Esta es la ventana a la que me asomo cada día. Este es el alfeizar donde me apoyo para ver la ciudad, para disfrutarla, para sentirla, para amarla. Este es mi mirador desde el que pongo mi voz para destacar mis opiniones sobre los problemas de esta Sevilla nuestra

martes, 26 de febrero de 2013

La cuaresma y la memoria


            En las profundidades de su mente guardaba las mejores emociones. Sabía que aquellas experiencias no debía compartirlas con nadie. Eran su tesoro. Tantos años como edad tenía. Tantos sentimientos encontrados, tantos instantes vividos, tantos sueños compartidos. La casa se había convertido en un territorio inhóspito, casi desconocido. Los recuerdos vagaban por las estancias incapaces de aposentarse ante tanto y desmesurado silencio. El tictac del carrillón marcaba la melodía del pausado tránsito del tiempo. En el patio se alzaban las pilastras como únicas demostraciones de vida. No le asustaba la soledad pero convertía las horas en espesas esperas.
            Cuando se asoma a la ventana pude ver las espadañas de los conventos cercanos y las torres de las iglesias arañando el horizonte. Mantiene la certidumbre de que allí, en la inmensidad del azul, o en el tupido velo grisáceo de los días de otoño, perdura su imagen. Puede pasarse horas observando el paisaje, deleitándose con el sonido de las campanas que surcan el aire. San Juan de la Palma está cerca y el arrullo de las palomas perturba la sensación de misticismo que se transfigura frente al balcón.
            Echa de menos la túnica colgada en el ropero, aireándose. Cuando murió Ana su hija se llevó, a la casa del Aljarafe todas las pertenencias, porque le sería más fácil agregar la botonadura, le dijo. Los niños y el trabajo le quitan demasiado tiempo. En los ratos muertos se los va poniendo. Lo hace con el mismo primor pero reconoce que son las ausencias las que fomentan la presencia de la nostalgia. En la capa fija el escudo y también recuerda otras manos acomodando, casi perfectamente, el óvalo sobre el hombro.
            Las tardes se vuelven melancólicas. Pone un dvd de la procesión del año anterior. O quizás sea más antiguo porque recuerda que la lluvia les volvió a dejar dentro. Pero qué más da. Se resarce del tiempo que se le cae y goza con la visualización de las imágenes en las que aparece su esposa sonriendo, en el balcón de la casa de hermandad, durante la salida de la procesión. Fue un regalo de sus nietos en las pasadas navidades. A veces no puede evitar que una lágrima asalte las grietas que ha ido marcando el reloj de la edad en su rostro, aunque se rebela ante el dolor y prefiere recordarla con aquella sonrisa que lo llenaba todo. O mejor aún, elaborando las torrijas, esa primera hornada que ya impregnaba para toda la cuaresma las estancias de la casa. Apenas pisaba el zagúan y corría hacía él, como un maná espeso derramándose por el ambiente, el aroma a miel y pan, a ajonjolí e incienso. O cuando regresaba de una cabildo de oficiales, ya entrada la madrugada, que hay que ver lo que dura una junta de oficiales, y siempre se encontraba un plato con un tortillita que cubría otro plato, para que no se acostase sin comer y que él deglutía  con ansiedad a pesar de venir con el estómago lleno de pescado frito.
            Fueron demasiados años, demasiados momentos compartidos, demasiada felicidad, rota en un instante. Pero la vida tiene estos ajustes, estas facturas que se nos presentan para romper la cadencia de las horas con el propósito de reconvertirlas en monotonía. Aún así, se siente con fuerzas para sonreír porque guarda en las profundidades de la mente la figura y la imagen de su mujer, la sonrisa con la que saludaba a los días, el tacto de sus manos cuando cubrían las suyas en los difíciles momentos que pasaron cuando perdió su empleo, y el mundo se desploma frente a él y ella cogía los trozos y lo recomponía. Sabe que nadie podrá sustraerle estas vivencias, no siquiera el tiempo porque cuando marche, cuando el Señor le haga recorrer la plaza que es antesala de los cielos, ya habrá inscrito su memoria en la eternidad, en ese lugar donde habita la Esperanza y reside la alegría, allí donde permanecen los sueños figura ya una página con toda la felicidad que compartieron en la tierra.
            Por eso se niega a compartir sus experiencias y poco le importa que murmuren que si está perdiendo el juicio, que si el dolor lo está volviendo loco, porque lo ven sonreír mientras camina. Es la memoria que le trae los mejores momento, el homenaje a la persona que supo y quiso compartir con él la vida y ésa era mejor y más grande alegría.

