Casi
siempre pensamos que los hechos que vivimos, de los que participamos, de los
que de alguna manera nos sentimos protagonistas, suelen ser mejores que los
actuales. Pasa con el trabajo, cuando se manufacturaban las piezas para los
engranajes de los motores, por poner un ejemplo, y un hombre con sus
herramientas apropiadas confeccionaba, con precisión milimétrica, las rótulas
para una caja de cambios o las cadenas de distribución, rectificaban las
válvulas y sus cajas para que el motor volviera a funcionas tras griparse. Se
jactan los viejos maestros, jubilados ya por las necesidades del mercado, de la
belleza de sus trabajos, de la efectividad y creatividad. Y algo de verdad
llevan sus añoranzas. Pero también es cierto que la técnica ha superado la
efectividad y la precisión manual. Hoy los ordenadores concretan tanto que
realizan troqueles con una exagerada exactitud y las medidas ya no se calibran
con milímetros sino que son capaces de ajustar las medidas con diez unidades de
milésimas, que no sé muy bien lo que es. Pero aún así, si te encuentras con
algún maestro de Rotini, seguro que echa por tierra los avances tecnológicos y
mantiene sus constantes en la precisión con la que ellos ejecutaban cualquier
pieza, dándole vueltas al torno y limando, una y otra vez, los dientes de una
rótula de motor.
Algo
de eso sucede con los costaleros viejos. Y ya no me refiero a aquellos
asalariados que tanto hicieron para conformar la actual semana santa. Vengo a
traer aquí a los primeros que formaron en las cuadrillas de hermanos que les
sucedieron en los principios y mediados de la década de los setenta del pasado
siglo. En la Hermandad de la Macarena se siguió aquella hermosa tendencia y
fuimos unos pocos los que acudimos a la llamada de la Hermandad y hoy el peso
de los años remueve la memoria incitado por algunos comentarios de los
actuales.
Ser
costalero en aquella época era lanzarse a un campo de minas, a un lugar donde
el desconocimiento regía los comportamientos y a base de adquirir experiencia,
con algunos consejos de quienes ya habían trabajado con los “profesionales”, se
fueron limando defectos. No fue una tarea fácil ni sencilla, añadiendo a la
inicial y natural desconfianza de las juntas de gobierno, el agravio del
componente social. Los costaleros eran razia inferior dentro de la fiesta. Sólo
el padre Cué tuvo la valentía de poner en valor el trabajo y la destreza de
estos hombres. Pero aquellas cuadrillas se fueron configurando con hermanos de
todas las clases sociales. Incipientes médicos compartían trabajadera con
panaderos y éstos con algún que otros intelectual que no dudaba en prestar su
fuerza si lo necesitaba un mecánico. Pero si era cierta una cosa. Todos íbamos
a una junto al capataz. Todos procurábamos realizar el trabajo con la mayor
honestidad posible y, normalmente cuando finalizaban los eternos ensayos –los
había que duraban toda la noche pues se hacía el recorrido entero- solíamos
terminar en fraternal “combeb. No había la escrupulosidad de uniformidad en los
atuendos, ni costales con pipiolines o gatos o cuadros de mantel de restaurante
económico, tapando la visión, ni musculaturas exageradas, ni pantalones
remangados hasta la rodilla. Esto debe ser cosas de modas absurdas porque ser
costalero no debe significar ningún tipo de distinción, ni por supuesto debe
llevar aneja una consideración especial con respecto a otros hermanos. No voy a
resaltar ni a desmerecer lo de ahora. En absoluto. Jamás han ido los pasos como
van hoy en día. Con la gallardía y la fuerza con la que andan. Pero me parece
exagerado que haya cuadrillas dobladas y con picos y que encima algunos, un
grupo residual que no conoce la historia, porque ni siquiera habían nacido
cuando unos locos decidieron meterse debajo de los pasos y abrir las puertas a
los que hoy lo hacen, no sepan reconocer el valor y la voluntad que pusieron
aquellos.
Son
disparates que vienen a certificar la edad. Los años pasan factura y nos hace
menos sensibles a ciertos comentarios. Nos vamos haciendo viejos. Ya mismo
estamos comentando batallitas y algunos harán leyenda de los primeros hermanos
que cambiaron sus túnicas por el costal y que terminan volviendo a él porque,
por encima de todo y todos, está el amor a sus sagrados titulares. Miedo me dan
estas elucubraciones. ¿Serán cosas de viejos?
No hay comentarios:
Publicar un comentario