¡Tan
difícil resulta indicar dónde se encuentra el cuerpo de la niña! Una vez
reconocido el hecho, qué les prohíbe señalar el lugar dónde arrojaron el
cadáver de Marta. Algo oscuro, muy oscuro, hay en todo esto. El dolor de una
madre no tiene parangón alguno cuando se trata de la acuciante lejanía de una
hija, de la sangre que ya no corre por vena alguna, aunque una vez compartieran
esa vida que le fue arrancada sin misericordia, con alevosía y nocturnidad.
Al
mismo infierno bajaría por saber donde echaron el cuerpo de su hija, por
recuperar los restos. Las palabras no pueden retener más amargura ni más
desolación. Vendo el alma si hace falta, gritaba un padre, enloquecido el
fallecimiento de su hijo en un accidente automovilístico, y tenía el cadáver frente
a él. Solo ausencia y el desconocimiento pueden superar este drama. Y es lo que
le sucede a la familia de Marta del Castillo. Que no saben dónde llorar, donde
lamentarse de la pérdida, dónde depositar la amargura y el desconsuelo. Es
dolor filial que enloquece y provoca la angustia, que desata la sin razón para
que cometa los mayores despropósitos, para que se pronuncien las más
disparatadas frases.
¡Qué
triste es la tristeza de una madre, recién perdida su hija! No sería
descabellado concluir que es la mayor de las penas, por la antinaturalidad del
hecho. Sobrevivir al hijo es el mayor de los dramas, la mayor desventura del
ser humano. Decía dramaturgo el Bernard Shaw “los muertos
recién desaparecen con la muerte de sus deudos, y por lo tanto son estos,
quienes deben continuar siendo su pensamiento y su recordada memoria”. Pero los
vivos, al igual que los que fallecen, necesitan poder vivir en paz para dignificar
la memoria de aquello. Sin tranquilidad espiritual, el reposo no es posible.
Hay que tener la conciencia en orden, serena, asentada para poder recordar,
para revivir los momentos alegres y no tergiversar el sentido de las cosas con
la incertidumbre siempre ajetreando el alma.
Ni siquiera las lágrimas pueden calmar el ansia por el
conocimiento. ¡Tan difícil es tomar un papel, describir e indicar el lugar
donde dejaron a Marta, dónde expoliaron a esta familia de su alegría! ¿Se puede
vivir con esa desolación? ¿Pueden sus asesinos y cómplice conciliar el sueño?
Es terrible la afirmación de la madre. Conmueve y sobrecoge la actitud. Muchos
pueden pensar que el tiempo es una losa que aplaca el dolor, que lo transforma
en resignación. Y puede que algo de razón lleven cuando la muerte sobrevenga
por motivos naturales o sorpresivamente por un hecho inesperado, sin ninguna
inducción humana. Pero cuando es envuelto por la maldad y por la tiranía del
hombre, capaz de sentirse Dios para privar de la vida caprichosamente, o para
saciar sus más bajos instintos, no hay razonamientos que lo justifiquen.
Tienes que saber sus asesinos, y sus cómplices, que han
dejado de pertenecer al género humano, que ahora son demoniacos seres que
dormitan en los más lúgubres lugares de ese infierno al que está dispuesta a
bajar la madre de Marta del Castillo. Un sitio donde, paradójica e
injustamente, ya la vive la familia de la víctima, mientras que los acusados,
los que cometieron el brutal y sanguinario asesinato, continúan gozando de la
vida que les proporciona esta sociedad. Dudo incluso de que mantengan un hilo
de remordimientos. Saben que están provocando un enorme dolor. Saben que esta
mujer no descansa, que su esposo y hermana, que los abuelos de la niña, siguen
encadenados a las galeras de un barco que navega por las turbulentas y
frenéticas aguas del tormento, un calvario que les está destruyendo la vida.
Al infierno mandaría yo estos animales, perdón por la
alusión a la fauna que Dios puso en la tierra, y los arrojaría sin compasión al
fuego. No hay derecho a este gratuito sufrimiento que proporciona una justicia
que es capaz de proteger al infractor y dejar, en el mayor de los desamparos, a
los perjudicados y, en estos especiales casos, a las familias de las víctimas,
un agravio que sólo es procedente desde la promulgación de la suposición de la
culpabilidad. Así nos luce el pelo. Seguimos siendo el culo del mundo y el
hazmerreir del cualquier sociedad desarrollada.
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