viernes, 22 de febrero de 2013

Los héroes de la Macarena


Toda la gloria macarena cantada. Toda la emoción latiendo. Marcar el ritmo del pausado caminar por las calles de la memoria que ayer se desasfaltaron para retomar el aspecto brillante del mármol sevillano que son los adoquines, esas vía por las que quedó impregnada la marcialidad de la mejor tropa que jamás se haya conformado. Loor y gloria, piropos altaneros pregonados por mujeres de pelo recogido en moños y mandiles asidos a las cinturas cuando la legión macarena desfilaba por las calles dejando constancia de la gracia convertida en elegancia y gallardía o eran éstas las que tomaban de la gracia su apostura.
Fue ayer cuando el tiempo pareció detenerse, revolverse en las entrañas del mismo dios que lo controla para desandar el camino. ¿Fue un sueño desarmando las emociones? ¿Pueden los años desabrigar el alma hasta mostrarla en su más pura condición? ¿Dónde esconde su victoria el tiempo que procura heridas en la piel, que rasga el velo de la edad y que convierte el cuerpo en vejez? El honor se consigue arando el aire con una sutileza blanca, con un mar de espumas que son sueños de presunción, plumas que desafían a la arrogancia, un apero de emoción que trasgreden los sentidos. ¿Dónde, si no en la Macarena, se levanta un arco del triunfo para la legión que arrasa, que demuele los sentidos, que convence y que alcanza la égloga y la épica?
Solo hace unas jornadas que se impusieron coronas de laurel en la sienes que bañan ya las nieves de la edad, a ésos que asaltaron la noche más hermosa y fortificaron los sentimientos que manaban de una fuente en la Encarnación, un lugar donde se alistaban las huestes que debían arrasar la madrugada, un lugar donde se iniciaban en la más bella y truculenta disciplina, en el amor y la devoción. Ahí es donde se enraíza con la nostalgia y donde florece la ilusión, únicas armas posibles para no perder la razón.
Volvieron de las campañas del cielo, héroes victoriosos de la memoria, para hacerse presente y ejemplo de los que oyeron contar sus hazañas en sus descansos vespertinos infantiles, leyendas que se materializan y toman cuerpo, con corazas, rodelas y machetes, en .los testimonios de quienes bregaron en las más hermosas contiendas. Nombres que se repujan en las lápidas de la inmortalidad macarena, tropas que recogen las laureadas, amigos que reconocen la labor y la entrega.
Relatores que toman el pergamino, abriendo su alma y su voz buena, y se suben a la balconada celeste para declamar los nombres, para enunciar la epopeya de Antonio Ángel Franco, recio en el sentimiento, audaz en el comportamiento, valiente en la decisión, que fue convirtiendo en grupo de élite sentimental a los bravos guerreros de la Encarnación y la calleancha de la Feria; a José López, Pepe el Pelao, que mantuvo firme el timón de la nave para que nunca encallara, para dar mayor realce y presencia de la tropa macarena; a José García, Pepito, que alzó el orgullo del sentimiento y caballerosidad macarena a las más altas cotas de la entrega y la devoción y realzó la condición del valor del armao; o Ignacio Guillermo, que mantuvo la firmeza y la gallardía de la mejor tradición, de la herencia que le llegaba y que supo ennoblecer con su entrega y decisión.
Homenaje a los héroes de la Macarena, por otros que en el futuro lo serán. Emoción que recorrió el aire, que hizo rebozar lágrimas por las ausencias, la fiel tropa que se mantiene en la reserva activa, los metecos que observábamos cómo el desfile y la ceremonia no eran más que el ejercicio de la justicia. Hasta las palabras de Richard sugieren marcialidad y amor. Todo fue como tiene que ser. Los Armaos de la Macarena fueron, son y serán el mejor ejemplo de la entrega, la dedicación y la abnegación del verdadero sentido de la Hermandad, de la verdadera esencia del mensaje de Esperanza que este mundo necesita. Salve a todos, los fueron, los que son y los que vendrán, porque están tocados, suerte de ellos, por la mano del Señor.

jueves, 21 de febrero de 2013

Cualquier tiempo pasado


            Casi siempre pensamos que los hechos que vivimos, de los que participamos, de los que de alguna manera nos sentimos protagonistas, suelen ser mejores que los actuales. Pasa con el trabajo, cuando se manufacturaban las piezas para los engranajes de los motores, por poner un ejemplo, y un hombre con sus herramientas apropiadas confeccionaba, con precisión milimétrica, las rótulas para una caja de cambios o las cadenas de distribución, rectificaban las válvulas y sus cajas para que el motor volviera a funcionas tras griparse. Se jactan los viejos maestros, jubilados ya por las necesidades del mercado, de la belleza de sus trabajos, de la efectividad y creatividad. Y algo de verdad llevan sus añoranzas. Pero también es cierto que la técnica ha superado la efectividad y la precisión manual. Hoy los ordenadores concretan tanto que realizan troqueles con una exagerada exactitud y las medidas ya no se calibran con milímetros sino que son capaces de ajustar las medidas con diez unidades de milésimas, que no sé muy bien lo que es. Pero aún así, si te encuentras con algún maestro de Rotini, seguro que echa por tierra los avances tecnológicos y mantiene sus constantes en la precisión con la que ellos ejecutaban cualquier pieza, dándole vueltas al torno y limando, una y otra vez, los dientes de una rótula de motor.
            Algo de eso sucede con los costaleros viejos. Y ya no me refiero a aquellos asalariados que tanto hicieron para conformar la actual semana santa. Vengo a traer aquí a los primeros que formaron en las cuadrillas de hermanos que les sucedieron en los principios y mediados de la década de los setenta del pasado siglo. En la Hermandad de la Macarena se siguió aquella hermosa tendencia y fuimos unos pocos los que acudimos a la llamada de la Hermandad y hoy el peso de los años remueve la memoria incitado por algunos comentarios de los actuales.
            Ser costalero en aquella época era lanzarse a un campo de minas, a un lugar donde el desconocimiento regía los comportamientos y a base de adquirir experiencia, con algunos consejos de quienes ya habían trabajado con los “profesionales”, se fueron limando defectos. No fue una tarea fácil ni sencilla, añadiendo a la inicial y natural desconfianza de las juntas de gobierno, el agravio del componente social. Los costaleros eran razia inferior dentro de la fiesta. Sólo el padre Cué tuvo la valentía de poner en valor el trabajo y la destreza de estos hombres. Pero aquellas cuadrillas se fueron configurando con hermanos de todas las clases sociales. Incipientes médicos compartían trabajadera con panaderos y éstos con algún que otros intelectual que no dudaba en prestar su fuerza si lo necesitaba un mecánico. Pero si era cierta una cosa. Todos íbamos a una junto al capataz. Todos procurábamos realizar el trabajo con la mayor honestidad posible y, normalmente cuando finalizaban los eternos ensayos –los había que duraban toda la noche pues se hacía el recorrido entero- solíamos terminar en fraternal “combeb. No había la escrupulosidad de uniformidad en los atuendos, ni costales con pipiolines o gatos o cuadros de mantel de restaurante económico, tapando la visión, ni musculaturas exageradas, ni pantalones remangados hasta la rodilla. Esto debe ser cosas de modas absurdas porque ser costalero no debe significar ningún tipo de distinción, ni por supuesto debe llevar aneja una consideración especial con respecto a otros hermanos. No voy a resaltar ni a desmerecer lo de ahora. En absoluto. Jamás han ido los pasos como van hoy en día. Con la gallardía y la fuerza con la que andan. Pero me parece exagerado que haya cuadrillas dobladas y con picos y que encima algunos, un grupo residual que no conoce la historia, porque ni siquiera habían nacido cuando unos locos decidieron meterse debajo de los pasos y abrir las puertas a los que hoy lo hacen, no sepan reconocer el valor y la voluntad que pusieron aquellos.
            Son disparates que vienen a certificar la edad. Los años pasan factura y nos hace menos sensibles a ciertos comentarios. Nos vamos haciendo viejos. Ya mismo estamos comentando batallitas y algunos harán leyenda de los primeros hermanos que cambiaron sus túnicas por el costal y que terminan volviendo a él porque, por encima de todo y todos, está el amor a sus sagrados titulares. Miedo me dan estas elucubraciones. ¿Serán cosas de viejos?

