Cuando
aparecen vienen recubiertos por la alegría y nos transmiten esta sensación de
gozo que se ancla en nuestras almas durante cuarenta y cinco días. Llegan para
participar en nuestras vidas, con esa sensación de angustia que les precede y
que se desvanece con el primer, con el primer beso. Han pasado a ser parte de
nuestras familias, adentrándose en el círculo íntimo del ser y abriéndose camino
en la dura realidad que nos rodea. Asumen esta condición y conocen nuestras
preocupaciones que empiezan a hacer suyas porque la sucesión de los años han
tergiversado la inocencia de sus mentes y ahora son responsables jóvenes que
han dejado atrás la candidez de la infancia con la que fueron recibidos.
Parece
que fue ayer. Han pasado diez años como diez suspiros. La pequeña es hoy una
mujer. Cuando llegó venía enredada en la confusión, perdida en el desconcierto que
suponía el desplazamiento de miles de kilómetros, ataviada con la sorpresa que significa
el cambio de costumbres, de hábitos, sumida en la extrañeza de un lenguaje que
no comprendía. Pero los niños son capaces de adecuarse a cualquier situación.
Por muy adversa que ésta sea, camuflan sus angustias y retienen, con la
inmediatez de la necesidad, los usos del lugar y hábitat nuevo.
Margarita
es una de las niñas de la primera promoción de bielorrusos que llegaron a la
Macarena, huyendo de la atrocidad radioactiva que ensombrece los cielos de su
país. Es una víctima colateral del accidente nuclear, el más grave de la
historia, que tuvo lugar en Chernobil, y cuyos nocivos efectos sufren quiénes
menos culpa tienen. Cuando llegó, apenas cumplidos los siete años, traía
consigo un pasado atroz, desvinculada de su familia y terminando asilada en uno
de los cientos de orfanatos que se reparten por la geografía de la Rusia Blanca.
En nosotros encontró el arraigo familiar del que estaba tan necesitada, el
cariño y la trascendencia doméstica de la que adolecía. Para nosotros significó
el descubrimiento y el retorno a la sencillez, a la comprobación de la suficiencia
que rige nuestras vidas y la posibilidad de corregir los excesos materialistas
que atosigan la existencia. Ella es la medida que fideliza y fija el fiel de la
balanza de las emociones.
El
martes se fueron, regresaron a sus domicilios familiares. Volverán a recibir
los besos de sus padres, los abrazos de los familiares directos que asumen este
viaje como necesario para prevenir los efectos de la radiación que pudieran poner
en peligro su salud. Regresan sabiendo que tienen en Sevilla otra familia, el
complemento de aquellas que les aguardan ahora con los brazos abiertos, y que
les han acogido en sus hogares como si fueran parte de sus vidas. Estos niños
lo saben y lo agradecen. No puedan ofertar más que cariño y amor.
Margarita
regresa a un hogar tutelado, a compartir espacios con otros niños en sus mismas
circunstancias. Vuelve a su pueblo, en medio de una estepa desolada, económica y
ambientalmente, para seguir dependiendo de la caridad de un estado en el que
las carencias alimenticias son patentes, por muchos adelantos técnicos que
procure la globalización tecnológica que nos esclaviza. Margarita vuelve a una
casa donde los afectos son repartidos y la disciplina es una necesidad para
poder sostener la convivencia. Ahora sólo le queda esperar y a nosotros, a
sufrir la espera. Aquí tiene una familia dispuesta a acogerla, a luchar por
superar las trabas burocráticas que nos imponen las premiosas administraciones –las
de allí y las de aquí, que no sabemos cual es peor-. Solo queremos a nuestra
niña. Verla sonreír, enfadarse, dormirse cuando se aburre, contar sus historias
y ver cómo procura ser feliz dentro de un ámbito familiar. El martes se fue.
Como somos hijos de la Esperanza, soñamos con poderla tener un día,
definitivamente con nosotros, que no es sólo nuestro, sino el propio de ella.
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