Eran treinta y tres escalones. Siguen
siendo treinta y tres gradas amplias, imposibles de abarcar de un solo tranco.
Una grada que comunicaba el centro escolar, ubicado en lo alto del cerro, con
el centro urbano de la población. En su cúspide, adosada a la fachada de la
ermita, se erigía una cruz sencilla pero alta, negra y esbelta en su sencillez.
Y junto a ella una lápida con los caídos por la patria y por Dios. Nos conmovía
la leyenda marmórea que resaltaba la heroica memoria de los vencedores de una
guerra cruel y sanguinaria.
En
una fila de dos en fondo, cuadrados con las medidas que posibilitan la
extensión de nuestros brazos con el roce del hombro del que nos precedía,
formación que se deshacía apenas comenzábamos a andar, nos dirigíamos a la
parroquia del pueblo, a la Iglesia de Nuestra Señora de la Estrella. La memoria
tiende a jugarnos malas pasadas, se obstina en mostrarnos el pasado en gris,
como si formáramos parte del elenco de actores de una película de Bardem,
Berlanga o Alfonso Paso, como si el color fuera una moderna norma impuesta por
los adelantos técnicos e informáticos de ahora.
Pero
era un día gris. Charlábamos y conforme nos acercábamos a la Iglesia se
acrecentaba el rumor. Había niños con pantalones cortos, sin correa, anclados a
los hombros por los tirantes; otros ostentábamos signos de madurez, o de
escasez y necesidad, según el caso, vistiendo pantalones largos, tan grises
como el propio día. Nos recibió el párroco, en la misma puerta del templo,
ataviado con elementos litúrgicos del tiempo eclesial. La casulla reluciente y
en su manos un objeto plateado, un cuenco ornamentado por el que sobresalía un
montoncito de polvo ceniciento. A su lado, el sacristán con alba remedado,
rematado por puntillas que se deshilachaban de puro viejo, sostenía la cruz parroquial.
En la plaza que abría espacios al templo, el perro del cobrador de la luz, daba
vueltas en torno al dueño que pulsaba incesantemente el timbre de una casa.
Cuando llegamos a la altura del sacerdote, nos deteníamos, se volvían los
servidores de la Iglesia e iniciábamos la procesión claustral por el interior
del templo. La solemnidad del rito se consumía en el silencio extremo que había
tomado posesión de la parroquia.
Don José,
nuestro maestro, nos había aleccionado sobre esta particular ceremonia. La
tétrica memoria bíblica de la procedencia humana, de lo que somos y de lo que terminaríamos siendo. Polvo. Apenas
entendíamos la verdadera significación de aquellas explicaciones, de aquel
compromiso con la creencia y la fe. Éramos inconscientes de la metáfora
religiosa sobre la existencia y los valores del hombre. Éramos niños que nos
alegrábamos de perder una mañana de literatura o de matemáticas. Era miércoles de ceniza. Se iniciaba el tiempo
cuaresmal.
A mis amigos, a
los íntimos y por tanto con los que compartía mis inquietudes y sucesos, no les
atraía que le signaran la frente con aquella ceniza. A mí sin embargo me
gustaba, presumía de ello y me resistía aquella tarde a bañarme por el temor,
que se convertía en certeza inmediata, de perder el vestigio que refrendaba el motivo
de mi felicidad. Ya quedaba menos para la semana santa. Pronto colgarían, de
las esquinas del ropero, como heraldos anunciando la buenanueva, mis túnicas de
la Borriquita y la Macarena. Vendría, con el preludio de aquellas semanas de penitencia
y abstención, que casi nunca se cumplían porque habíamos sido dispensados por
el arzobispo, decía mi madre, insistiendo para que nos comiéramos los filetes
en el almuerzo, los cultos en las hermandades, el montaje de los pasos, la
bajada de la Virgen o la entronización del Cristo del Amor en su paso. Y cada
día era una nueva ilusión, un camino en que se avistaba el horizonte.
La cuaresma era
el tiempo en el que, este niño prendido hoy de la nostalgia, oía en la radio,
junto a mi madre, los programas que advertían de la llegada del tiempo mejor, y
aprendí en las notas de la marcha “Aguas”, ”Estrella Sublime” o “Pasa la
Macarena”, o en el recitado perfecto de Agustín Navarro o José Manuel del
Castillo, que lo mejor estaba por llegar y que daba comienzo el miércoles de
ceniza. Ayer, como hoy, sigo prendido de la ilusión y añoro aquellos pantalones
cortos anclados con tirantes a mis hombros, que me colocaba mi madre con
verdadero esmero y cariño.
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