miércoles, 20 de febrero de 2013

La cuaresma en el recuerdo


      Debe ser este tiempo gris que anega los espacios y los reconvierte en pantallas donde se proyectan los recuerdos. O esta gripe que se aferra en mi cuerpo, que se obstina en mantenerme anclado al lecho. Qué tristeza. Me asomo al balcón y se remueven todos los sentidos. No tenemos edad en la memoria. Todo nos parece renovado pero no es cierto. Las cosas son como siempre han sido. Por mucho que nos empeñemos en variarlas seguirán presentándose tal como fueron concebidas. El dantesco edificio sigue ahí cegándome la visión del campo, de un horizonte limpio. Solo variamos nosotros. Nos deterioramos físicamente y, en un alarde de egoísmo, intentamos arrastrar con nuestro declive las cosas que nos rodean.
            La desnaturalización, por ejemplo, de la cuaresma. Este tiempo de reconciliación y recapitulación, podría servirnos para encontrar respuesta a los graves problemas que nos rodean, pero más aún podría significar, con la meditación y algo de austeridad en nuestros comportamientos, el reencuentro con Dios, que es como reencontrarnos a nosotros mismos.
            Si, definitivamente es este panorama gris, lo que me lleva por los caminos de la nostalgia, a solicitar una tregua en el presente y procurar que las horas de una juventud ya lejana se manifiesten. Quiero regresar, apartando el esterón de los años, a la iglesia que se configura y se hace actualidad en mi memoria. A recuperar los sones quebrado por la cretona de una radio de la marcha Aguas y ausentarme del hoy con la melódica voz que anuncia “Sentir Cofradiero, un canto a la Semana Santa de Sevilla”. O perderme los entresijos del tiempo, de regreso del instituto, atravesando San Martín cuando la tarde comenzaba a verter su plomicia apariencia sobre la ciudad, oyendo la Pasión Según Sevilla, de radio Peninsular, donde advertí que la emoción podía desembocar en el descubrimiento de nuevas sensaciones, de hermosos artículos radiofónicos evocando momentos y situaciones, por entonces, ya lejanas de Montero Galvache, mientras sonaba de fondo tus Dolores son mis Penas, de Don Antonio Patión.
            Sí, es la melancolía de este ambiente, lo que me hace recomponer mi memoria, ajustarla para no perder los aromas a miel y a dulces friéndose, el olor que incitaba a la proximidad de la mejor Semana del año, que nos invitaba a destituir el dolor y a conmocionarnos con la contemplación de una bandeja de torrijas recién elaboradas, colocada en lo alto del frigorífico para la alejarlas de nuestra ansias, de la tentación por engullirlas de inmediato. La espera realzaba el valor de aquellas sencillas cosas, las hacíamos importante porque no las teníamos de inmediato y sabían a gloria cuando las alcanzábamos, cuando nos las ofrecían.
            Debe ser la fiebre, porque se aparece ante mí la mesa con aquel cuenco repleto de orejitas de haba, una especia de de rosquilla enlazada, dulce propio de Coria, y una botella de anís, en la mañana de un domingo de ramos, con la túnica de la Borriquita colgando de la barra de la cortina del salón y el ajetreo nervioso de mi madre para dejarlo todo dispuesto antes de salir para Sevilla.
            Estamos en Cuaresma y parece que queremos eludir estos momentos. No le damos pausa a este tiempo. Queremos precipitarlo por el barranco de la improvisación, instaurar momentos nuevos que nos delimitan en los sentimientos. Estamos desaprovechando estos días de preparación para la celebración de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, tenemos prisas por alcanzar lo que afortunada e irremediablemente llegará. Nos debatimos en cuestiones que nada tienen que ver con el origen de nuestros sentimientos, en la crítica burda y banal, en la mediocridad sobre la fuerza de los costaleros o en la optimización del acoso y derribo, en los foros virtuales, del hermano por el mero hecho de que piense lo contrario.
            Desde luego  me quedo con el romanticismo de algún programa de radio antiguo, con el recitado de las poesías de Rodríguez Buzón, Florencio Quintero y Antonio Osuna, en las voces de Agustín Navarro o José Manuel del Castillo. Escuchándolos aprendimos a ser cofrades. Y llegamos incluso hasta a formar parte de alguna junta de gobierno y a pregonar la semana santa desde el atril del Maestranza.

