesitado- destrozando cerámicas
en el parque de María Luisa, derribando estatuas o mutilando las barandillas
que embellecen el canal de la plaza de España. Prefiero otras actividades,
lúdicas, culturales y deportivas, mucho más instructivas.
Hemos perdido el
norte porque no hay regímenes disciplinarios en la base de la sociedad. No
refiero a látigos ni a castigos excesivos corporales. Pero cuando en nuestra
casa tenían constancia de alguna travesura, el profesor hacía llegar una queja
o teníamos la mala suerte de ser sorprendidos jugando al fútbol en lugares
prohibidos, que no eran demasiados, por el guardia urbano, lo primero que
hacíamos, al regresar a casa, era abrir con cuidado la puerta, otear el
horizonte del pasillo e intentar alcanzar la habitación antes que comenzarán
las recriminaciones parentales o en culmen de las reprimendas, evitar el
lanzamiento de chanclas maternal, un deporte que ha permitido corregir muchas
vidas. ¡Qué faltita hacen ahora esas chanclas!
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