En
las profundidades de su mente guardaba las mejores emociones. Sabía que
aquellas experiencias no debía compartirlas con nadie. Eran su tesoro. Tantos
años como edad tenía. Tantos sentimientos encontrados, tantos instantes
vividos, tantos sueños compartidos. La casa se había convertido en un
territorio inhóspito, casi desconocido. Los recuerdos vagaban por las estancias
incapaces de aposentarse ante tanto y desmesurado silencio. El tictac del
carrillón marcaba la melodía del pausado tránsito del tiempo. En el patio se
alzaban las pilastras como únicas demostraciones de vida. No le asustaba la
soledad pero convertía las horas en espesas esperas.
Cuando
se asoma a la ventana pude ver las espadañas de los conventos cercanos y las
torres de las iglesias arañando el horizonte. Mantiene la certidumbre de que
allí, en la inmensidad del azul, o en el tupido velo grisáceo de los días de
otoño, perdura su imagen. Puede pasarse horas observando el paisaje,
deleitándose con el sonido de las campanas que surcan el aire. San Juan de la
Palma está cerca y el arrullo de las palomas perturba la sensación de
misticismo que se transfigura frente al balcón.
Echa
de menos la túnica colgada en el ropero, aireándose. Cuando murió Ana su hija
se llevó, a la casa del Aljarafe todas las pertenencias, porque le sería más
fácil agregar la botonadura, le dijo. Los niños y el trabajo le quitan demasiado
tiempo. En los ratos muertos se los va poniendo. Lo hace con el mismo primor
pero reconoce que son las ausencias las que fomentan la presencia de la
nostalgia. En la capa fija el escudo y también recuerda otras manos acomodando,
casi perfectamente, el óvalo sobre el hombro.
Las
tardes se vuelven melancólicas. Pone un dvd de la procesión del año anterior. O
quizás sea más antiguo porque recuerda que la lluvia les volvió a dejar dentro.
Pero qué más da. Se resarce del tiempo que se le cae y goza con la
visualización de las imágenes en las que aparece su esposa sonriendo, en el
balcón de la casa de hermandad, durante la salida de la procesión. Fue un regalo
de sus nietos en las pasadas navidades. A veces no puede evitar que una lágrima
asalte las grietas que ha ido marcando el reloj de la edad en su rostro, aunque
se rebela ante el dolor y prefiere recordarla con aquella sonrisa que lo
llenaba todo. O mejor aún, elaborando las torrijas, esa primera hornada que ya
impregnaba para toda la cuaresma las estancias de la casa. Apenas pisaba el
zagúan y corría hacía él, como un maná espeso derramándose por el ambiente, el
aroma a miel y pan, a ajonjolí e incienso. O cuando regresaba de una cabildo de
oficiales, ya entrada la madrugada, que hay que ver lo que dura una junta de
oficiales, y siempre se encontraba un plato con un tortillita que cubría otro
plato, para que no se acostase sin comer y que él deglutía con ansiedad a pesar de venir con el estómago
lleno de pescado frito.
Fueron
demasiados años, demasiados momentos compartidos, demasiada felicidad, rota en
un instante. Pero la vida tiene estos ajustes, estas facturas que se nos presentan
para romper la cadencia de las horas con el propósito de reconvertirlas en
monotonía. Aún así, se siente con fuerzas para sonreír porque guarda en las
profundidades de la mente la figura y la imagen de su mujer, la sonrisa con la
que saludaba a los días, el tacto de sus manos cuando cubrían las suyas en los
difíciles momentos que pasaron cuando perdió su empleo, y el mundo se desploma
frente a él y ella cogía los trozos y lo recomponía. Sabe que nadie podrá
sustraerle estas vivencias, no siquiera el tiempo porque cuando marche, cuando
el Señor le haga recorrer la plaza que es antesala de los cielos, ya habrá inscrito
su memoria en la eternidad, en ese lugar donde habita la Esperanza y reside la
alegría, allí donde permanecen los sueños figura ya una página con toda la
felicidad que compartieron en la tierra.
Por
eso se niega a compartir sus experiencias y poco le importa que murmuren que si
está perdiendo el juicio, que si el dolor lo está volviendo loco, porque lo ven
sonreír mientras camina. Es la memoria que le trae los mejores momento, el
homenaje a la persona que supo y quiso compartir con él la vida y ésa era mejor
y más grande alegría.