lunes, 18 de febrero de 2013

Vía Crucis de las Hermandades


            La celebración del Vía Crucis, en su pureza y esencia, ha dejado en entredicho a quienes rezaban para que todo saliese mal. Y no lo digo por quienes se pronunciaban por la inadecuada disposición de la autoridad eclesiástica que prefirió la presencia de las Imágenes seleccionadas en sus pasos de salida procesional a unas parihuelas en las que realizar el traslado. Si de todas maneras había misterios que no se correspondían con la escenificación evangélica. El encuentro con las Santas Mujeres, la del cirineo, por poner dos ejemplos. Lo digo por quienes se afanan en presentar, a la generalidad de las Hermandades como entidades seglares en donde la ausencia de la fe, el compromiso con la caridad y el mensaje de Cristo se formalizan
            Cierto es que hay un sector de dirigentes que no mantienen el nivel adecuado para regir a sus corporaciones e incluso, lamentablemente, no tienen la preparación teológica y personal adecuada. Hay personas que se visten de presunción y hasta utilizan sus cargos en las hermandades como catapultas para sus relanzamientos profesionales. Hemos pasado de la austeridad y el compromiso, al derroche de chabacanería.  Eso es lo que sucedió ayer.
Los pasos que debían presidir las estaciones del mismo no pudieron acudir a la convocatoria realizada por las adversidades climatológicas que se presentaron durante la jornada. La decisión no pudo ser más acertada. La suspensión de los traslados parecía refrendar la coherencia de las hermandades en la toma de sus decisiones, en el carácter religioso que hay que imprimir a sus procesiones. Las cofradías tienen como fin principal, así se conciben en sus orígenes, catequizar a quienes las contemplan, intentar acercar a Dios a la condición humana a través de la imagen. Las circunstancias de los tiempos han ido adecuando los compromisos formativos y las hermandades y cofradías realizan una ingente labor en este aspecto. Miles de jóvenes acuden a las dependencias de las casas de hermandad a conocer el mensaje salvífico de Cristo, a reencontrarse con los evangelios y tratar de ajustar las enseñanzas a los comportamientos y usos actuales. La vigencia de la Iglesia en innegable.
Cierto es que hay algunas conductas que pudieran entenderse como inadecuadas, que hay actitudes que demuestran la ineptitud de sus dirigentes, achacables en algunos casos a la bisoñez propia de la juventud, personal y de la institución que representan.
Había un pacto, una regla no escrita, en la que se suspendían TODOS los traslados si una sóla de la Hermandades decidía no efectuarlo por cuestiones meteorológicas, como sucedió en el día de ayer. Sin embargo, y como suele suceder casi siempre en esta ciudad donde los muros hablan y vociferan secretos, hubo nueve hermandades que mostraron su disposición a efectuar sus salidas y cinco que matizaron sus recelos y negativas a realizarlos, tras confrontar los datos que llegaban de la Agencia Estatal de Meteorología, que certificaban la presencia de la lluvia en el trascurso de la jornada. No pasa nada. El piadoso ejercicio del Vía Crucis, principal motivo del encuentro de cofrades, se celebró con esplendor en las naves catedralicias.
Lo que no es tolerable, porque comienza a dar razones a quienes se obstinan en desacralizar los fundamentos que nos mueven cuando ingresamos en una cofradía, es la obstinación por realizar una procesión, aunque sólo se produzca en unos metros, y las manifestaciones de otras dos, con siglos de vida a sus espaldas, para sacar sus pasos a la calles extemporáneamente, sin ningún motivo ya que el propósito principal, participar en el Vía Crucis Extraordinario, había sido suspendido.
Esta minoría, señalando también la puntualidad de estas actuaciones, no puede desarmar el esfuerzo y el trabajo de otras muchas que se deshacen por extender las enseñanzas de Cristo. Poner en un brete la honestidad y el compromiso devocional del conjunto, por la actitud inadecuada de tres corporaciones, es obrar con injusticia. Las decisiones son responsabilidades que tienen que asumir quienes las toman. A ésos hay que exigirles y pedirles explicaciones por sus conductas.
La lluvia vino a poner a cada uno en su sitio. Pero eso no es óbice para reconocer que hay de todo en la viña del Señor. Y si alguien tiene que poner orden porque considere que no se cumple con las prebendas espirituales, con las que fueron concebidas las hermandades, que lo ponga. Pero ése es otro tema.

miércoles, 13 de febrero de 2013

Miércoles de Ceniza


Eran treinta y tres escalones. Siguen siendo treinta y tres gradas amplias, imposibles de abarcar de un solo tranco. Una grada que comunicaba el centro escolar, ubicado en lo alto del cerro, con el centro urbano de la población. En su cúspide, adosada a la fachada de la ermita, se erigía una cruz sencilla pero alta, negra y esbelta en su sencillez. Y junto a ella una lápida con los caídos por la patria y por Dios. Nos conmovía la leyenda marmórea que resaltaba la heroica memoria de los vencedores de una guerra cruel y sanguinaria.
            En una fila de dos en fondo, cuadrados con las medidas que posibilitan la extensión de nuestros brazos con el roce del hombro del que nos precedía, formación que se deshacía apenas comenzábamos a andar, nos dirigíamos a la parroquia del pueblo, a la Iglesia de Nuestra Señora de la Estrella. La memoria tiende a jugarnos malas pasadas, se obstina en mostrarnos el pasado en gris, como si formáramos parte del elenco de actores de una película de Bardem, Berlanga o Alfonso Paso, como si el color fuera una moderna norma impuesta por los adelantos técnicos e informáticos de ahora.
            Pero era un día gris. Charlábamos y conforme nos acercábamos a la Iglesia se acrecentaba el rumor. Había niños con pantalones cortos, sin correa, anclados a los hombros por los tirantes; otros ostentábamos signos de madurez, o de escasez y necesidad, según el caso, vistiendo pantalones largos, tan grises como el propio día. Nos recibió el párroco, en la misma puerta del templo, ataviado con elementos litúrgicos del tiempo eclesial. La casulla reluciente y en su manos un objeto plateado, un cuenco ornamentado por el que sobresalía un montoncito de polvo ceniciento. A su lado, el sacristán con alba remedado, rematado por puntillas que se deshilachaban de puro viejo, sostenía la cruz parroquial. En la plaza que abría espacios al templo, el perro del cobrador de la luz, daba vueltas en torno al dueño que pulsaba incesantemente el timbre de una casa. Cuando llegamos a la altura del sacerdote, nos deteníamos, se volvían los servidores de la Iglesia e iniciábamos la procesión claustral por el interior del templo. La solemnidad del rito se consumía en el silencio extremo que había tomado posesión de la parroquia.
Don José, nuestro maestro, nos había aleccionado sobre esta particular ceremonia. La tétrica memoria bíblica de la procedencia humana, de lo que somos y de lo que  terminaríamos siendo. Polvo. Apenas entendíamos la verdadera significación de aquellas explicaciones, de aquel compromiso con la creencia y la fe. Éramos inconscientes de la metáfora religiosa sobre la existencia y los valores del hombre. Éramos niños que nos alegrábamos de perder una mañana de literatura o de matemáticas.  Era miércoles de ceniza. Se iniciaba el tiempo cuaresmal.
A mis amigos, a los íntimos y por tanto con los que compartía mis inquietudes y sucesos, no les atraía que le signaran la frente con aquella ceniza. A mí sin embargo me gustaba, presumía de ello y me resistía aquella tarde a bañarme por el temor, que se convertía en certeza inmediata, de perder el vestigio que refrendaba el motivo de mi felicidad. Ya quedaba menos para la semana santa. Pronto colgarían, de las esquinas del ropero, como heraldos anunciando la buenanueva, mis túnicas de la Borriquita y la Macarena. Vendría, con el preludio de aquellas semanas de penitencia y abstención, que casi nunca se cumplían porque habíamos sido dispensados por el arzobispo, decía mi madre, insistiendo para que nos comiéramos los filetes en el almuerzo, los cultos en las hermandades, el montaje de los pasos, la bajada de la Virgen o la entronización del Cristo del Amor en su paso. Y cada día era una nueva ilusión, un camino en que se avistaba el horizonte.
La cuaresma era el tiempo en el que, este niño prendido hoy de la nostalgia, oía en la radio, junto a mi madre, los programas que advertían de la llegada del tiempo mejor, y aprendí en las notas de la marcha “Aguas”, ”Estrella Sublime” o “Pasa la Macarena”, o en el recitado perfecto de Agustín Navarro o José Manuel del Castillo, que lo mejor estaba por llegar y que daba comienzo el miércoles de ceniza. Ayer, como hoy, sigo prendido de la ilusión y añoro aquellos pantalones cortos anclados con tirantes a mis hombros, que me colocaba mi madre con verdadero esmero y cariño.

