Da
verdadero pavor pasear por la ciudad. Es como transitar por un campo de batalla
recién terminada una ofensiva. No hay más que basuras y desperdicios desperdigados
por la vía pública. Es una cuestión sanitaria, de salubridad. No hay calle en
la que no se amontonen cientos de bolsas con residuos tóxicos. Suerte tenemos
que aún nos acompaña el tiempo y el frío y la humedad asientan los malos olores
e impiden la propagación de éstos, con sus nefastas complicaciones. La suciedad
comienza a hacerse dueña de la ciudad. Es necesaria una solución ya, por el
propio bien de Sevilla.
Uno
se queda impertérrito contemplando cómo van creciendo, como por generación
espontánea, de un día para otro, montañas en la vía pública, oteros
multicolores y malolientes donde campan a sus anchas enormes roedores, ratas
que se confunden con gatos por el tamaño, y cómo lo perros hurgan entre los
restos ante la total despreocupación de sus dueños. Los animales desgarran las
bolsas mientras olisquean en su interior, esparciendo indiscriminadamente la
basura, acrecentando el problema y posibilitando la transmisión de enfermedades.
Las escenas no pueden ser más estrambóticas. Mientras los perros rastrean
vestigios de alimentos en podredumbre, sus dueños charlan animadamente,
despreocupados de la acción que están cometiendo sus mascotas. Una señora
contempla horroriza la estampa y demanda de los parlanchines una actuación
inmediata, recriminando su despreocupación y desinterés ante los juegos de los
animales con las bolsas de basura. La acción transcurre en la plaza de San Lorenzo,
al principio de la mañana del sábado. Quienes salimos de encontrarnos con el
Señor nos unimos a la justa recriminación. ¡Ya tenemos bastante soportando los
efectos colaterales de una huelga incomprensible para que además se agrande con
este tipo de comportamientos! No hay respuestas a la reivindicación. Miran de
arriba abajo a la señora, sonríen y continúan con su interesante conversación,
debía serlo porque ignoraron por completo a la mujer y a quienes nos adherimos
a sus protestas. Insiste en su reclamación y los dos energúmenos rebuznan indicando que son
animales y que no tienen razón. Efectivamente. Con aquella exposición dejaron
clara su condición. Los animales no tienen razón. Y me refiero a los dos
personajes que llegaron incluso a amenazar a la señora. Claro, que ella no se
quedó corta. Lo que pudo haber sido una anécdota simpática, no terminó en
suceso porque intermediaron unos señores que desayunaban en los veladores del Sardinero.
Esta vez me mantuve al margen. Debió ser la hora.
Es
cuestión de educación, sencillamente. Hubiera bastado con tomar a los perros y
asirlos de las hermosas correas que mantenían en sus manos, bajo los periódicos
y la bolsa del pan. Los animales jugaban o buscaban alimentos entre los restos
orgánicos. Instinto animal. Es competencia de los dueños restringir los actos
de los perros. Iba decir educarlos pero antes habría que conferir medios pedagógicos
para ellos.
No
es más que el resultado y la nefasta consecuencia del caos formativo en el que
ha caído este país. Falta educación, mucha educación, que es una cosa distinta
a la recopilación de conocimientos. Cuando falta educación, sobran malos modos.
Se
me vino esta escena, que iba a pasar inadvertida, cuando esta madrugada,
alargando mi habitual sesión de trabajo, escribiendo como un loco para cumplir
los plazos para los compromisos adquiridos, observo que en la dos de televisión
española están emitiendo un magnífico programa de música clásica y que verán
cuatro locos insomnes porque eran las tres de la mañana, un horario muy
propicio para elevar el nivel cultural de los españolitos. Mientras, en franjas
horarias de audiencias millonarias, se emiten programas que nada tienen que
envidiar a la penosa situación que estamos viviendo en Sevilla con la huelga de
Lipasam. Una situación que da qué pensar.
Qué
razón tenía George Orwel cuando escribió su profética novela 1984. Todos
auspiciados y vigilados bajo los ojos del gran hermano, mediatizados por la
idolatría a la vanidad y egocentrismo.
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