¡Al infierno con ellos!


            ¡Tan difícil resulta indicar dónde se encuentra el cuerpo de la niña! Una vez reconocido el hecho, qué les prohíbe señalar el lugar dónde arrojaron el cadáver de Marta. Algo oscuro, muy oscuro, hay en todo esto. El dolor de una madre no tiene parangón alguno cuando se trata de la acuciante lejanía de una hija, de la sangre que ya no corre por vena alguna, aunque una vez compartieran esa vida que le fue arrancada sin misericordia, con alevosía y nocturnidad.
            Al mismo infierno bajaría por saber donde echaron el cuerpo de su hija, por recuperar los restos. Las palabras no pueden retener más amargura ni más desolación. Vendo el alma si hace falta, gritaba un padre, enloquecido el fallecimiento de su hijo en un accidente automovilístico, y tenía el cadáver frente a él. Solo ausencia y el desconocimiento pueden superar este drama. Y es lo que le sucede a la familia de Marta del Castillo. Que no saben dónde llorar, donde lamentarse de la pérdida, dónde depositar la amargura y el desconsuelo. Es dolor filial que enloquece y provoca la angustia, que desata la sin razón para que cometa los mayores despropósitos, para que se pronuncien las más disparatadas frases.
                ¡Qué triste es la tristeza de una madre, recién perdida su hija! No sería descabellado concluir que es la mayor de las penas, por la antinaturalidad del hecho. Sobrevivir al hijo es el mayor de los dramas, la mayor desventura del ser humano. Decía dramaturgo el Bernard Shaw “los muertos recién desaparecen con la muerte de sus deudos, y por lo tanto son estos, quienes deben continuar siendo su pensamiento y su recordada memoria”. Pero los vivos, al igual que los que fallecen, necesitan poder vivir en paz para dignificar la memoria de aquello. Sin tranquilidad espiritual, el reposo no es posible. Hay que tener la conciencia en orden, serena, asentada para poder recordar, para revivir los momentos alegres y no tergiversar el sentido de las cosas con la incertidumbre siempre ajetreando el alma.
            Ni siquiera las lágrimas pueden calmar el ansia por el conocimiento. ¡Tan difícil es tomar un papel, describir e indicar el lugar donde dejaron a Marta, dónde expoliaron a esta familia de su alegría! ¿Se puede vivir con esa desolación? ¿Pueden sus asesinos y cómplice conciliar el sueño? Es terrible la afirmación de la madre. Conmueve y sobrecoge la actitud. Muchos pueden pensar que el tiempo es una losa que aplaca el dolor, que lo transforma en resignación. Y puede que algo de razón lleven cuando la muerte sobrevenga por motivos naturales o sorpresivamente por un hecho inesperado, sin ninguna inducción humana. Pero cuando es envuelto por la maldad y por la tiranía del hombre, capaz de sentirse Dios para privar de la vida caprichosamente, o para saciar sus más bajos instintos, no hay razonamientos que lo justifiquen.
            Tienes que saber sus asesinos, y sus cómplices, que han dejado de pertenecer al género humano, que ahora son demoniacos seres que dormitan en los más lúgubres lugares de ese infierno al que está dispuesta a bajar la madre de Marta del Castillo. Un sitio donde, paradójica e injustamente, ya la vive la familia de la víctima, mientras que los acusados, los que cometieron el brutal y sanguinario asesinato, continúan gozando de la vida que les proporciona esta sociedad. Dudo incluso de que mantengan un hilo de remordimientos. Saben que están provocando un enorme dolor. Saben que esta mujer no descansa, que su esposo y hermana, que los abuelos de la niña, siguen encadenados a las galeras de un barco que navega por las turbulentas y frenéticas aguas del tormento, un calvario que les está destruyendo la vida.
            Al infierno mandaría yo estos animales, perdón por la alusión a la fauna que Dios puso en la tierra, y los arrojaría sin compasión al fuego. No hay derecho a este gratuito sufrimiento que proporciona una justicia que es capaz de proteger al infractor y dejar, en el mayor de los desamparos, a los perjudicados y, en estos especiales casos, a las familias de las víctimas, un agravio que sólo es procedente desde la promulgación de la suposición de la culpabilidad. Así nos luce el pelo. Seguimos siendo el culo del mundo y el hazmerreir del cualquier sociedad desarrollada.

domingo, 10 de febrero de 2013

La Semana Santa de Nuria Barrera


            No es lo que vemos, lo que se nos muestra, que es la belleza, la extraordinaria hermosura, de una obra pictórica que anuncia la gran fiesta religiosa de la ciudad. No son las técnicas de las bellas artes que domina con absoluta normalidad y naturalidad, que también reluce en el fondo de la obra. No es la congruencia de un paisaje que nos muestra las magnificencias de la semana mayor sevillana, que lo plasma perfectamente con las dotes y suficiencias para las que ha sido dotada. No es la diseminación de la claustrofobia de los colores que emergen a la luz y se posan en la paleta, que aletean por el lienzo dirigidos por el suave aleteo de sus manos y  que resuelve con el  magisterio que nos tiene acostumbrados. No es la composición de los temas en esa ventana que nos abre las entrañas a los entresijos de las emociones, que proyecta a los límites de la realidad y que maneja con la sapiencia y el conocimiento del don que le ha sido otorgado y que perfecciona con cada una de las pinceladas que plasma.
            La principal virtud que se nos muestra no es las de las artes, que también lo son, sino el amor con la que ha sido concebida, es la grandeza de la recreación de la pasión que nace en lo más hondo de su ser, en la alegría y la satisfacción con la ha elaborado esta composición sublime sobre la Semana Santa de Sevilla.
Para quienes manejan, con la solvencia que ella lo hace, el difícil mundo de la pintura es fácil retener en el blancor de un lienzo figuras y objetos, reproducirlos hasta la más exasperante fidelidad. Lo difícil y extraordinario es saber plasmar las inquietudes del alma y que los que las visualicen sepan descubrirlas y perciban, en los lugares más recónditos del ser, el repelús de la emoción. Transmitir los sentimientos que fluyen por cada poro de su piel y vislumbrar cómo rebosan las calles de sensaciones nuevas que retienen memorias antiguas.
Eso que es lo que ha conseguido Nuria. Algo tan difícil como es reconocer, inmediato y de una solo ojeada, la semana santa de los que salimos a buscarla, a reencontrarnos con el mejor tiempo de la ciudad, ése que es tan efímero que se convierte en eternidad, que siempre muestran su lustrosa apariencia en los anaqueles de la memoria. Eso es lo que transmite esta hermosísima obra, la nostalgia de las horas que nos quedan por vivir, la secuencia de una emoción tras otra que se nos presenta en forma de aroma envuelto en el torbellino amorfo, en un velo de sahumerio que busca el hogar de Dios, cuando la madrugada es principio de mañana y las mantolinas, que prenden y cuelgan de las asas de una corneta nos señalan el camino  hacia donde habita y reside la que es portada de la Esperanza.
Estos son los límites del sentimiento, los trazos que resuelven el misterio, las luces que traspasan la visión, que taladran el alma y convocan al duende de la vida que se resume en siete días, la existencia más hermosa delimitada por el genio y la figura. Eso es lo que hemos visto, la transfiguración de los sentidos de una niña que pasaba, cada mañana, por la puerta de la basílica y soñaba con poder recoger un sueño, verterlo en la blancura de un lienzo y fomentar sus vivencias en la fe y en la devoción. Eso es lo que se nos ha mostrado. Una ilusión que trata de repeler la indiferencia, que asombra con el mensaje de la pasión que nos asalta y nos conmueve. Es andar frente a un palio sin poder apartar la vista. Es el asalto a la emoción con las notas de unas cornetas sorteando la espesura del ambiente, el tintinear de una vara cuando resuelve su idilio de amor chocando con la rotundidad de un adoquín o el balanceo místico y sobrecogedor de una naveta exhalando el vestigio del incienso o el roce de la seda y el oro del que pende la mayor de las Esperanzas.
Este cartel, esta exposición sentimental de Nuria, nos descubre y presenta la Semana de Sevilla, nuestra Semana Santa, la tradición y la ilusión asomándose a la luz del alma. Y eso es muy difícil de conseguir. Es la exquisitez de la pintura alabando nuestro espíritu y debemos darle gracias por gracias a Nuria por compartir sus sentimientos con nosotros y por hacernos partícipes de nuestros de sueños en su obra.

miércoles, 6 de febrero de 2013

El precio de la verdad o el callejón del gato


Es increíble, tragicómico, digno del carácter implícito en la sangre nacional y en la mejor tradición del esperpento valleinclaniano. Esto es el callejón de los gatos, no de la comparsa de los Carapapas, que esa al menos no engaña a nadie, ni criminaliza a inocentes. El escándalo que se ha montado en este país porque alguien dice la verdad, en un foro donde la mentira, el engaño y la patraña tienen su asiento.
Se han indignado sus señorías, diputados y senadores de nuestro ínclito régimen parlamentario, ante la comparecencia de Ada Colau, representante y voz de la asociación de afectados por las hipotecas, ante la Comisión de Economía del Congreso, que ha llamado a las cosas por su nombre.
A los señores diputados, están todos en la línea corporativista que les caracteriza cuando se trata de subirse el sueldo o alguien se rebela contra sus doctrinas dictatoriales, les ha molestado los términos en los que se ha expresado esta ciudadana que actúa en defensa de los expoliados por la gran estafa del estado, que ha permitido y permite que la banca siga enriqueciéndose con la desgracia y el empobrecimiento paulatino de sus votantes. Algo incongruente y sin sentido que parece ser ignoran estos padres de la patria… de sus intereses particulares.
La señora Colau no ha hecho más que transmitir el pensamiento de muchos españoles que ven cómo son desahuciados sin ningún tipo de consideración, sin derechos a revisiones, ni permiten la reubicación, en régimen de alquiler en esa misma vivienda. En muchos casos se la emplea la violencia cuando los inquilinos expulsados muestran su indignación y se resisten a abandonar el fruto de esfuerzos y trabajos. No olvidemos que la ley hipotecaria, en vigencia y que propicia la exclusión de los afectados, que regula estas actuaciones permite, y hasta aconseja, aconseja la ejecución de  la expropiación con solo tres meses de cuotas impagadas. Tres cuotas que el peor de los casos ascienden a tres mil euros, mientras que a verdaderos sinvergüenzas, estafadores –entre los que hemos de incluir a los banqueros y sus adláteres políticos-, ladrones de corbata de Saint Laurent, dirigentes y personajes venidos a más por su estrecha relación con la familia real, le son condonados sus desfalcos y prevaricaciones, eluden el rigor de la justicia y hasta se dan el lujo de vender exclusivas con sus historias, cuando no intentan darnos lecciones de honestidad y sinceridad, como es el caso de Mario Conde, tertuliano que comparece en una emisora de televisión para hacernos, recriminando las conductas éso si, ver la situación de amoralidad y desprestigio con la que actúa la banca española. A buenas horas, mangas verdes. Sólo falta que la dirección general de tráfico fiche a Farruquito o José Ortega Cano para que nos den lecciones de conductas de seguridad en las carreteras españolas.
Señalar como criminal a quien defiende la actual ley hipotecaria de nuestra nación, permitiéndose el lujo de señalarla como modélica ante otras del mismo carácter en Europa, es una nimiedad con lo que pensamos el resto de los españoles, los que no nos sentamos en el hemiciclo pero hacemos que se sienten ellos. Que nos tomen por tontos ya es rizar el rizo. La dignidad con la que se refirió Ada Colau es digna de resaltarse. Y encima fue llamada al orden para que retirara sus palabras por el presidente de la comisión. Pero no contaba con la valentía de esta mujer, que hizo frente con la verdad como arma a las insinuaciones intimidatorias que profirieron contra ella sus señorías. No sólo mantuvo el tipo sino que levantó su cara con orgullo, sin resignación y con gallardía. Una persona que se emociona cuando hace referencia a la injusticia que se está cometiendo contra gran parte -¡ojo al dato!- de la ciudadanía, que mantuvo la serenidad de no lanzarle un zapato al representante de la Asociación Española de la Banca durante su penosa intervención –poderoso caballero es don dinero- es ya de por sí un gesto de extremada valentía, de gesta legionaria en campos marroquíes, una lección de heroicidad en estos tiempos donde prevalecen, por encima de cualquier valor, el poder del dinero.
Ada Colau lanzó ayer toda la existencia de la añorada y querida zapatería Los pequeños suizos, haciendo uso de la palabra, utilizando los términos adecuados y poniendo en valor la esencia de la verdad. Llamar criminal a quienes provocan que la gente se tire por la ventana del piso que van quitarle momentos después es llamar por su nombre a estos valedores y adoradores del dinero, que no dudaron en establecer condiciones y falsas expectativas a sus conciudadanos, repitiendo que vivíamos en una sociedad basa en el bienestar, anclada en la seguridad económica, sabiendo que los cimientos de esa gran mentira comenzaban a desintegrarse. A ellos no les cogió el derrumbe donde han muerto –algunos literalmente- las ilusiones de muchos españoles. ¿Son o no son criminales?

lunes, 4 de febrero de 2013

Orwell, 1984 y dos perros en San Lorenzo


            Da verdadero pavor pasear por la ciudad. Es como transitar por un campo de batalla recién terminada una ofensiva. No hay más que basuras y desperdicios desperdigados por la vía pública. Es una cuestión sanitaria, de salubridad. No hay calle en la que no se amontonen cientos de bolsas con residuos tóxicos. Suerte tenemos que aún nos acompaña el tiempo y el frío y la humedad asientan los malos olores e impiden la propagación de éstos, con sus nefastas complicaciones. La suciedad comienza a hacerse dueña de la ciudad. Es necesaria una solución ya, por el propio bien de Sevilla.
            Uno se queda impertérrito contemplando cómo van creciendo, como por generación espontánea, de un día para otro, montañas en la vía pública, oteros multicolores y malolientes donde campan a sus anchas enormes roedores, ratas que se confunden con gatos por el tamaño, y cómo lo perros hurgan entre los restos ante la total despreocupación de sus dueños. Los animales desgarran las bolsas mientras olisquean en su interior, esparciendo indiscriminadamente la basura, acrecentando el problema y posibilitando la transmisión de enfermedades. Las escenas no pueden ser más estrambóticas. Mientras los perros rastrean vestigios de alimentos en podredumbre, sus dueños charlan animadamente, despreocupados de la acción que están cometiendo sus mascotas. Una señora contempla horroriza la estampa y demanda de los parlanchines una actuación inmediata, recriminando su despreocupación y desinterés ante los juegos de los animales con las bolsas de basura. La acción transcurre en la plaza de San Lorenzo, al principio de la mañana del sábado. Quienes salimos de encontrarnos con el Señor nos unimos a la justa recriminación. ¡Ya tenemos bastante soportando los efectos colaterales de una huelga incomprensible para que además se agrande con este tipo de comportamientos! No hay respuestas a la reivindicación. Miran de arriba abajo a la señora, sonríen y continúan con su interesante conversación, debía serlo porque ignoraron por completo a la mujer y a quienes nos adherimos a sus protestas. Insiste en su reclamación y  los dos energúmenos rebuznan indicando que son animales y que no tienen razón. Efectivamente. Con aquella exposición dejaron clara su condición. Los animales no tienen razón. Y me refiero a los dos personajes que llegaron incluso a amenazar a la señora. Claro, que ella no se quedó corta. Lo que pudo haber sido una anécdota simpática, no terminó en suceso porque intermediaron unos señores que desayunaban en los veladores del Sardinero. Esta vez me mantuve al margen. Debió ser la hora.
            Es cuestión de educación, sencillamente. Hubiera bastado con tomar a los perros y asirlos de las hermosas correas que mantenían en sus manos, bajo los periódicos y la bolsa del pan. Los animales jugaban o buscaban alimentos entre los restos orgánicos. Instinto animal. Es competencia de los dueños restringir los actos de los perros. Iba decir educarlos pero antes habría que conferir medios pedagógicos para ellos.
            No es más que el resultado y la nefasta consecuencia del caos formativo en el que ha caído este país. Falta educación, mucha educación, que es una cosa distinta a la recopilación de conocimientos. Cuando falta educación, sobran malos modos.
            Se me vino esta escena, que iba a pasar inadvertida, cuando esta madrugada, alargando mi habitual sesión de trabajo, escribiendo como un loco para cumplir los plazos para los compromisos adquiridos, observo que en la dos de televisión española están emitiendo un magnífico programa de música clásica y que verán cuatro locos insomnes porque eran las tres de la mañana, un horario muy propicio para elevar el nivel cultural de los españolitos. Mientras, en franjas horarias de audiencias millonarias, se emiten programas que nada tienen que envidiar a la penosa situación que estamos viviendo en Sevilla con la huelga de Lipasam. Una situación que da qué pensar.
            Qué razón tenía George Orwel cuando escribió su profética novela 1984. Todos auspiciados y vigilados bajo los ojos del gran hermano, mediatizados por la idolatría a la vanidad y egocentrismo.

viernes, 1 de febrero de 2013

La ciudad de las ratas


El montículo sigue creciendo. Pronto se convertirán montaña, un cochambroso  otero desde donde se podrán admirar hermosas panorámicas de los cielos de la ciudad, para evitar mirar al suelo, quienes ascienda por sus laderas hasta la cima, o los niños compartir espacios y juegos con hermosas y lustrosas ratas, que algunas llevan tatuado tatuados, en sus prominentes pechos, el escudo de la segunda bandera, del Tercio Duque del Alba de la Legión.
            Es una vergüenza el aspecto que presentan las calles de nuestra ciudad, anegadas de basuras y residuos que comienzan a descomponerse, con el grave perjuicio que conlleva para salud de vecinos y visitantes, que ayer pasaron un grupo de alemanes o ciudadanos nórdicos, por los rasgos y aspecto que presentaban, con mascarillas colocadas y farfullando sabe Dios qué lindezas, porque igual desconocen el origen de esta asqueroso maremágnum.
            Es una vergüenza que los trabajadores de Lipasam se desliguen de sus ocupaciones laborales, no por defender sus puestos de trabajo por un despido multitudinario, ni por alcanzar otro tipo de derechos, que son los que subyacen al final como exigencias, sino por imponer un pulso al ayuntamiento y a sus dirigentes para ubicar tiempos de descansos eliminados, por la supresión de días de asueto. La ciudad no se merece un comportamiento de esta índole. Trabajadores que mantienen una prima por ¡no faltar al trabajo! El quiosquero de la esquina de mi casa, el tendero de la tienda de desavíos, el farmacéutico y hasta los arquitectos del estudio que se sitúa en el edificio de oficinas, no cobran ese día si no justifican sus abstinencia laboral, si no presentan el certificado médico. Y no digo ya nada de los que padecemos la lacra del paro. Ésos no cobran más que las horas que figuran en el contrato del desinterés de los políticos.
            Es una vergüenza que manifiesten su interés por no desconvocar la huelga y persistan en sus nimias reivindicaciones salariales cuando medio país se ajusta el cinturón y comienza a silbar ante la hecatombe económica que está destrozándolo. No digo que tengamos que pagarla los ciudadanos –que lo estamos haciendo- sino que habría que cotejar la justicia de este tipo de actuaciones mientras el funcionariado se desangra, mientras que los trabajadores de entidades privadas tienen que ajustar sus maltrechas economías domesticas con la excusa de poder salir de la crisis.
            Es una vergüenza que piquetes indiscriminados, tal vez descontrolados, colaboren a la propagación de enfermedades, desperdigando la basura que se encuentra depositada en los contenedores, cuando no le prenden fuego o esparcen los desperdicios  insalubres por aceras, sin importarles la ubicación de comercios de comestibles, colegios o espacios hoteleros. Esta madrugada, recién salido de una reunión en la hermandad, pudimos comprobar cómo un grupo de personas, nada de vandálicos elementos juveniles, ni componentes de bandas antisociales, cerdos de apariencia normal y mayorcitos, derrotaban la verticalidad de un contenedor, en las calles adyacentes al hotel Macarena, desperdigando bolsas de basuras por el suelo, y no conforme con esta premiosa actuación, dedicaron todas sus fuerzas y afanes a rasgar el plástico de las bolsas y verter los desechos en la vía pública, mientras proferían cobardes grititos sobre la legitimidad y adecuación de su actuación, en un claro y premeditado afán por presionar a los responsables políticos de la ciudad.
            Esta huelga, como cualquier otra actúe de manera violenta, pierde su sentido con este tipo de  actuaciones. Los ciudadanos, que además pagamos sus nóminas con nuestros impuestos, no olvidemos que de momento es una empresa municipal, no podemos convertirnos en rehenes para que puedan conseguir sus reivindicaciones. La opinión pública comienza a considerar la necesidad de privatizar este tipo de servicios, como ocurre en otras ciudades y comunidades del estado, siempre y cuando revierta en el bien común. No podemos, ni debemos asentir, a comportamientos vandálicos, ni a soportar este desmán insalubre, porque es algo que ya hemos pagado y tenemos derecho a vivir conforme a las normas seguras y salubres de la sociedad.
            Que se inicie un huelga por la supresión de las primas por acudir al trabajo, o por reducir el número de días por asuntos propios que se le otorgan gratuitamente, amén de las justas vacaciones, o por obligarles a cumplir con sus obligarles, me parece indigno. Los sindicatos han perdido el norte en este país. Debe ser los recortes en las subvenciones que ya no les permiten tener la mente clara porque no pueden relajarlas en sus cruceros o vacaciones de lujo, en los paradisiacos lugares a que estaban acostumbrados visitar, con el dinero del contribuyente. Y los derechos de los ciudadanos ¿dónde están?